Soy prestador de servicios. También soy arquitecto —y algunas otras
cosas más—, pero eso es una cuestión menor. Ahora debo hacer una confesión:
Volveré a presentarme a una licitación pública que encaje en el perfil técnico
que, con tanto esfuerzo a lo largo de años y años, he conseguido. Lo haré preparando
la mejor oferta técnica capaz de ofrecer, siguiendo escrupulosamente y una a
una las prescripciones indicadas en el pliego de condiciones técnicas, no me
saltaré ni una sola y reflejaré en el documento, que formará parte del sobre 2
—pido disculpas por el aparente desorden—, cada detalle que venga solicitado en
dicho pliego y otras características, aportaciones y mejoras que, fruto del
trabajo y de la profunda la reflexión y estudio, se nos ocurran a todos los que
formamos parte del equipo que preparará dicha propuesta para que sea sometida
al correspondiente juicio de valor, cuestión esta que me llama poderosamente la
atención como aclararé posteriormente, y se cuantifique su puntuación.
En esa nueva oferta que presentaremos, también se incluirá la documentación
personal que constituirá el sobre 3 —aunque será el primero que se abra por
parte de la Mesa de Contratación constituida para evaluar las propuestas—. Esta
documentación, de un tiempo a esta parte, aunque desgraciadamente no en todas
las licitaciones, se resuelve con una declaración responsable en la que se
indica que se cumplen los requisitos establecidos para que se pueda
cumplimentar el contrato de la prestación de servicios en el caso de resultar adjudicatario.
Si esa declaración no está contemplada en el pliego, deberemos recabar, como si
se tratase de una extraña yincana,
toda suerte de documentos, certificados y demás papelería, normalmente
originales o compulsados, que terminarán, en el mejor de los casos, en un
archivo oscuro y lúgubre pudriéndose año tras año, hasta que, transcurrido
cierto tiempo, alguien recuerde que debe destruirse esa información. Pero,
fíjense bien, que recabar toda esta información no es lo peor, con diferencia, de
esta parte de la licitación. Lo denigrante, permítanme esa expresión sin ánimo
de ofender, es que esa solvencia técnica deba justificarse en base a unos
criterios que establezca la Administración licitante que pretendan asegurar,
positivamente a mi entender, que el resultado final del servicio solicitado sea
excelente, —no se pueden imaginar qué hilarante risa me provoca esto, siempre
desde el máximo respeto al órgano licitante—. Vayamos por partes: Si todo el
equipo que se presenta a la licitación tiene que tener cierta titulación y
cualificación, ¿no sería eso suficiente para acreditar que el trabajo o el
servicio que se pide vaya a efectuarse convenientemente? Al parecer no, y puedo
entenderlo porque lo he vivido y sufrido en primera persona. No tiene mucho
sentido que ciertos equipos queramos optar a prestar un servicio específico que
la administración requiera y no hayamos hecho nunca algo parecido. Me parece
coherente que la Administración no quiera poner en riesgo el dinero público
permitiendo que equipos inexpertos manejen ciertos presupuestos elevados. Pero
esto tiene una doble derivada a la que añadiré un corolario que se vincula
directamente con el contenido del sobre 1.
Primera derivada: A nadie se le escapa que estamos en una situación de
profunda crisis que ha tenido como consecuencia una drástica reducción de
presupuestos en la Administración que ha provocado la supresión, en los últimos
tiempos, de muchas actuaciones y, consecuentemente, de servicios que han dejado
de licitarse. Pues bien, en esta coyuntura, me pregunto qué prestador de
servicios ha conseguido mantener trabajos o servicios en los últimos años iguales
o que superen en no sé cuántas veces el importe de la licitación que se está
convocando —este es el criterio que justifica la solvencia técnica normalmente—.
