domingo, 18 de diciembre de 2016
Maluma es culpa nuestra.
Aquellos que tienen la suerte —o la desgracia, según se mire— de erigirse
como espejo de muchos, de ser la aspiración de un gran número de personas, de estar
en boca de todos, tienen el compromiso indiscutible e incontestable de ejercer con
responsabilidad esa suerte de liderazgo que ejercen, tienen que hacerlo de
forma responsable sobre quienes le han elegido consciente o inconscientemente —al
respecto de esto sobre los medios de comunicación recae una grave servidumbre—
como adalid de sus aspiraciones, de sus sueños o de sus pasiones, tanto da. Estos jóvenes, normalmente guapos, adinerados y “exitosos” —si es que podemos entender por
éxito lo que nos muestran de ellos— ofrecen a su público lo que desean,
aunque el origen de este deseo no esté en ellos mismos, sino que haya sido introducido
—embebido que traducirían los anglosajones— a base de repetición de un
estereotipo que resulta, hoy en día, rentable en términos económicos para
cierto perfil de empresa multinacional. Pues bien, se exceden, estas empresas
se exceden, se les ha ido de las manos esta burda manipulación, pero, sin
embargo, los réditos monetarios no dejan de incrementarse, y asistimos
incrédulos —no tanto en realidad si se hace una lectura sesuda de esta industria—
a los anuales anuncios de nuevos y mayores beneficios ofrecidos para captar la
atención de cautos e incautos inversores que aseguren una vida llena de oprobio
y opulencia que sus directivos y propietarios deben sufragar. El problema es
que precisamente este cruel y animal lucro, así como el egoísmo asociado
directamente al mismo impide que rectifiquen en sus políticas empresariales y
sigan produciendo productos que encajen en el perfil que les interesa
económicamente, transformando la voluntad de cuantas más personas mejor para
dirigirlas hacia el consumo casi desesperado de sus productos.
Este comportamiento es deplorable, sobre todo porque no creo que pueda
surgir desde la casualidad, es fruto de una intencionada pero nada torpe operación
que cuenta con la connivencia de muchos, todos ellos interesados de una u otra
forma en la obtención de réditos económicos. Esta situación no me resulta
especialmente simpática, no me hace demasiada gracia comprobar cómo los niños
imitan el comportamiento de ciertos deportistas o cantantes o actores, cómo se
peinan como ellos, andan como ellos, hablan como ellos, ansían llevar sus
mismas zapatillas o pantalones o camisas, y compran —o piden que se les
compren— cualquier estupidez que las marcas patrocinadoras hacen llevar a estos
famosos, tan fanfarrones y presumidos como incultos en su mayoría. Estos
jóvenes de éxito pasajero que no llenarán las páginas de los libros de historia
—al menos ese es mi deseo— no comprenden la responsabilidad que tienen sobre
sus espaldas, no entienden que ser el espejo en que se miran miles de chicos y
chicas les obliga a fomentar unos valores —seguramente contrarios a los que
persiguen sus marcas comerciales— que son los que deberían absorber y asumir quienes
les siguen, pero no es así, al parecer la moda está en ser malo, en despertar
cierto admirado temor u odio para poder sobresalir, resaltar e incluso, ya en
los círculos sociales más íntimos, poder ser aceptado. Tristemente sorprendente.
El problema real llega cuando esta situación alcanza rango de tragedia, cuando
atenta directamente contra la integridad física de las personas, cuando estos
comportamientos fomentados por quienes impulsan el éxito de estos pobres ricos
infelices, también manipulados en la nube de algodones en que les hacen vivir,
incita directamente al consumo de drogas, al daño sobre el prójimo o al
maltrato de las mujeres. Aquí se sobrepasa el límite. Aquí es cuando no
deberíamos permitir estos comportamientos, cuando deberíamos, como sociedad
medianamente responsable y preocupada por sus futuras generaciones, prohibirlos
y erradicarlos, pero previamente sería necesario estudiarlos en profundidad
para comprenderlos y hacer lo posible por evitarlos. Como ocurre en tantas
ocasiones, esto atañe a la educación y esta no está de moda.
Detrás de la letra de una canción, como la de este cantante, Maluma, “Cuatro
babys” para más referencia, que se haya convertido en un éxito y que llegue a
los oídos —y a los ojos a través del vídeo del que se acompaña— de millones de
personas no hay, hoy en día, una única persona. Ese tema no ha pasado
exclusivamente por las manos de un responsable, debe de haber cientos de
personas que hayan colaborado e impulsado esas letras y me cuesta creer que
entre ellos no haya habido siquiera uno que haya planteado la improcedencia de
esa letra. Me cuesta creer que nadie se haya parado a reflexionar sobre el daño
que podría causar en la sociedad normalizar un comportamiento vejatorio contra
las mujeres como el que narra este cantante. Resulta sorprendente asumir esa
conducta como natural e incorporarla a la sociedad sin pudor.
Ahora bien, este no es el primer cantante —que desconoce cómo es su
pobreza porque en su mundo solo existe la riqueza económica— que con actitud
más o menos chulesca canta sus “éxitos” con las mujeres cosificándolas y
justificando sus prácticas vejatorias contra ellas descritas de forma más o
menos sutil. Ni será el último. Esto, al parecer, da dinero, de forma más o
menos directa, resulta productivo económicamente, y contra esto parece que nada
ni nadie puede luchar. El poder del dinero trasciende la dignidad de las personas.
Qué podemos esperar en este escenario de nuestra sociedad. No seamos ingenuos,
no nos llevemos las manos a la cabeza cuando surja la tragedia, cuando los
medios de comunicación nos sorprendan —cómo podemos sorprendernos aún con esto—
con asesinatos de mujeres a manos de sus parejas. Dejémonos de pamplinas y
actuemos firmemente, con convicción, desde la educación, desde la base, me temo
que es la única vía para poner fin a esta lacra.
Imagen: instagram
En Sevilla a 18 de diciembre de 2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
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Política y sociedad.