Mi madre fue una persona peculiar, «Gran mujer» era en realidad lo que todos me decían mientras mis pesquisas iban llevándome poco a poco hasta un centro de atención para personas mayores. Era indudable que se había movido mucho de un sitio a otro, como si en ningún lugar hubiese estado del todo a gusto, como si buscando alguna suerte de paz interior, necesitase trasladarse continuamente al no encontrarla en el destino elegido. Sin embargo, cuando le preguntaba a la gente por ella, ninguno me confirmó esa impresión. Indefectiblemente todos me hablaban de una mujer muy inteligente, elegante y amable, pero nadie supo darme ninguna referencia de sus allegados y cuando me presentaba como un familiar cercano —nunca quise confesar que era hijo suyo— sin llegar a extrañarse, mostraron siempre una cara sorprendida, incluso aquellos que me aseguraron conocerla bien.
La residencia adonde me llevaron mis últimas averiguaciones era pequeña. Estaba en medio del campo. Eso era algo que ya había aprendido de mi madre. Le encantaba estar rodeada de naturaleza. Cuando me acerqué al mostrador para preguntar sobre ella, la chica que me atendió ensombreció el rostro y la pena congestionó su cara. Apenas pudo confirmarme que había fallecido hacía pocos días porque se le quebraba la voz. «La queríamos mucho», me dijo mientras me invitaba a pasar al despacho de la directora donde una chica joven me atendió con mucha amabilidad. A ella sí le dije que se trataba de mi madre y, sin entrar en demasiados detalles, le expliqué que llevaba algún tiempo buscándola. No pareció creerme, así que le mostré mi identificación. Sorprendida al comprobar la veracidad de mis datos y comprender que desconocía esa información, comenzó a hablarme sobre ella. En realidad, no me descubrió nada que no supiese ya de los sucesivos encuentros que había venido teniendo en las últimas semanas con las personas que habían tratado con mi madre. Sin embargo, al cabo de un rato, se disculpó y regresó con una caja de madera con su nombre que contenía algunas de sus pertenencias. Era la primera vez que encontraba objetos que le habían pertenecido. «Normalmente —me dijo— estos objetos se suelen donar si tienen algún valor y el resto, transcurrido un tiempo se destruyen», así que me los ofreció, «La ropa y demás enseres —me aclaró, supongo que para evitarme suspicacias que en ningún caso hubieran surgido— se reutilizan». Entre la directora y yo estaba la caja de mi madre sobre la mesa de su despacho. Resultaba algo incómodo y quise despedirme, pero ella me retuvo. Abrió el cajón de su escritorio y me dio un sobre. «Creo que esto es debe ser para usted», me lo dijo incómoda, como si no le apeteciese hacerlo. Mi rostro preguntaba, pero ella callaba. Lo cogí y leí lo que ponía el sobre: «Para él». Abrí la caja y lo metí dentro. Me despedí. Ella me ofreció una salita por si necesitaba sentarme un rato. Creo que esperaba de mí alguna reacción más sensible, tal vez manifestar alguna emoción, pero como bien pudo comprobar no era el caso. No necesitaba estar allí más tiempo. Firmé algunos documentos en la recepción y me marché.
Regresé a mi casa. Conduje toda la tarde y toda la noche. Casi no paré, apenas para repostar y tomar algún café que me mantuviese despierto. A mi lado estaba la caja, cerrada. Tenía la sensación de que allí mismo, sentados, mi madre y mi padre esperaban mi reacción, juntos, expectantes, tal vez curiosos. Llegué al alba. Detuve el coche y me recosté sobre el volante. Miré a la derecha, hacia la caja, y percibí un intenso dolor en todos los músculos de mi cuello y de mi espalda. Salí del coche. Lo rodeé. Abrí la puerta del copiloto, cogí la caja y entré en casa. Fui directamente a la biblioteca. Me senté en el suelo, en la alfombra que tan amablemente me había recibido en los últimos tiempos, deposité la caja frente a mí y la abrí. Dentro estaba el sobre que me entregó la directora. Lo saqué. La letra de la frase que estaba escrita podría ser de mi madre. Desde luego era diferente de la de la caja en la que aparecía su nombre completo. Dejé el sobre a mi lado y miré en el interior. Había varias cosas, las revisé sin demasiado interés. En una bolsa de plástico había algunos libros como pude comprobar por el peso y por el tacto al cogerla. Los saqué. Eran los libros de mi padre. Todos los libros que había publicado que, en realidad no fueron muchos. Los abrí uno por uno. Estaban leídos, claramente leídos, incluso algunas frases estaban subrayadas a lápiz. En la guarda de cada uno de ellos estaba escrito el nombre de mi madre, una dedicatoria y una fecha que coincidía aproximadamente con la fecha de publicación del libro. Los hojeé, pero no hallé nada más, salvo la clara evidencia de su uso. Cogí el sobre y lo abrí. Dentro había otro libro. Su título era «Sus libros». Su autor era mi padre. Lo abrí. Estaba firmado por él, fechado no hacía mucho y dedicado a mi madre. Era un libro perfectamente encuadernado que no había llegado a publicarse. Necesitaba leerlo y, a pesar de que me encontraba exhausto, hice un esfuerzo sobrehumano y lo sostuve en mi regazo para comenzar: «Sus libros son mi vida…». Entonces, las lágrimas saltaron de mis ojos e inundaron mi rostro ya febril. Cerré el libro y alcé la vista nublada por mi sollozo. Ahí estaba la mesa de mi padre y en mi regazo el libro dedicado a mi madre. Esa era la frase con la que mi padre comenzaba el libro de sus memorias que había estado leyendo días atrás.
Foto de Charlotte May en Pexels.
En Mérida a 15 de enero de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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