domingo, 10 de marzo de 2019
Lo que ella no fue.
Ella no fue lo que quiso ser. No creo que ni
siquiera lo intentara. Sencillamente no pudo. La vida en el pueblo no fue fácil.
Era un lugar pequeño, aislado, de otro tiempo incluso en aquel tiempo. Su familia
provenía de gente adinerada; en alguna ocasión nos contó la historia de nuestra
estirpe francesa, pero el amor venció y convenció a su madre. La familia no quiso
entender ese amor y no vio bien el matrimonio, así que desapareció el sustento
económico y tuvieron que dedicarse a la forja, el oficio de su padre. Era un
trabajo duro, más cuando su padre falleció y ella tuvo que cuidar de sus
hermanos, de los seis. Tuvo la desgracia de ser la mayor y la obligaron a ser
madre desde niña. Asumió una responsabilidad que no pudo rechazar y eso la
transformó en mujer, aun cuando a su edad debiera haber estado jugando con
muñecas. Cosió, fregó, cocinó y cuidó de sus hermanos. Lo sé porque me lo dijo
su madre. Se casó y cuidó de su marido, de su hija y siguió cuidando de sus
hermanos. Lo sé porque me lo dijo mi madre. Cuidó de sus nietos, de su madre
hasta que murió y siguió cuidando de sus hermanos. Se olvidó de cuidar de ella
misma. Lo sé porque yo mismo lo vi. Después, cuando entendió que ya no la
necesitábamos, murió. Pero lo hizo rodeada de amor, del amor que nosotros, su
familia, le dimos hasta el último instante, aunque el velo del sufrimiento siempre
estuvo merodeando a su alrededor. Ella fue así.
No sé qué quiso ser. Nunca hablamos de sus
intereses o preocupaciones más allá de lo que nos afectaba a nosotros, sus
nietos: a mi hermana y a mí. Ella se dedicó a nosotros como nadie podría
haberlo hecho. Se entregó a la causa de su familia, fuese cual fuese, y lo hizo
con cariño, ese que no tuvo por ella misma, ese que le faltó para hacer lo que
hubiese querido hacer y que, probablemente, nadie le hubiera impedido porque
era una mujer tan fuerte que no se hubiesen atrevido a oponerse a su decisión,
pero eligió el sacrificio. Sé, sin embargo, que le gustaba leer. Cuando sus labores
estaban acabadas, nunca antes, pasaba tardes enteras en el mirador de su casa,
casi a oscuras, ojeando las revistas que le compraba su marido, mi abuelo, y
algunos libros de colecciones a las que se había suscrito. Me viene una a la
memoria: los premios nobeles de los últimos años. De ellos yo mismo tomé
prestado algunos y los leí. Tal vez fue ella la que me insufló el amor por la
lectura. No consigo ponerlo en pie. Hay tiempos del pasado que mi mente ha
transformado en recuerdos, y los recuerdos no son fieles a la realidad, están
manipulados para provocarnos sentimientos que, en mi caso, son de una inmensa felicidad:
el olor del bizcocho recién hecho, con limón y granitos de anís; los dulces,
escondidos bajo un trapo de cocina en la despensa, esperando pacientes mi
llegada del colegio ante su mirada disimulada pero complaciente cuando me
colaba en la alacena para sustraer alguno y deleitarme con su sabor; el pollo
en el hornillo, dentro una cazuela humeante cuya tapa se tambaleaba al compás
del gorgoteo del caldo en el que se iba guisando lentamente, a la espera de que
una mano diestra, la de mi yaya, lo
removiese hasta alcanzar un gusto que hacía las delicias en mi paladar; la
máquina de coser, contaste, eterna en aquellas soporíferas tardes de verano,
zurciendo con su aguja nuestra ropa, rota o descosida, al ritmo del pedal que,
incansable, movía durante horas y horas. Aquel pedal que un día ya nunca volvió
a utilizar. Un accidente le destrozó la pierna y la vida el corazón. No volvió
a ser la misma, su vitalidad se desvaneció, pero nunca dejó de querernos. Estoy
seguro de que habría dado su vida por nosotros; sí, la hubiera entregado
gustosa, de corazón —de hecho, así lo hizo en realidad— y no fue por religión,
fue por amor, por más que quisiese mostrar su fe cada domingo, cada fiesta de
guardar, allí, presente en la iglesia, sempiterna, orgullosa de estar,
sufriendo dolores inconcebibles para nosotros, pero mostrando su fe ante un
dios que parecía no querer escuchar sus plegarias, aunque, tal vez, no pedía para
ella. Sus silencios seguramente guardaban ruegos por nosotros, por nuestra
felicidad, por nuestro futuro. Un futuro que ella nunca tuvo y que consiguió
para su familia a costa de su vida.
Un día olvidó y lloré, lloré
inconsolablemente. Lo hice escondido, como supongo que ella misma hacía cuando
ya no podía más, evitando mostrar debilidad, evitando mostrarse vulnerable para
que nadie dudase de su fuerza, para que nadie quisiese consolarla ni sintiese
pena por ella. Ese día ella se fue por más que siguiese viviendo, ese día dejó
de estar presente ante nosotros, aunque siguió estando en nosotros. No dejamos
de quererla ni un instante, la acompañamos en su largo camino a la muerte
cuidándola como mejor creímos que debíamos hacer. Yo hablaba con ella, le
contaba cosas que sabía que no entendía, le contaba historias de su pasado
vivido por mí y cosas de mi presente que ella no estaba viviendo, pero, sobre
todo, le acariciaba la mano. Lo hacía porque sabía que le gustaba, porque era
lo que ella me hacía cuando era pequeño, cuando era solo un niño que buscaba en
su regazo la protección que no encontraba por mí mismo. Al final se fue y ya no
pude saber qué quiso ser, lo que sé es que fue una mujer fuerte, la mujer más
fuerte que he conocido.
Imagen: Foto Vega. Antonia González Serván,
el día de su boda.
En Mérida a 5 de marzo de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera