Decir que nadie pudo prever las consecuencias derivadas de la actitud chulesca del nuevo gobierno español —aplaudida de otra parte por un no menor sector de la población— sería un fútil engaño con el que nadie resultaría convencido. El caso es que la tensión bélica provocada por el extremismo del gobierno lleno de populistas temerarios y envalentonados por los últimos resultados electorales que les había permitido alcanzar el poder con solvencia, trajo como primera consecuencia un órdago que esta vez no provenía del propio gobierno, sino de las Naciones Unidas. Se emitió un comunicado amenazante por parte de su Alto representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad —de nacionalidad española— en el que se instaba al gobierno español a no abandonar la vía diplomática en sus exigencias sobre Gibraltar o tendría que atenerse a las consecuencias derivadas de su actitud que pasarían, en «primera instancia» —esos fueron los términos usados—, por soportar sanciones económicas y embargos comerciales. Las posibles consecuencias de esas amenazas fueron ignoradas de forma manifiesta por el ministro de asuntos exteriores español sin abandonar el tono desafiante que se compaginaba con una campaña de desinformación publicitaria al más puro estilo Goebbels, pero, eso sí, sin la elegancia de una directora capacitada como lo fue la alemana nacionalsocialista Helene Riefenstahl. Incluso elaboraron algo parecido a los 11 principios de la propaganda nazi quedaron en un burdo plagio anacrónico del que sobresalía la propuesta de supremacía de la raza española. El tono chabacano del ejecutivo y su campaña produjo sorna y vergüenza entre los intelectuales, incluyendo a los más afines al posicionamiento gubernamental. Entre la población la ironía fue calando en el ideario y se optaba por reproducir casi de forma mimética los mensajes del gobierno cambiando solo pequeñas palabras que transformaban cada mensaje en un chiste que se propagaba a gran velocidad entre propios y extraños. El gobierno se había convertido en el hazmerreír del país y del resto de naciones, colocando a España en el foco del mundo. Un foco que, desde luego, era tristemente merecido por haber consentido la nación que alcanzase el poder semejante pandilla de ineptos. La lisonja permanente entre los miembros del gobierno y de estos hacia aquellos que, ignorando la realidad geopolítica, apoyaban abiertamente la actitud del presidente y sus acólitos, resultaba vomitiva, pero generaba un círculo de poder peligroso en el que se estaba estableciendo un delicado equilibrio de favores que antes o después pagaría el pueblo español para beneficio de unos pocos. Estos privilegiados comenzaron a darse cuenta del embrollo en que habían metido a España, pero el falso orgullo patrio les impedía dar un paso atrás y reconocer abiertamente los errores cometidos. Eso habría supuesto una concatenación de dimisiones y una posible nueva convocatoria de elecciones que difícilmente hubieran ganado. Y es que realmente era complicado hacerlo peor. Y, sin embargo, aún quedaba mucho por hacer, mucho y mal.
El presidente convocó una rueda de prensa multitudinaria a la que acudieron todos los medios de comunicación, untados sin excepción por el gobierno, por más que sus redactores y periodistas —cuando los había— despotricasen contra sus dirigentes en la intimidad de sus despachos. No cabía un alfiler en la sala de prensa de Moncloa, pero no se había acreditado ni un solo medio extranjero, lo cual no dejaba de ser significativo y ponía de manifiesto el ninguneo al que la política internacional sometía a España. El presidente no dijo nada y lo dijo todo. Había ensayado numerosos gestos que recordaban la puesta en escena del aparato nazi. Tal vez les faltaba un símbolo que, créanme, habían estado estudiando largo y tendido sin éxito porque lo que realmente necesitaban —y por fortuna no encontraban— era un dirigente con carisma. Las vaguedades y veleidades que soltó durante los treinta minutos de conferencia, más parecidos a una bochornosa perorata que a una trascendental rueda de prensa, recibieron la cumplida cobertura mediática nacional que fuera de nuestras fronteras se limitó a unas breves reseñas aparecidas en las ediciones digitales de los medios extranjeros más casposos —que también los hay—. Las fotos elegidas por la prensa española siempre presentaban al presidente con el puño cerrado en actitud beligerante golpeando el atril que estaba utilizando de soporte. Inevitablemente dichas fotos fueron editadas haciendo sujetar al presidente todo tipo de objetos en su mano cerrada, desde flores hasta consoladores pasando por banderitas de todo tipo y signo. El mensaje que quería enviar no se escuchó —puede que ni existiese—. El caso es que el tono desafiante sí que produjo cierto hartazgo en sectores poderosos y con capacidad de toma de decisión, lo que concatenó una serie de consecuencias desastrosas para España en el corto plazo.
Las empresas más poderosas, y con capacidad real para tomar decisiones de este calado, se marcharon de España aludiendo problemas de gestión o mejora de condiciones en otras ubicaciones, dejando entrever como principal motivo la inestabilidad política. Algunas de ellas, paradójicamente, crearon sociedades vinculadas a la empresa matriz con sede en Gibraltar. Los esfuerzos del gobierno por retenerlas, con promesas de todo tipo que condenarían a la pobreza más absoluta a grandes sectores de población española, fueron desoídos de forma unánime y debemos decir que afortunadamente porque de haberse quedado las empresas y cumplido dichas promesas el gobierno —cosa que habría estado por ver— las consecuencias en la población habrían sido desastrosas. La decisión ya se había tomado de forma consensuada en despachos a los que el gobierno no alcanzaba.
De otra parte, los servicios de inteligencia extranjeros habían comenzado a introducir elementos disuasorios dentro del gobierno, si bien es cierto, que el núcleo duro del mismo era ofuscadamente cerrado e inaccesible. En poco tiempo fueron conscientes de que esos señores sobraban, pero los pasos estúpidos que el gobierno estaba dando iban a terminar, según decidieron, con ellos mismos sin necesidad de hacer cuantiosos desembolsos para forzar el cambio. Ahí se confundieron. La cabezonería del presidente y sus principales acólitos provocó una situación de bloqueo sobre España que se tradujo en pobreza y más pobreza en muy poco tiempo. Este nuevo escenario convirtió a España en un país en vías de subdesarrollo en cuestión de meses. España tuvo el dudoso honor de convertirse en el primer país que respondía a esta caracterización. Tan vergonzante resultaba la realidad que el ejército español no fue capaz de comenzar las maniobras disuasorias sobre Gibraltar por falta de combustible. Ningún país atendía las demandas, en primer lugar, y peticiones y ruegos poco después de España y el hambre comenzó a campar a sus anchas. Sin embargo, el gobierno, tozudo e incapaz de reconocer sus terribles errores fue expandiendo su odio propagandístico entre la población culpando a los foráneos de sus males y extendiendo una terrible xenofobia que no solo se centraba en los más pobres extranjeros, sino que se focalizaba en cualquier nación que no la apoyase. Y nadie apoyaba a España. Volvió una terrible autarquía al país y se consolidó en el poder, usando fuerza y propaganda como fundamento, el ideario extremista con el cual el partido había logrado engañar a los españoles. La historia se repetía.
Foto “Olympia”, 1936. Autor: Leni Riefenstahl.
En Mérida a 30 de enero de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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