domingo, 23 de enero de 2022

El colegio de los gatos (iii y final).



Misina no dejaba sus clases. Lo sé porque de algún modo que no alcanzo a concebir me lo decía. No quería hablarme, aunque sé que me entendía, solo me miraba y juraría que alguna vez incluso me guiñaba un ojo, aunque hay quien dice que los gatos no saben hacer guiños, ¿qué sabrán ellos de gatos? El caso es que a pesar de que Misina se hacía mayor —e inevitablemente yo también— a ella le gustaba enseñar a los gatitos recién nacidos. Es verdad que ya no eran hijos suyos —no me gusta demasiado llamarlos crías— y, a pesar de que cada vez daba menos clases, seguía al pie del cañón, especialmente desde que Pelusa nos dejó. Pelusa falleció por alguna enfermedad que los humanos no queremos o no sabemos curar y lo enterramos cerca de casa para que si alguna vez nos acordábamos fuésemos a visitarlo. Misina se acordaba mucho, lo sé porque la vi muchas veces merodeando por la zona y daba vueltas alrededor de la tumba con el rabito abajo, parecía triste. Estoy seguro de que estaba triste. 


Misina había tenido que asumir la dirección del colegio de los gatos, y a ella eso no le gustaba. Siempre había preferido enseñarles antes que organizarles y gestionar el colegio por lo que todo eso suponía. Supongo que era una cuestión de deberes y obligaciones, como les pasa a los humanos, y que yo nunca he podido comprender, aunque debí asumir contra mi voluntad muchos deberes y obligaciones y los acepté con abnegación, soy así, qué se le va a hacer. Ojalá pudiésemos hacer lo que nos apetece en cada momento, pero la realidad difiere mucho de ese deseo y en ocasiones debemos hacer sacrificios, como el que hacía Misina, y aunque sean por el bien de los demás, no siempre resulta agradable. 


Creo que Misina cambió mucho desde que Pelusa murió. Ella seguía ronroneando alrededor de cualquiera que se sentase al brasero, pero ya no fue la misma. Creo que estaba cansada y que sus obligaciones la tenían más estresada de lo normal, al menos todo lo estresado que puede estar un gato. También es cierto que apenas quedaban gatitos en el cole. No sé bien por qué ya no venían al campo a aprender lo que Misina podía enseñarles y eso era una pena porque todos los que habían sido discípulos suyos estaban, ¿cómo decirlo?, bien educados, pero al modo de los gatos. Sabían comportarse, sabían cuándo podían comer y beber lo que les dejábamos en el porche y si se peleaban —todos los gatos jóvenes se pelean, sobre todo cuando están en celo, sea lo que esto sea— nada más ver acercarse a Misina detenían los arañazos y maullidos, y la obedecían sin rechistar. Misina era la jefa, pero ya no era la madre, era la abuela, aunque no una abuelita del tres al cuarto, sino una abuela fuerte y firme, a la que todos querían, eso sí, —nosotros también—, y respetaban —nosotros también—. Sin embargo, Misina ya no jugaba tanto como antes, por eso digo que parecía cansada. La pobre debía tener muchos, muchos años y había vivido tantas cosas que era normal que se sintiese fatigada. 


Un día sencillamente desapareció. Al principio no nos dimos cuenta, pero transcurridos un par de días nos llamó mucho la atención. Es verdad que a veces salía de casa, supongo que para proseguir con sus clases, organizar el colegio o tal vez cazar o algo así, pero siempre regresaba. Cada noche, si se le había hecho tarde, se colocaba dentro del porche y maullaba hasta que le abríamos la puerta. Entonces pasaba orgullosa entre nuestras piernas y se apoltronaba en algún sillón si no había nadie sentado o se iba acercando sigilosamente, como quien no quiere la cosa, al regazo de alguno de nosotros. Así que se puede decir que la echamos en falta y salimos a buscarla. No la encontramos y pensamos lo peor. Entonces intenté hablar con los otros gatos que merodeaban habitualmente alrededor de la casa. Me aproximaba a ellos e intentaba acariciarles para que no me tuvieran miedo. Creo que Misina les enseñó bien y nunca se acercaban a los humanos: un gato nunca sabe qué maldad puede pasársele por la cabeza a una persona por más que nosotros nunca le hayamos hecho daño a ninguno de ellos. El caso de Misina y Pelusa era diferente, aunque no sabría muy bien explicar por qué. Incluso les llevaba comida con la intención de que cogieran algo de confianza, pero nada. Sabían que la comida estaría en su cuenco cada mañana junto al agua como siempre había ocurrido, así que preferían no arriesgarse.


Yo no me di por vencido, no es algo que suela hacer. Me gusta pensar que soy perseverante, aunque supongo que para muchos seré un pesado, qué le vamos a hacer. El caso es que seguí buscando y buscando e intenté preguntarles a los gatos una y otra vez, pero no tuve suerte hasta que un día, creo que era verano, estando en el huerto, me pareció ver una gatita merodeando por allí. Estaba subida a la valla que separa una finca de otra, justo en un poyete de piedra al que se amarran las alambradas. Al principio no pensé que fuese ella, pero como quiera que no se movió cuando la vi y me fijé, la duda comenzó a apoderarse de mí. Era muy extraño que un gato estuviese ahí, tan expuesto y que cuando comprobó que lo había visto se quedase quieto sin inmutarse. Me acerqué y no se movió. Me detuve a unos metros, creo que estaba asustado, aunque no sé bien por qué, tal vez no esperaba que pudiera volver a verla. La reconocí y la llamé por su nombre. «Misina», le dije. Juro que sus ojos brillaron y entonces supe que era ella. Me aproximé un poco más y ella se giró sobre sí misma con el rabo alzado, exactamente como cuando quería que la acariciásemos. La toqué y su pelo era igual de áspero que siempre tal y como lo recordaba, no como el de Pelusa que era muy suave y precioso. Ella se contoneó bajo mi mano y volvió a girarse. Entonces me susurró una frase, solo una frase que nunca olvidaré, corta, breve, pero maravillosa. Me hizo prometer que nunca la revelaría y entonces, cuando asentí, desapareció. Lo hizo sin más. No es que se volatilizara ni nada de eso. Sencillamente se fue. Me dio la espalda como tantas veces había hecho y se marchó. Nunca más volví a verla, pero su secreto se quedó conmigo para siempre.



Dibujo de Cristina Valdera López, 2013.

En Mérida a 23 de enero de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/