domingo, 13 de octubre de 2019
Historias de Santocabreo (VII). La fiebre.
—¿Dónde
estás? —pregunta Jup—, ¿dónde estás? —grita.
Jup duerme. Su madre, asustada por los gritos,
se acerca al dormitorio de la hija. Llama suavemente, pero el sueño de Jup es
profundo y no oye a su madre. Se acerca. Está de pie, frente a ella, en la
penumbra de la noche débilmente iluminada por la luna que penetra a través del
cristal de la ventana del dormitorio de Jup, cuya contraventana no recuerda
haber estado cerrada desde el regreso de las dos mujeres. Apenas enciende la
luz de la lámpara, Jup se remueve. Está sudando, frías gotas recorren su rostro
como puede comprobar la madre cuando acaricia su frente. Va a la cocina y coge
un trapo limpio que remoja en agua templada. Regresa a la habitación. Jup tiene
fiebre, tal y como percibe gracias a sus labios que tocan las mejillas de su
hija. Toma asiento en el borde de la cama, junto a Jup, a su lado. Apenas queda
espacio para otra persona, pero madre e hija ahora son una y habría bastado una
cama mil veces más pequeña para que ambas cupiesen. La madre se recuesta y
abraza a Jup. Están cansadas. La madre quiere apagar la luz y comprobar si
puede dormir, aunque solo sea un rato, para que, al menos así, su cuerpo crea
que ha descansado porque ella sabe bien que no ha sido así.
Cuando la madre intenta sujetar la perilla de
la lámpara de la mesita para apagar la luz, Jup despierta, pero no dice nada.
Percibe el calor de su madre. Se siente enferma, peor que cuando se fue a la
cama al atardecer diciéndole a la madre que se sentía mal, pero ansía que el
nuevo día la libere de su fiebre. Ha quedado. No quiere faltar a su cita, tal
vez han sido los nervios, la incertidumbre o vete tú a saber qué, lo que ha
provocado este maldito malestar que no la deja descansar. Lo que queda de noche
será para Jup una eterna duermevela acompañada de los delirios que la fiebre
provoca en los que imaginará y recordará cosas que no ocurrirán y cosas que no
ocurrieron, pero que para ella parecen tan reales como su propia vida. Con las
primeras luces el cansancio vence a la enfermedad y Jup se queda por fin
dormida, justo entonces la madre despierta y lo más en silencio que puede se
levanta y deja a su hija descansando. La arropa tras comprobar que la fiebre
parece haber remitido. La mira y sonríe. Se vuelve y entrecierra la puerta al
salir. Deja la contraventana abierta, como estaba, como estará. La Luz va
inundando poco a poco la habitación de Jup, pero eso no es suficiente para que
Jup se despierte del todo tras sentir, durante apenas un instante, que vuelve a
estar sola.
La madre prepara el desayuno. El olor a café
invade toda la casa. Llega a la habitación de la hija y termina por
despertarla. Nunca ha tomado café, pero su olor…, su olor la embriaga. Le
encanta el puchero que prepara su madre como lo hacía su abuela, le brinda
recuerdos y Jup los ansía. Se levanta, se encuentra bien, aunque algo cansada.
Su madre le pregunta que cómo está. «Mejor», responde, «mejor» repite para sí
misma. Desayuna con la madre. Pan, aceite y leche. Está hambrienta. La madre
toma café, solo café. Anoche no cenó. Su madre tampoco. Su abuela le contaba
que en Santocabrero la enfermedad no dura más que un día. Le mintió. Ella estuvo
enferma mucho tiempo antes de morir. Pero Jup era una niña cuando se lo dijo y entonces
era lo que necesitaba oír. Estaba enferma, o eso creía, y sanó al día siguiente.
No sabe qué le ha hecho recordar esa frase, probablemente que la fiebre haya
remitido solo un día después de que apareciese. El caso es que una profunda
pena se ha apoderado de Jup y su madre, en silencio junto a ella, en la mesa de
la cocina, percibe el pesar de Jup.
—¿Estás
bien? —le pregunta.
—Sí
—responde Jup.
—Ya veo
que estás bien, Jup, pero te pregunto si estás bien…
Jup entiende, ya entendió la primera vez.
Entre su madre y ella existe un hilo invisible que las comunica en ausencia de
palabras y transmite mensajes que el silencio quiere ocultar.
—Estoy
pensando en la abuela.
Ahora
es la madre la que calla y Jup la que recibe el mensaje a través de ese mismo
hilo.
Jup termina su desayuno. Se levanta. Pone los
cacharros en el fregadero y besa a su madre en la frente. «Luego los friego
yo», le dice antes de marcharse a su dormitorio de nuevo aun a sabiendas de que
todo estará limpio cuando regrese. Se ducha, se viste, se peina. Su pelo es
negro. El de su madre blanco, como lo era el de su abuela. Jup conoció el pelo
de la madre cuando tenía el mismo color que el suyo, el de su abuela siempre
fue blanco para ella. Cuando regresa a la cocina, la madre sigue sentada, la
taza de café está frente a ella, pero la loza está limpia.
—Salgo
—le dice.
No tiene que darle más explicaciones. Están
en Santocabrero, no es una gran ciudad donde la una necesite saber dónde está
la otra por si tiene que localizarla con urgencia. Sabe dónde irá y sabe con
quién. Le gusta. Quiere que su hija se divierta, quiere que sea feliz, no como
ella. A las alturas de la vida en que se encuentra, solo la felicidad de su
hija puede proporcionarle algo de bienestar. Para el resto ya ella se tortura y
llena su cabeza de remordimientos y reproches. Piensa que perdió su vida y no
es consciente de que aún sigue viva.
La madre asiente. Se dan un beso en la
mejilla. Ambas. No es la madre la que lo da y la hija la que lo recibe. Ambas
se besan, ambas se quieren. En no mucho tiempo este gesto será el último,
aunque no lo sepan ahora ni entonces.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
Entre Mérida y Plasencia a 6 de octubre de
2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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La fiebre.
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