Evidentemente los hay, afortunados ellos, de eso no me cabe duda alguna, puesto
que, aunque se hayan realizado pocos trabajos en los últimos tiempos, hay necesidades
mínimas que cubrir y alguien debe haberlas efectuado, pero, resulta obvio, que
el número de equipos técnicos será muy reducido con lo que la licitación se
verá muy limitada y serán “siempre” los mismos quienes opten a la adjudicación,
reduciendo las posibilidades a otros equipos igualmente válidos. ¿Y por qué
estos equipos serían igualmente válidos si no han ejecutado trabajos similares
en los últimos tiempos? Pues por varios motivos: El primero es porque puede que
lo hayan hecho con antelación. Es decir, me cuesta creer que alguien que haya
diseñado, pongamos por caso, un hospital hace cuatro años, haya olvidado
totalmente el proceso para poder realizar uno ahora, sin embargo, tal vez, no
ha tenido la suerte de proyectar ninguno en los últimos tres años —criterio
temporal bastante común en las licitaciones— con lo que ya no tiene posibilidad
de concursar. ¡Hombre!, pues no parece razonable, tal vez lo coherente sería
establecer un criterio de clasificación que pudiera ir adquiriéndose
sucesivamente con los diferentes servicios prestados y que pudiera renovarse,
sin caer en caducidad, y que permitiese a los equipos licitadores demostrar su
solvencia. El segundo motivo sencillamente responde a cuestiones de tipo
formativo. Si un profesional presta un servicio porque tiene un título, se
supone que está capacitado para hacerlo y si no lo está, por una cuestión de
honradez y deontología, sencillamente no debería presentarse, pero es que,
además, en la propia propuesta técnica —esa que forma parte del sobre 2
anteriormente citado— ha tenido previamente que demostrar, siguiendo el orden
lógico de apertura de plicas, sus conocimientos acerca del servicio solicitado.
Alguien podrá decir que eso no es suficiente y puede ser que tenga razón, pero,
sin embargo, no se me ocurre qué sentido puede tener entonces exigir una
titulación específica si puede demostrar haber efectuado servicios similares en
los últimos años, ¿no es ese el sentido de las sociedades profesionales? Lo
único que hace falta es tener dinero para poder contratar —o alquilar—
prestadores de servicios con la experiencia necesaria, cosa solamente al
alcance de los más adinerados.
Segunda derivada o el dilema de la pescadilla que se muerde la cola:
Si hoy en día es difícil encontrar trabajo en el ámbito de lo público —y de lo privado—,
cuánto más no lo será para aquellos que no han tenido la oportunidad de
encontrarlo, incluso solventando este principio excluyente que impone la Administración.
Es decir, no puedo licitar porque no cumplo los requisitos y como no cumplo los
requisitos no puedo prestar el servicio ni optar a futuras licitaciones y así
sucesivamente hasta que uno termina abandonando la profesión por la que ha
luchado tanto hastiado e indignado.
Todo esto trae un corolario evidente que, como anticipaba, tiene que
ver con el sobre 1. Ese maldito sobre que recoge la oferta económica, la “baja”
que se hace sobre la base de licitación propuesta por la Administración. Primera
cuestión: La administración necesita imperiosamente justificar de forma
objetiva la adjudicación de un contrato y, como es obvio, una oferta económica
es un dato inapelablemente objetivo. Claro que sí. Sin lugar a dudas.
Indiscutiblemente. Pero, que de una oferta global, la parte económica
constituya el 60 o el 70% —incluso en algunas ocasiones mucho más— de dicha
propuesta hace que dicha oferta se convierta en algo muy parecido a una subasta
y se desvirtúe el concurso, entonces, a cuento de qué viene ese afán,
encomiable dicho sea de paso, de velar por la calidad y asegurar la solvencia
técnica del licitador de forma excluyente. No tiene ningún sentido si,
finalmente, lo más determinante es el precio del servicio, sobre todo cuando la
Ley de Contratos de 2011 —hasta donde humildemente sé, aunque en esto los interventores
son más versados— no especifica qué cuantía de la puntuación debe estar
determinada por el importe de la licitación. Veamos cuál es la filosofía de la
Ley de Contratos —que, hasta donde sé, tiene los días contados por no haber
traspuesto el Gobierno la última directiva europea en materia de contratación
pública— según indica literalmente su Artículo 1 del Título Preliminar en forma
de rimbombante declaración de intenciones:
“La presente Ley tiene por
objeto regular la contratación del sector público, a fin de garantizar que la
misma se ajusta a los principios de libertad de acceso a las licitaciones,
publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e
igualdad de trato entre los candidatos, y de asegurar, en conexión con el
objetivo de estabilidad presupuestaria y control del gasto, una eficiente
utilización de los fondos destinados a la realización de obras, la adquisición
de bienes y la contratación de servicios mediante la exigencia de la definición
previa de las necesidades a satisfacer, la salvaguarda de la libre competencia
y la selección de la oferta económicamente más ventajosa.”
Solo esta suerte de introducción daría mucho que discutir, pero me voy
a limitar a reseñar los conceptos más básicos que transmite y que son, en mi
personal opinión, los más determinantes y, seguramente, los menos cumplidos:
Libertad de acceso a las licitaciones y no discriminación e igualdad de trato,
asegurar una eficiente utilización de los fondos públicos, y, por último, selección
de la oferta económicamente más ventajosa. Esta última cuestión podría dar pie
a confusiones, pero la propia ley lo aclara en su Artículo 150:
“Para la valoración de las
proposiciones y la determinación de la oferta económicamente más ventajosa
deberá atenderse a criterios directamente vinculados al objeto del contrato,
tales como la calidad, el precio, la fórmula utilizable para revisar las
retribuciones ligadas a la utilización de la obra o a la prestación del servicio,
el plazo de ejecución o entrega de la prestación, el coste de utilización, las
características medioambientales o vinculadas con la satisfacción de exigencias
sociales que respondan a necesidades, definidas en las especificaciones del
contrato, propias de las categorías de población especialmente desfavorecidas a
las que pertenezcan los usuarios o beneficiarios de las prestaciones a
contratar, la rentabilidad, el valor técnico, las características estéticas o
funcionales, la disponibilidad y coste de los repuestos, el mantenimiento, la
asistencia técnica, el servicio postventa u otros semejantes...”
Es decir, que el precio es solo uno de los criterios y no se indica en
ningún sitio —insisto, hasta donde he podido ver— que deba ser el más valorado,
de hecho, parece contradecir el objeto de la oferta económicamente más
ventajosa. Es más, la propia ley indica en el mismo artículo que si solo se
aplica un único criterio de adjudicación, entonces sí, este debe ser exclusivamente
el económico. Entiendo que la Administración contemple esta circunstancia
esporádicamente.
“… Cuando sólo se utilice un
criterio de adjudicación, éste ha de ser, necesariamente, el del precio más
bajo.”
En definitiva, si pedimos calidad, y estoy de acuerdo en ello, pero se
valora el criterio económico con porcentajes tan alto, resulta complicado lograrlo
cuando, permítaseme la exageración, podría presentarse una magnífica oferta
económica —entiéndase magnífica como desmesurada, sin entrar en la temeridad,
justificable legalmente, de otra parte, de forma simple— y conseguir,
prácticamente sin realizar una propuesta técnica medianamente digna, la adjudicación
del contrato. En este sentido, debería ser práctica habitual y obligatoria que la Administración publicase íntegramente —y en un lugar fácilmente accesible, cuestión esta que con los medios tecnológicos actuales es muy sencillo— las propuestas presentadas a cualquier concurso y no solo la oferta económica por varios motivos: En primer lugar, la transparencia a la que se refiere el artículo citado previamente. De este modo, y por una cuestión de higiene social, eliminaríamos las posibles suspicacias que podrían suscitar las valoraciones subjetivas y evitaríamos la arbitrariedad en las mismas, pero, en segundo lugar y no menos importante, porque de este modo mejoraríamos la calidad de las sucesivas ofertas cara a los siguientes licitadores que tendrían referencias previas para futuras propuestas.
De otra parte, ¿no es la propia Administración la que establece el
precio de licitación? ¿No tiene la Administración técnicos cualificados
capacitados para determinar las necesidades del servicio a efectuar y valorarlo?,
entonces, ¿qué sentido tiene provocar bajas abusivas? Evidentemente la culpa es
nuestra, de los profesionales que licitan, eso es indiscutible, pero debe
entenderse que la necesidad es muy cruel y, sobre todo, me parece que la
Administración debería evitar fomentar esa crueldad. Si lo comparamos con una
oferta privada en la que, delante de una mesa de negociación, el promotor
solicita una rebaja en la propuesta de servicios presentada y el técnico ofrece
una baja del 30%, ¿no sería lícito que el promotor pensara que antes estaba
intentando timarle?, si yo fuese el promotor estaría asustado si me ofreciese
semejante baja, ¿verdad?, ¿me fiaría de alguien que rebajase sus honorarios
tanto?, no sé, no me sentiría cómodo porque el primer pensamiento, si tuviese
la certeza de que no hay engaño de por medio, es que de algún sitio deberá
quitar para poder ofrecer el mismo servicio por menos dinero, a no ser que sea
un profesional que tiene en tan alta estima la profesión, que no le importa
perder dinero al prestar el servicio —y los hay, aseguro que los hay, y,
desgraciadamente reconozco encontrarme entre esos, por muy indigno que esto
pueda parecer para satisfacción y regocijo de la Administración y de los Promotores
Privados.
No tengo la solución, lo confieso, pero tengo claro que pedir “duros a
cuatro pesetas” es sinónimo de desastre. Es difícilmente creíble que podamos
encontrar un servicio bueno, bonito y barato. No digo que sea imposible, pero
es improbable, por más que el “mercado” se empeñe en hallarlo, destruyendo a
muchos buenos profesionales que acaban subcontratados a precios más miserables
aún que los licitados para ejecutar el servicio del que ha resultado adjudicatario.
Desgraciadamente las consecuencias de estas actitudes terminan pasando su
correspondiente factura que se traduce en sobrecostes para la ciudadanía.
Tal vez sería interesante revisar los conceptos de subjetividad en los
juicios de valor. Al igual que la Administración tiene magníficos técnicos
capacitados para evaluar económicamente un servicio, estos mismos técnicos tendrían
capacitación suficiente para evaluar de forma ecuánime y equitativa las
propuestas técnicas, puesto que hay cuestiones indiscutiblemente objetivas en
las mismas sin necesidad de que sean necesariamente numéricas —al menos eso
creo— o incluso siéndolo, pero esto, claro está, seguramente resulta más
comprometido para la Administración, y también lo entiendo pues lo he sufrido,
aunque en este caso no lo comparta.
En fin, rogaría a la Administración que revisase los procesos de
selección de propuestas en las licitaciones. Sé que es poco menos que un canto
al sol, una utopía soñada por muchos que posiblemente nunca veremos cumplida,
pero se trata de un pensamiento que flota en la mente de muchos profesionales
que nos dedicamos a prestar servicios. Aunque, como dije al principio de este
texto, volveré a presentarme a un concurso en el que no me excluyan de partida puesto
que, independientemente del resultado del mismo y del nivel de indignidad al
que llegue con la baja —que será elevada, ya lo anticipo, la baja y la
indignidad—, independientemente del esfuerzo gratuitamente ofrecido a la
Administración con la propuesta elaborada y salvando las dudas —razonables o fruto
de la envidia y la frustración, que de eso también hay— que surjan tras el
resultado, son una buena carta de presentación a la misma Administración para
solicitar trabajos “menores” que la propia Administración tiene la facultad de
ofrecer y con los que los profesionales prestadores de servicios estamos muy sinceramente
agradecidos.
Ahora viene el planteamiento demagógico, ese que gusta tanto, aunque
sea fútil, pero que, en este caso, me parece muy educativo, esclarecedor y ejemplificante —con dos muestras—.
