Cómo separar pueblos unidos... y desunidos. Parte i.



Casos prácticos recientes: España y Reino Unido, entre otros. Parte i.

En la sociedad finisecular del siglo XIX, cuando la incipiente Revolución Industrial comenzaba a marcar las pautas de la venidera Edad Moderna determinando su futuro vinculado abruptamente al comercio, la humanidad más “avanzada”, la occidental, derivaba en tres modelos de tutela de la ciudadanía que convergerían en dos cruentas guerras mundiales y numerosos conflictos bélicos sindicados al poder y al dinero. Dichos modelos eran el capitalismo, el socialismo y el fascismo. Curiosamente los adalides más extremistas de estas tres doctrinas consideraban, respectivamente, que terminarían proporcionando un “deseado” bienestar a los pueblos sometidos a sus directrices. La realidad fue bien distinta. Los soliloquios de los poderosos escondían, tras mensajes populistas, sus verdaderas intenciones. Nadie preguntó. Todos se dejaron, más o menos, mandar.

De forma llamativamente sincopada, aquellos países que apostaron por la industrialización como fuente de desarrollo y crecimiento fueron conquistando con su avidez comercial y de forma beligerante, apoyados en ejércitos modernizados, el resto de países del mundo, en especial aquellos con mayores recursos económicos que eran donde los países occidentales centraban su interés. Todas estas naciones sufrieron la ambición de los países industrializados que más se estaban enriqueciendo, pero cuya codicia no tenía límites. Se trataba de una cruenta carrera por alcanzar el dominio de la humanidad. Los nuevos mercados para el mundo occidental en las postrimerías del XIX y en el arranque del siglo XX fueron Asia y África, pero la lucha por su conquista derivó en conflictos bélicos internos —para justificar su cuota en el pastel global— que adquirieron carácter mundial. De poco sirvieron los ideales de la vetusta y venerable civilización europea —heredada por los Estados Unidos de América— a la hora de invadir pueblos utilizando nuevas tecnologías para matar humanos a una escala sin precedentes. Estas guerras comerciales por la conquista de nuevos mercados se prolongarían hasta la actualidad por más que en tiempos recientes los gobernantes, sometidos a la presión de los poderosos y ávidos de dinero escondidos tras los nombres abstractos de empresas de carácter jurídico, oculten su verdadera intención colonizadora bajo la defensa de derechos humanos o como medidas disuasorias ante posibles conflictos.

El capitalismo se impondría al socialismo y al fascismo en términos brutos, hallando en la democracia su mejor aliado político. Pero el poso de las otras ideologías —fundadas como doctrinas económicas y también políticas— estaba, a pesar de su reciente conformación, demasiado arraigado como para que pasase al olvido y, curiosamente, aquellos países en los que el socialismo fructificó terminaron adquiriendo las costumbres comerciales capitalistas para cubrir sus ansias de poder que perduran hasta la actualidad, mientras que el fascismo, supuestamente derrotado, en realidad ha permanecido latente a la espera de su gran oportunidad. Y ha llegado.

Las mismas revoluciones populares que acontecieron a raíz de las desigualdades sociales que introdujo la industrialización, herencia de las sociedades absolutistas y con anterioridad feudales, resurgen hoy en día ante las extremas diferencias existentes entre las clases. Estas diferencias se ven acrecentadas por la desaparición de los rangos sociales medios, con lo que solo existen dos tipologías económicas aplicables a la sociedad: ricos y pobres. Esta realidad, ya vivida en la historia de la humanidad durante todo el período anterior a la edad industrial desde la aparición de la agricultura que provocó el sedentarismo de los seres humanos, hoy representa un gran problema a consecuencia de la digitalización de la sociedad que permite que todo sea transmitido y conocido de forma inmediata, sea cierto o falso. Este hecho ofrece la posibilidad de una extrema manipulación que la intencionada desculturización del mundo actual facilita sumamente. En este escenario los mensajes populistas, es decir, la tergiversación de las antiguas revoluciones populares auspiciadas por los intelectuales y con un profundo poso reflexivo, calan intensamente en la sociedad. 

Las revoluciones postindustriales lograron ciertas mejoras en las condiciones de los medios de producción, esto es, de la mano de obra, gracias, en la mayor parte de las ocasiones, al derramamiento de sangre. Esas mejoras fueron desapareciendo, tal vez por el acomodamiento de las clases, tal vez por la avaricia de los poderosos, y hoy en día las diferencias, mayores si caben que aquellas, provocan una situación de desafección y odio entre las gentes que encuentra su vía de escape en las nuevas proclamas populistas que, sencillamente, se fundamentan en inculpar a uno más débil o pobre haciéndole responsable de los males de todos. Es la expresión más pueril —y efectiva— del nacionalismo. Y es lo que la gente que sufre desea escuchar. El estado social, en su respetable afán de asegurar unos niveles mínimos de convivencia, tiene mecanismos que ofrecen seguridad e impiden el alzamiento al modo ancestral, pero, razonablemente, ofrece otros que habilitan a los populistas dándoles un altavoz inmejorable en el ámbito político para ofrecer esos mensajes que desea escuchar la gente ofreciéndoles la oportunidad de frenar y eliminar de forma selectiva los avances sociales que la Edad Moderna ha logrado con carácter universal gracias, precisamente, a la democracia, a pesar de que esta se haya visto forzada a unir sus designios de forma ineludible al capitalismo. La gente lo quiere así. Les permite un desahogo que se contrapone a la presión que la asfixia de la desigualdad genera en ellos. Desgraciadamente no saben —ni siquiera es que no quieran saber— que ese camino es sanguinario por las más variadas razones como queda demostrado de forma estadística a lo largo de la historia —esa que aquellos que utilizan esta maldita vía quieren ocultar, tergiversar o incluso inventar para convencer a la gente incauta y confiada—. Utilizan la incultura y el engaño con más o menos sutileza para embaucar a la gente. Y la gente quiere dejarse embaucar porque necesita un escape.

El ensalzamiento de las cuestiones étnicas y lingüísticas como contraposición a una situación social de agravio siempre finaliza con enfrentamientos más o menos beligerantes y sanguinolentos, e incluso bélicos. En especial cuando los discursos zafios y populistas de sus líderes e ideólogos, normalmente llenos de mentiras históricas que les permiten justificar sus proclamas, enaltecen el odio contra los que no poseen los mismos rasgos distintivos que ellos y, además, son más pobres, siendo esta una condición necesaria. En la mayoría de las ocasiones los paladines de estos movimientos salvaguardan su culo —perdón por la expresión— gracias al dinero de sus propios incondicionales que esconden en cuentas opacas en paraísos fiscales —esto no quiere decir que otros menos “populistas” no lo hagan—, gracias a los parabienes adeudados que se cobran olvidándose de sus seguidores cuando llega el momento oportuno y, por supuesto, escondiendo su cara cuando es necesario recibir una pedrada o un disparo. Demuestran con esta actitud su absoluta falta de respeto por aquellos a los que han movilizado y su ausencia de compromiso real con la ideología proclamada. Su vinculación real es con el dinero no con la gente y no les importará lo más mínimo dejarles en la estacada como ya ocurrió antes —la historia, esa maldita historia que no miente— con otros como ellos.



Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.



En Mérida a 19 de octubre de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera.



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