domingo, 27 de octubre de 2019
Un cuarto de siglo.
Éramos niños, aunque nos creíamos hombres y
mujeres. Estábamos equivocados; hoy sabemos que estábamos equivocados, pero fue
maravilloso. Creímos conocer el amor y no sabíamos qué era la amistad, no
fuimos capaces de reconocer lo uno ni lo otro. Solo estábamos empezando a vivir. Hoy sí, hoy lo sabemos, aunque la
duda constantemente nos abrume con su neblina, signo de que estamos vimos. Y aquello
que duró poco más de un año, aunque en algunos casos se extendió durante más de
una década antes y después, perduró y ha superado con creces la indolencia que impone
el tiempo. No hay rencores, aunque hubo peleas, no hay reproches, aunque hubo
enfrentamientos. La madurez nos ha permitido modular nuestros recuerdos para
preservar el afecto que es lo que ha resistido incólume el paso del tiempo. Un profundo
cariño de unos con otros, de otros con unos es lo que hemos heredado de aquella
etapa. Es lo que nos deja ese pedacito de vida que compartimos y que después la propia vida se encargó de separar, pero que no fue capaz de desunir. Si esa
fue su intención, fracasó. Y me alegro. Aquello que compartimos subsiste como
un poso que forma parte de nosotros, es consustancial a nuestro ser y no
podemos deshacernos de él, y no queremos deshacernos de él.
Todos éramos iguales, no había diferencias más
allá de nuestro aspecto doblegado por el imperio de la desordenada adolescencia,
amable con unos, cruel con otros, más allá de nuestra naciente personalidad que
arrancaba influida por el compañero de pupitre y por frases sueltas,
desgarradoras en algunos casos, desternillantes en otros, de aquellos profesores
que tuvieron la osadía de mezclarse en nuestra embrionaria individualidad. Esa
incipiente personalidad sería aquella a la que la vida daría un vuelco en años
sucesivos mostrándonos cuán niños fuimos y qué inocencia vestíamos, pero también
nos demostraría lo orgullosos que debemos sentirnos de haber vivido aquella
experiencia y de haberla compartido. Y ahora, de poder recordarla en familia. Y
como tal, poder contarnos lo que la vida, desde que nos separamos hace un cuarto
de siglo, nos ha ofrecido. Contamos lo bueno, escupimos lo malo, buscamos el
consuelo de una distante comprensión que, entre nosotros, con miradas se
resuelve, con sonrisas se reblandece y con fuertes y sinceros abrazos nos
reconforta. Tal vez por otros veinticinco años.
Reunirnos de nuevo relativiza la crueldad de
la distancia física y temporal. Entre aquellos que continuamos juntos el
reencuentro fortalece y consolida la amistad, para los que hacía tiempo que no
coincidíamos, renovamos nuestros votos de afecto —permitidme esta expresión tan
católica, pero es inevitable proviniendo de donde lo hacemos—. Es natural, no podría
ser de otro modo o acaso lo que vivimos, con sus alegrías y tristezas, con sus
encuentros y desencuentros, con sus decepciones y satisfacciones, nuestras
risas y llantos ¿lo cambiaríamos? No creo que nadie, por más que desease en su
momento borrar un gesto, un incidente, una insolencia, quisiera ahora
deshacerse de ello, porque nosotros —lo que hoy somos— venimos en gran medida
de aquello. Y la vida nos ha enseñado a aceptarlo con alegría y con resignación,
tal vez a partes iguales, tal vez con desequilibrios, pero la realidad es que
no seríamos los mismos si aquella etapa hubiera sido otra.
Recordar risas es una extraordinaria terapia
—solo asimilable a la propia risa que estuvo tan presente en nuestro
reencuentro—, sentir el afecto de aquellos que se marcharon —en realidad todos
nos marchamos de todos— reconforta, revivir experiencias te hace sentir único,
rememorar situaciones, hechos, anécdotas, historias e intrigas te rejuvenece
como nada en este mundo. Una frase, una sonrisa, un abrazo del pasado en el
presente es algo que todos necesitamos y que ayer tuvimos con creces. Ni todos
fuimos grandes amigos, ni con todos tuvimos gran afinidad, es natural, éramos
muchos, pero, sin embargo, todos, absolutamente todos, fuimos compañeros. Ese vínculo
nos une y nada lo separará, ni las canas, ni las arrugas, ni la fatiga porque
el recuerdo prevalece por encima del tiempo.
Tengo la convicción de que los que nos
juntamos ayer deseábamos haber sido más. Tengo la convicción de que entre los más
de cincuenta que fuimos en su momento, ayer echamos en falta a muchos. Es lógico.
Ni todos podemos, ni todos sabemos, pero de todos, sin excepción, tuvimos un pedacito;
los que no pudieron venir también estuvieron presentes y para todos sirva este muy
sentido homenaje. Gracias por haber sido y gracias por ser.
Imagen: Promoción del Colegio Salesiano de Mérida,
1993-1994… veinticinco años después.
En Mérida a 27 de octubre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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Etiquetas:
Política y sociedad.,
Un cuarto de siglo.