Va la primera: Supongamos que usted tiene que operarse de alguna
enfermedad, la que sea, puede ser más o menos grave…, pero consideremos para
este ejemplo que se trata de una enfermedad que no es demasiado peligrosa. Permítaseme
suponer también que querría el mejor facultativo, el que más garantías le
ofreciese, el que mejor resultado pudiese dar, pero imagine que nuestro
servicio de Seguridad Social —o el del seguro médico privado de turno—
establece que para decidir quién le opera debe convocarse un concurso público
al que solo pueden presentarse los médicos con seguro en vigor, capacitación y
titulación homologada. Hasta ahí todo bien, sin pegas. Pero resulta que el
concurso se resuelve porque uno de los facultativos ha ofrecido una baja del 40%
sobre el coste estimado del servicio de la operación. Usted, que ha participado
en el proceso de selección, ha visto cómo algunas de las propuestas eran
magníficas, con soluciones médicamente muy estudiadas, pero como la parte económica
de dicho concurso cuantificaba en 70 puntos sobre 100, ninguna de esas
propuestas ha sido capaz de remontar la baja del 40% efectuada por el
facultativo en cuestión. También ha tenido la oportunidad de ver cómo la propuesta
técnica de este médico era básica, escueta, incluso con algunos errores que han
provocado que su puntuación en ese apartado haya sido baja. En definitiva, tras
la apertura de esta parte técnica —sobre 2— ha deseado que no fuese ese médico
el que le operase. Sin embargo, con la oferta económica abierta en último
lugar, ha visto cómo ha remontado fácilmente su posición inicial quedando
posicionado en primer lugar. Le va a operar. ¿Se sentiría seguro sabiendo que
esa baja tiene que salir del servicio que le va a prestar? Tal vez contrate
para efectuar la operación a otro médico menos experimentado que pueda soportar
la rebaja sobre la rebaja que le ofrecerá el adjudicatario. Yo personalmente no
me sentiría seguro, aunque, mucho cuidado, porque puede ser un magnífico
profesional y puede que la operación termine siendo un éxito que le satisfaga
plenamente, pero reconocerá que la duda la tuvo hasta antes de entrar en el
quirófano y recibir la anestesia. La tranquilidad también tiene un precio y, llegados
a este punto, reconozco que una oferta económica más alta tampoco puede asegurar
nada, a pesar de que, a priori, ofrecería alguna garantía más.
Ahora la segunda muestra: La Administración es por definición prestadora
de servicios, y sus trabajadores de toda índole también lo son. Pues bien, qué
le parecería si yo, como administrado, cuando me acercase a la Administración
para tramitar un expediente exigiese que, puesto que pago mis impuestos, estos
se cuantificasen en función de un procedimiento concurrencial en el que la
remuneración del servicio que requisiese se licitase públicamente. Me explico, imagínese
que necesito que se tramite un expediente, el que sea, que cuesta un dinero. Pues
bien, para que el trabajador público lo desarrollase y cobrase su sueldo por
esa prestación de servicio debería concursar y competir con otros trabajadores
de la Administración. En primer lugar, debería demostrar su solvencia técnica y
ya le anticipo que en el pliego se indicaría que no sería suficiente con haber obtenido
la plaza vía oposición, habría, por ejemplo, que demostrar haber tramitado
expedientes similares en los últimos tres años con la necesaria indicación de
satisfacción por parte del promotor. Pero además de eso, el trabajador debería
ofrecer una baja, para intentar obtener el servicio y poder cobrar su suelo
que, lógicamente, se vería mermado con respecto a las expectativas iniciales,
si tiene la suerte de resultar adjudicatario. ¿Absurdo? Pues es lo habitual.
Pero voy más lejos y lo extiendo a los políticos que, al fin y al cabo, también
son prestadores de servicios que cobran una remuneración por su trabajo, ¿no?
Sinceramente creo que el sistema de licitaciones no es el mejor
posible. No tengo la solución, aunque se pueden hacer propuestas desde nuestro
colectivo, si alguien quiere escucharlas, para mejorar el proceso. Tal vez
toque una revisión profunda y consensuada del sistema entre los licitadores y
los licitantes para que todos tengan la posibilidad de exponer sus experiencias
e intentar mejorarlo para beneficio de todos, absolutamente de todos.
Imagen: Imagen libre de internet.
En Plasencia a 11 de diciembre de 2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
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