La luna cuadrada. Parte viii.



La ambulancia suena atronadora. Solo veo una potente luz blanca. No es el cielo, eso lo sé. Estoy tumbado en una camilla, sujeto por unas correas, imagino que para que no me caiga, porque el tambaleo es tremendo. Debemos ir muy rápido, aunque solo percibo los acelerones y los giros. Alguien me está hablando. Está muy cerca de mi rostro. ¿Qué ha ocurrido? Entreabro los ojos, casi no puedo enfocarle. Los cierro de nuevo. Estoy agotado. Escucho decir: Llevamos un paciente, ha sido golpeado. Posible traumatismo craneoencefálico. Creo que hablan de mí, es seguro, hablan de mí. Han buscado en mis pantalones, supongo que por si encontraban algo que permitiese identificarme. No hay nada. Tan solo una tarjetita del bar de María. Solo eso. La cogí cuando entré allí por primera vez. Nunca entendí por qué un bar o una cafetería o un restaurante ofrece tarjetas de presentación a sus clientes. Aun así, la cogí. Es lo único que llevo en los bolsillos. Eso y las llaves de mi casa, tres llaves sujetas por una arandela. Me abren los ojos y me deslumbran con una linterna. Mis pupilas deben estar contrayéndose asustadas, intento mover los ojos hacia los párpados huyendo de la luz, pero no puedo. Tal vez mis pupilas tampoco estén haciendo lo que se espera de ellas. Debemos tomarle el pulso, oigo gritar. Me conectan unas máquinas y comienzo a oír el reflejo de mi corazón. Suena fuerte. Nunca lo había oído antes. Me gusta. Es un sonido acompasado, rítmico, constante, me atrevería a decir que poderoso. Pierdo la consciencia.

Abro los ojos y solo percibo tranquilidad, sosiego. Todo está a oscuras. Me pregunto si habré muerto. No creo porque lo primero que siento es dolor. Qué extraño sería un cielo en el que se percibiese dolor, aunque, bien pensado, tampoco sé si sería merecedor de ir al paraíso, tal vez esté en el infierno y allí sí que parece probable que, como parte del castigo, se sienta dolor. Estoy tumbado en una cama, tengo algo que me rodea la cabeza y me cubre la frente. Es un vendaje. Es una pena, no estoy muerto. Ese es mi pensamiento. Siento pena por no estar muerto. No es cierto. Nunca he querido estar muerto. No entiendo esa idea que ronda mi cabeza y hago lo posible por borrarla. Giro un poco la cabeza hacia la derecha. El dolor es terrible, pero desde allí proviene la escasa luz que ofrece la penumbra a la habitación y la curiosidad me vence. Allí está la ventana. Tiene echada la persiana, pero las rendijas entre las lamas dejan penetrar una luz oscura, nocturna. Debe ser de noche. La silueta de un extraño objeto desdibuja el perfil de la ventana en su parte más baja. Oigo una respiración pausada. Es un leve ronquido. Hay alguien en la habitación. Por un instante considero la posibilidad de que se trate de otro paciente, pero no puede ser. La habitación, al menos lo que percibo de ella, es demasiado pequeña. No cabrían dos camas. Mis ojos van acostumbrándose a la oscuridad. Ya enfoco con más claridad hasta que la figura que se sienta frente a mí comienza a esclarecerse. ¿María?, lanzo la pregunta como un susurro. No quiero despertarla si es que es ella. Solo puede ser ella. Siento un vuelco en el corazón. Me alegra tanto que esté aquí. Ha sido la tarjeta que tenía en mi bolsillo. Han debido llamar y ella ha accedido a venir. ¿María?, pregunto de nuevo subiendo la voz. Percibo un ligero movimiento. María se está apoltronando en el sillón. Se remueve. Un gruñido anticipa su despertar. Se levanta y enciende la luz. La miro. No es María. Al principio no la reconozco. Estoy a punto de preguntar quién es, pero guardo silencio porque enseguida averiguo que se trata de mi madre. Hace tanto tiempo que no sé de ella que casi había olvidado su rostro. ¿Cómo estás, hijo mío? Pregunta bostezando. Bien, respondo seco. ¿Qué haces aquí?, prosigo yo con las preguntas. Sus ojos son de azul tenebroso, siempre me dieron miedo. Pues, ya ves, responde irónica, aquí pasando las noches en el hospital sentada en un sillón que me está partiendo la espalda. Lo siento, madre, le digo un tanto avergonzado. No te esperaba. Parece que se calma un poco. Me llamaron preguntándome si tenía un hijo. Les dije que sí, que, salvo que hubiese ocurrido algo, lo tenía. Lo dije por miedo a lo que iba a escuchar, pensé que me iban a decir que habías muerto, pero lo que me contaron fue que estabas en el hospital, que te habían dado una paliza y estabas hospitalizado, que era grave, pero que no entrañaba peligro. Dijeron entrañaba, nunca antes había oído esa palabra. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?, le pregunto. Pues creo que tres o cuatro días… No estoy segura. ¿Cómo puede no estar segura?, pienso. Bueno, mamá, supongo que debo darte las gracias. No hay de qué, hijo mío. Voy a avisar al médico, me dijeron que era cuestión de tiempo que recobrases la consciencia y que debía avisar inmediatamente si te recuperabas de la conmoción. Ahora vuelvo. Veo como sale de la habitación y percibo la tenue luz del pasillo arrastrándose incómoda hacia el interior de mi habitación según va abriéndose la puerta, para alejarse nuevamente al cerrarse. El dolor me vence y no consigo mantener los ojos abiertos.

¡Juan!, ¡Juan!, me están tocando ligeramente en la palma de mi mano derecha. Eso me devuelve la consciencia. Abro los ojos: es María.


Imagen de origen desconocido.




Mérida a 17 de marzo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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