La pelota cuadrada.




Hay un país muy difícil de encontrar, muy lejano y recóndito en el que solo viven pelotas. Sí, pelotas, y sí, viven. Las pelotas en ese país tienen vida por extraño que pueda parecer: ruedan, botan, saltan. La verdad es que tienen una vida de lo más alegre. No creo que haya en ese país una pelota que lo pase mal. Bueno, tal vez esa aseveración sea excesiva, aunque no creo haber conocido ninguna pelota triste. Si lo piensas bien es lógico, incluso entre aquellas que podemos encontrar entre nosotros, aquellas que supuestamente no tienen vida propia, ¿alguno cree que pueda haber alguna pelota aburrida? Solo se aburrirá si no hay ningún niño cercano que juegue con ella, entonces sí, si está abandonada en alguna esquina o metida en algún cajón, entonces sería fácil comprender que estuviese aburrida. Pero eso no es lo habitual y en aquel lejano país tampoco.

Allí había pelotas grandes, pequeñas, rojas, naranjas, blancas, incluso amarillas. Las había de caucho, de cuero, de goma, hasta de plástico. Había pelotas de fútbol, algunas muy nuevas, otras casi deshilachadas; de balonmano que son más pequeñas, aunque igual de duras cuando golpeaban; de voleibol cuyos rebotes son magníficos, de baloncesto capaces de botar a gran altura; también de rugby, que eran con diferencia las más divertidas; pelotas de pin pon, tan ligeras que dejaban que el aire las llevase a cualquier sitio; pelotas de golf, duras, pesadas, de difícil manejo; pero siempre, siempre estaban jugando.

Las más pequeñas se juntaban en el parque, allí hacían lo mismo que sus padres: saltar, rodar, botar, a algunas les costaba mucho hacer lo mismo, pero a otras se les daba bien desde que prácticamente nacían. Se divertían, se chocaban y salían rebotadas, se subían a los árboles y saltaban para ver quién llegaba más alto tras tocar el suelo; hacían carreras y también intentaban pasar por aros, o entrar en porterías. Lo pasaban fenomenal.

Un día llegó una pelota diferente. Era una pelota muy extraña, era cuadrada, bueno en realidad tenía forma de cubo y sus seis caras eran cuadradas. La pelota apareció sin más. Nadie la esperaba y, por supuesto, ninguna esperaba que una pelota pudiera tener esa forma. Los mayores del lugar, las pelotas que más campos de juego habían visto se quedaron estupefactas cuando las pequeñas pelotas les contaron que una pelota cuadrada había llegado. Al principio no las creyeron, pero cuando la vieron con sus propios ojos reconocieron que era la cosa más extraña que habían visto nunca.

La pelota cuadrada intentaba jugar con las demás, pero le costaba mucho. Si decidían ir a un campo de juego, ella siempre tardaba más que ninguna en llegar y cuando lo hacía ya habían terminado el juego; si querían subir a los árboles, ella, por más que se esforzaba, no lo lograba; si jugaban a rebotar, ella apenas se movía; total un desastre. Al final decidió quedarse en su casa y no salir, sabía que no podía hacer lo mismo que el resto y eso la entristecía. Sus padres, un balón de fútbol bastante mayor y una pelota de baloncesto muy grande, la veían cada día parada en su habitación, apenada, sin moverse. Intentaban consolarla y la animaban a que saliese, pero ella no quería, se sentía muy sola y diferente, demasiado diferente. «¿Quién sabe? —pensaba la pobre pelota cuadrada— tal vez algún día sea como las demás» y permanecía tumbada en su cama sin moverse.

—Pobre pelotita —decía el padre—: ¿qué será de ella?

—Seguro que cambiará —respondía la madre—, solo tenemos que darle tiempo.

