El 17 de octubre de 1977 se publicó en el Boletín Oficial del Estado Español la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía. Esta Ley quería poner punto final a la barbarie dictatorial que se había vivido en la España de la posguerra y lo hacía de forma escueta, sintética, en apenas cuatro páginas que bien merece la pena leer y que dice mucho, muchísimo, acerca de quienes promulgaron esta ley dada en Madrid a 15 de octubre de 1977 firmada por Juan Carlos —así, sin más— y por Antonio Hernández Gil, el Presidente de las Cortes en aquel entonces. Esta ley, en su artículo primero, amnistiaba:
a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.
b) Todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis y el quince de junio de mil novecientos setenta y siete, cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España.
c) Todos los actos de idéntica naturaleza e intencionalidad a los contemplados en el párrafo anterior realizados hasta el seis de octubre de mil novecientos setenta y siete, SIEMPRE QUE NO HAYAN SUPUESTO VIOLENCIA GRAVE CONTRA LA VIDA O LA INTEGRIDAD DE LAS PERSONAS.
He significado con mayúsculas la frase “SIEMPRE QUE NO HAYAN SUPUESTO VIOLENCIA GRAVE CONTRA LA VIDA O LA INTEGRIDAD DE LAS PERSONAS” por la relevancia y trascendencia política y legal que tiene y por lo olvidada que ha venido estando esa importantísima matización desde que la ley entró en vigor, siendo objeto de tergiversación para beneficio de ciertos políticos sin escrúpulos y ciertas políticas innombrables.
El artículo segundo explicitaba los delitos que se incluían en la amnistía:
a) Los DELITOS DE REBELIÓN Y SEDICIÓN, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de justicia Militar.
b) La objeción de conciencia a la prestación del servido militar, por motivos éticos o religiosos.
c) Los delitos de denegación de auxilio a la Justicia por la negativa a revelar hechos de naturaleza política, conocidos en el ejercicio profesional.
d) Los actos de expresión de opinión, realizados a través de prensa, imprenta o cualquier otro medio de comunicación.
e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.
De este segundo artículo me he permitido resaltar las palabras “DELITOS DE REBELIÓN Y SEDICIÓN” como delitos amnistiados sumamente significativos, como veremos.
El resto de artículos de la ley hasta el 12 en el que se establecía la entrada en vigor para el día de su publicación, viene a redundar en la idea de la amnistía global. Resulta obvio e innegable que la ley se promulgó pensando más en una parte que otra de quienes vivieron la dictadura franquista. Pienso, además, que intencionadamente se puso fecha final a los actos amnistiados, pero no inicial con la idea de poder salvaguardar hechos previos a la dictadura, es decir, hechos relativos al menos a la guerra civil y al golpe de estado que la provocó.
Sin embargo, aunque pueda doler la interpretación legal que se ha hecho de esta ley, y aquí tendrían mucho que justificar los políticos y, sobre todo, algunos jueces en lo referente a la amnistía de los delitos que supusieron “…violencia grave contra la vida o la integridad de las personas”, es necesario reconocer que propició un contexto algo más cordial, desde un punto de vista social, para la reconciliación de un país quebrado, por más que esta reconciliación esconda un rencor aún presente hoy en día y que no desaparecerá hasta transcurridas algunas generaciones más. Téngase por dado el siguiente aforismo: el rencor social no tiene cura, solo se supera cuando el tiempo provoca su olvido.
Dicho esto, permítaseme la siguiente reflexión. Si se perdonaron —podemos usar el término legal de amnistía que se diferencia del indulto en que este último es personal, mientras el primero es general— delitos tan graves como la “rebelión y sedición” que trajeron como consecuencia muerte, desolación, dolor, hambre y sufrimiento —por no entrar en las consecuencias económicas que provocó en ciertos sectores de la población española— con la finalidad de reconciliar un país quebrado, enfrentado y esquilmado, no alcanzo a entender, si aplicamos el sentido común, qué problema hay en amnistiar a un señor con aspecto de merodeador errático, desarrapado y mal peinado que gastó algunos millones de euros de las arcas públicas para montar un vergonzoso referéndum de autodeterminación y que promulgó durante algunos segundos la república catalana independiente de España. Estoy en contra de los indultos porque quien tiene la potestad de otorgarlos lo hace de forma arbitraria y discrecional buscando su beneficio y el de sus amigos. Estoy en contra de la amnistía puesto que en nuestra sociedad se ha establecido de forma consensuada, aunque obligada, para conservar ciertos parámetros de convivencia que quien la hace debe pagarla y ya hay demasiados que escapan de este principio básico de coexistencia como para que vengan unos a perdonar en masa a quienes han delinquido. Pero, dicho esto, creo que si estos gestos sirven para alcanzar un beneficio mayor bienvenidos sean. No seré yo quien me oponga, aunque de hacerlo, tampoco serviría de mucho, ya saben, por suerte vivimos en democracia, parlamentaria, para mayor detalle.
Así pues, ahora puedo afirmar con firmeza, amparado por la historia reciente de nuestro país y de nuestra legislación, que quienes reniegan de la amnistía, curiosamente herederos de una gran mayoría de los amnistiados del 1977, son unos hipócritas de ínfimo calado intelectual y con escasa memoria o, tal vez, singular memoria selectiva.
También puedo afirmar que me hubiese encantado haber estudiado, por ejemplo, mi bachillerato en inglés, francés y alemán, incluso puede que chino, además del español. No me habría interesado, ni me interesa en la actualidad, haberlo hecho en catalán, vasco o gallego, como tampoco me habría atraído hacerlo en castúo, fala o rayano —busquen, busquen…—. No pude hacerlo porque no existían esos recursos a disposición de los estudiantes de clases trabajadoras ni podrán hacerlo ahora mis hijos por los mismos motivos. Sin embargo, envidio aquellas regiones —comunidades, estados países o como quieran llamarlos— que tienen la posibilidad de aprender más de un idioma materno. En este sentido, ojalá tuviésemos implantado en Extremadura el castúo, la fala o el rayano como lengua cooficial al igual que ocurre en Cataluña, el País Vasco o Galicia con sus respectivas lenguas. Para ello solo sería necesario que los extremeños votasen a un partido que promulgase una Extremadura independiente. Supongo que no se dará el caso. En cualquier caso, me parece un sinsentido y una provocación innecesaria a la mayoría de la sociedad para el regocijo de unos pocos, forzar el uso de una lengua de alcance regional en las Cortes de un país con una lengua mayoritaria. Entiendo y comparto la reivindicación de lenguas menos expandidas que otras, pero me parece una desfachatez intentar imponerlas a la fuerza por la vía del chantaje político y no la reivindicación, puesto que se trata de un camino cuyo origen es conocido —solo hay que revisar la historia—, pero cuyo fin, aunque no se sepa, se intuye y no es halagüeño. Así pues, pienso que debemos amnistiar también a las lenguas para todos aquellos que elijan la que quieran y puedan, y no discriminarlas. Lograrlo es bien sencillo: facilitemos en el Parlamento, en las Cortes o donde quiera que haya un político que promulgue su lengua local frente a la nacional, un sistema de traducción que le permita escuchar lo que se dice en el Parlamento, en las Cortes o donde quiera que sea, en su lengua mientras quienes tienen uso de la palabra la ejerzan en español. Esto sí es una reivindicación, insisto, lo otro es un chantaje. El español es la lengua mayoritaria con diferencia del país en el que residen porque, conviene recordarles, en mi casa, cuando escucho lo que dicen los parlamentarios —seguramente lo hago con más frecuencia de lo que debería— no dispongo de un sistema de traducción que me permita entender lo que dicen si lo hacen en otro idioma que no sea el español, salvo, claro está que quieran pagarme la cantidad que proceda para poder incorporar a mis dispositivos un sistema de traducción instantáneo que me permita comprender lo que dicen. Y puestos a pedir, debería salir de sus bolsillos, no del de todos. Es mi derecho entender qué dicen los políticos acerca de mi país, aunque en muchas ocasiones no los comprenda.
Imagen del diputado de ERC, Gabriel Rufián, junto al “expresident” Carles Puigdemont. EFE, 2020.
En Mérida a 24 de septiembre de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
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