Hace algo más de una década reflejé la situación en la que se encontraba el funcionariado en España con el título “El funcionario”. Fue en enero de 2012, entonces comentaba que el último funcionario terminaría jubilado antes o después y ya no existiría ningún servidor público con las terribles consecuencias que eso acarrearía. Intentaba en aquel texto hacer ver que era un espeluznante error “…confundir al individuo con el colectivo público” cuando se recurre a la administración para obtener un servicio que todos pagamos y que, por tanto, convierte a los funcionarios en trabajadores al servicio de la sociedad ante la que deben responder, pues son los miembros de la sociedad los que sufragan sus sueldos y, al igual que no se concibe un trato vejatorio, discriminatorio o irrespetuoso —sirve cualquier otro calificativo que induzca a pensar en un mal comportamiento— a un cliente en una tienda por parte de un dependiente, o no se concibe el absentismo injustificado en un banco privado —desconozco si en el concepto absentismo cabe la justificación—, o la dejadez de responsabilidades en una ingeniería, tampoco es concebible que un funcionario pueda tomarse esas mismas libertades cercanas al libertinaje por el mero hecho de tener una plaza fija dentro de la administración. Ser un servidor público es una responsabilidad ante la que no cabe la relajación. El funcionario debe y tiene que dar lo mejor de sí en su servicio a la sociedad. No existe justificación alguna a la dejadez, a la apatía, al arbitrio o a la mala educación y por descontado no cabe el abuso, el nepotismo, la extorsión, la prevaricación, los chantajes o las amenazas. Estos comportamientos son punibles y debe ser punibles. Los responsables de las administraciones deben tener métodos con indicadores fiables para detectar y detener este tipo de conductas y deben aplicarlos. También hay que tener en cuenta que el responsable último de la administración es el administrado y, por tanto, debemos exigir que se implanten esos métodos para terminar con esos comportamientos. Es evidente, como decía entonces y reitero ahora, que es un error confundir a cada funcionario con el conjunto, pero es necesario reconocer que este tipo de circunstancias desagradables y delictivas se dan en la actualidad con una frecuencia inasumible. El primer grupo de actuaciones de ciertos funcionarios, esto es, la dejadez, la apatía, el arbitrio o la mala educación, someten, denigran y sulfuran al administrado, las segundas, es decir, el abuso, el nepotismo, la extorsión, la prevaricación, los chantajes o las amenazas, crispan, acobardan y desbaratan la conciliación social provocando una sensación de impunidad que revierte en el descrédito de las instituciones y propician el «también yo intentaré engañar» que pone de manifiesto una insolidaridad capaz de terminar con la sociedad, y esto sin añadir el comportamiento de ciertos políticos, aunque es recomendable seguir el mismo principio y evitar confundir política con políticos.
El caso es que cada vez se extiende más la idea de que el sector público es un saco sin fondo en el que muchos, muchísimos, quieren caer —y ojo, yo mismo me siento más que tentado cuando sopeso las condiciones a las que mi profesión me somete, pero las circunstancias no facilitan el proceso de «reinvención»—, no ya solo por sentir la tranquilidad del sueldo fijo a final de mes, sino porque saben que este escenario permite un nivel de relajación que prácticamente ningún sector privado ofrece o soporta. El esfuerzo que requiere sacar una oposición, siempre que se haya logrado de forma lícita y vaya por delante mi reconocimiento, no es justificación para la desidia que se observa entre ciertos funcionarios. No lo es y no se debe permitir. Es una falta de respeto a quienes pagamos esos sueldos y es un atentado flagrante contra la solidaridad social que subyace tras la idea del servicio público. Estos trabajadores de lo público que, como vengo repitiendo, no son mayoría, deberían sentirse avergonzados y compungidos, pero, además, se deberían tomar de oficio medidas contra ellos, incluso las propias asociaciones sindicales deberían hacerlo para que, tanto los sindicatos como el sector público pudiera ganar y recuperar credibilidad. Quiero aclarar que es muy sencillo determinar quiénes mantienen este comportamiento y no es necesario hacer de esta petición un proceso de purga, con sus connotaciones peyorativas, porque no se trata de eso.
Este es el escenario en el que surge la idea de «y todos fueron funcionarios». Se trata de una realidad a la que quieren optar la mayoría de los nuevos egresados y gran cantidad de los que ya forman parte del mercado laboral privado donde la esclavitud de grilletes ha dado paso a otra forma de esclavitud, la horaria. Reconozcamos que se trata de un contexto poco halagüeño para el que las posibilidades de promoción profesional y económica prácticamente no existen y en el que vamos comprobando como unos pocos, absorben la mayor parte de la riqueza provocando una desigualdad cada vez mayor entre los de arriba y los de abajo que son, en definitiva, quienes soportamos el peso del estado. Así pues, es comprensible que todos quieran ser funcionarios. La pregunta es clara: ¿qué pasará cuando todos sean funcionarios?, o, hasta que llegue esa situación, ¿qué pasará cuando todos busquemos alternativas que nos permitan preparar una oposición para el sector público y nadie produzca?, ¿qué ocurrirá cuando todos dejemos de trabajar en la agricultura, en la metalurgia, en la construcción, en el turismo… y busquemos una plaza fija en la administración que no nos subyugue como acontece en el sector privado? Desconozco la solución, pero conozco la consecuencia: la sociedad de bienestar se convertirá en insostenible. Y los pocos valientes, temerarios, estúpidos o sencillamente aquellos que queden y que no puedan convertirse en funcionarios no podrán sufragar los servicios para todos. Tal vez, solo tal vez, si creemos en una sociedad solidaria, sería conveniente reformular el concepto que se ha implantado en nuestra sociedad para el sector público y que lo convierte en un recurso sumamente atractivo como salida profesional. Evidentemente no es la única medida que debería tomarse ya que los problemas que tenemos son endémicos y de carácter estructural y afrontarlos desde la política —esperar a la revolución, que es el siguiente paso, sería un drama— supondría un acto de valentía que obligaría a sacrificar votos, cosa que dudo mucho que nuestros políticos estén dispuestos a hacer, pero ayudaría.
Acceso al texto “El funcionario” de enero de 2012:
Imagen de origen desconocido.
En Plasencia a 14 de agosto de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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