Pero la pelota seguía sintiéndose triste y no cambiaba. Una mañana de sábado —sí, en aquel lejano país también había sábados… y domingos—llamaron a la puerta de la casa de la pelota cuadrada. Abrió el padre, pero no vio a nadie. Cerró, pero al cabo de un instante volvió a sonar y el padre, la pelota de fútbol, abrió nuevamente sin que viese a nadie y pensó que se trataba de alguna pelota bromista que quería divertirse a su costa. Entonces una pequeña canica rodó hacia él chocando suavemente: Estoy aquí —le dijo—, abajo. El padre miró y la vio. Sonrió, nunca había visto una pelota tan pequeña. Sabía que existían, pero como eran minúsculas apenas se las veía.

—¿Qué quieres pequeña? —preguntó.

—Buenos días —saludó; era una canica muy educada—. Aquí vive la pelota cuadrada, ¿verdad?

—Sí —contestó el padre—. Es mi hija, ¿qué la quieres?

—Venía a verla.

—Hum… —refunfuñó el padre pensando que su hijo no querría ver a nadie, pero en seguida pensó que tal vez le vendría bien un poco de distracción, así que le dijo—: pasa, pasa, está ahí en su habitación.

La canica pasó delante del padre rodando, diría que orgullosa a pesar de ser tan chiquitita y de no poder saltar porque, de hacerlo, sabía que se rompería. Llegó a la habitación que le había indicado el balón de fútbol, llamó a la puerta golpeándose contra ella y entró. Allí, sobre la cama estaba la pelota cuadrada, tumbada, aburrida, triste.

—Hola —le dijo—, he venido a verte.

La pelota cuadrada la reconoció al instante porque precisamente ella había sido la que siempre la había animado a jugar con todas las demás hasta que se cansó de intentarlo.

—Hola —respondió con tristeza la pelota cuadrada.

—Quiero proponerte algo.

La pelota cuadrada farfulló un «Qué» apenas audible…

La canica que era muy obstinada, seguramente porque era extremadamente dura le dijo:

—Se me ha ocurrido algo que solamente tú puedes hacer y que es muy divertido, pero tienes que confiar en mí.

La pelota fue un poco reticente al principio, pero cuando la canica le contó lo que había imaginado, pensó que, en el fondo, nada tenía que perder y aceptó. Estuvieron un buen rato haciendo cosas en su habitación hasta que salieron. El padre miró a su hija, la pelota cuadrada, y al principio se asustó, pero al instante comprendió de qué se trataba y sonriendo les abrió la puerta:

—Pasadlo bien —les dijo.

Ambas llegaron al parque donde todas las pelotas, balones y bolas estaban jugando. Tardaron en llegar porque la pelota cuadrada se movía muy lentamente, apoyaba una cara y haciendo un gran esfuerzo se volteaba para apoyar otra cara y así, poco a poco, avanzaba. Cuando las vieron llegar, todas las pelotas se acercaron y asombradas le preguntaron a la pelota cuadrada que por qué iba así. La pelota cuadrada y la canica explicaron al unísono de qué se trataba, luego la pelota cuadrada prosiguió:

—Los puntos que hay pintados en cada una de mis caras servirán para hacer muchos juegos, yo me moveré y según la cara que salga tendréis que moveros de una u otra forma…, si salen dos puntos, una de vosotras saltará dos veces, si salen cuatro puntos, cuatro veces, así...

—Pero, además —dijo la canica— podemos hacer muchos otros juegos y también podemos tirarla entre todos y según la cara que salga haremos una cosa u otra.

Todas las pelotas, balones y bolas estaban encantados. Un nuevo juego era lo mejor que les podía pasar. Ellos que siempre estaban jugando, ahora podrían hacerlo de forma diferente. Sería muy divertido. Desde entonces la pelota cuadrada no faltó ni un solo día al parque para jugar y la canica, junto a ella, también participaba en los juegos. Por fin la pelota cuadrada estaba feliz.

Imagen de origen desconocido.


Entre Mérida y Plasencia a 1 de marzo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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