Caminamos por la ciudad, sin pararnos, sin descansar, la atravesamos por completo. La gente nos miraba. Vestíamos como pobres andrajosos. Yo desfallecía, pero a él no parecía importarle ni mi cansancio ni mi frío. Intenté dirigirme a él en varias ocasiones, pero nunca me atreví, en realidad no sé bien si no me atreví o, de alguna forma que no alcanzo a entender, él me lo impedía. En alguna ocasión me ponía a su altura, pero en seguida quedaba rezagado. No parecía que fuese demasiado rápido, pero el caso es que cada vez que intentaba acercarme notaba que mi corazón se aceleraba. Llegamos a una especie de parque abandonado a las afueras. No había nadie. Allí paró. Sencillamente se detuvo y permaneció de pie mirando hacia delante. La niebla nos convertía en extrañas siluetas. Entonces llegué a él y le pregunté, le pregunté todo lo que alguien puede preguntarle a una persona a la que ha perseguido, a la que ha seguido, de la que se ha enamorado, a la que admira, a la que quiere, alguien de quien desea aprenderlo todo. Él me miró condescendiente. Tal vez triste, incluso preocupado. Entonces empezó a contármelo todo. Cuando digo todo, quiero decir absolutamente todo, todo lo que iba a pasar y todo lo que había pasado. Me transmitió su conocimiento, no su sabiduría, y me dijo que tendría que escribirlo, que no me preocupase, que no lo olvidaría, y que, a pesar de que podría comenzar mi trabajo en aquel mismo instante, prefería que mucho de lo que me había contado lo viviese junto a él para convertir las palabras en emociones que alcanzasen el corazón de los incrédulos, que a los crédulos —usó ese término y no la palabra creyentes— no necesitábamos conmoverlos. Era la primera vez que me incluía en algo, era la primera vez que me nombraba partícipe de su proyecto, de su idea o, como dirían —ahora sí— los creyentes, de su evangelio. Yo formaba parte de su plan, hasta ahora, se había limitado a hacerme seguirle, por más que me dijera nada más verme que lo escribiría todo, pero en este instante sabía que mi labor sería importante, indispensable. Él me miró reconociendo en mí esa impresión. Mis pensamientos no parecían ocultos a su mente. Eso siempre me dio miedo, pero nunca se lo hice saber. Incluso en mis momentos de duda, de reflexión o de pensamientos que algunos llaman impuros, sabía que él sabía lo que estaba pensando, pero nunca se lo reproché. Creo que le tenía miedo, o tal vez respeto, el respeto que se le tiene al poderoso, que no deja de ser una forma pueril de miedo.
Cuando terminó su soflama, nos dimos la vuelta. Regresamos a la ciudad. Era mediodía. No le dije nada, no le reproché su actitud displicente hacia mis necesidades y le seguí. Como antes le había seguido hasta allí. Supongo que él, bien consciente de lo que acababa de ocurrir, conocía perfectamente mi situación, pero quiso que hiciese con él esa suerte de viaje iniciático y que lo completase con esa especie de bautismo simbólico que sus palabras supusieron para mí. Yo, bien podría haberle discutido alguna de sus peticiones, pero no lo hice. Tal vez por eso me eligió porque sabía que era un hombre de pocas palabras, parco en palabras que dicen, siempre lo había sido. Todos los que me conocían siempre me lo echaban en cara. No expresé nunca mis emociones, no sé siquiera, por raro que pueda parecer, si alguna vez las tuve y ahora acababan de imponerme una misión con la que debía emocionar a otros. Me parecía una absurda paradoja que no sabía cómo podría afrontar, pero no opuse resistencia alguna. Llegamos de nuevo al borde de la ciudad, abandonamos la soledad de aquel extraño parque y nos adentramos en las calles bulliciosas del centro. Llegamos a la plaza principal y allí nos detuvimos. Él me dijo que comprase algo de comida, lo que me apeteciese, que él me acompañaría. Yo, sin poner pega alguna, pensé que eso iba a ser difícil porque no tenía ni una mísera moneda, pero le hice caso. Como se puede deducir a estas alturas, soy bastante sumiso y disciplinado. Tanto es así que, a veces, mis propios compañeros, los marineros pescadores, me lo reprochaban, no tanto por el hecho en sí, sino porque podía poner en riesgo mi vida, incluso en ocasiones las de ellos, obedeciendo órdenes un tanto descabelladas del capitán. Ahora mi capitán era otro y daba por hecho —tanto yo como él mismo, estoy seguro— que acataría ciegamente sus mandatos. Llegamos a un bar y nos sentamos. El camarero se acercó y nos preguntó que qué deseábamos, pero acto seguido añadió que debíamos pagar la comanda por adelantado. Entonces él se dirigió al jovencito y le dijo que nos trajese lo que yo le pidiese. Me moría por una buena cerveza, así que pedí dos, que luego fueron algunas más. También pedí unas raciones, no recuerdo bien de qué eran, solo recuerdo que las trajeron con celeridad y yo rápidamente metí mano a la comida. Fue una comida copiosa, pantagruélica. No recuerdo haber comido y bebido tanto en mi vida. Quedé totalmente saciado. Creo que él apenas comió nada. La copiosa comida y el alcohol de la bebida me pedían descanso. Necesitaba reposar imperiosamente. A pesar del frío que hacía en aquella terraza, el sol brillaba y sus rayos me adormecían. Me quedé traspuesto. Al despertarme, el anochecer amenazaba con atraparnos y las luces de la plaza comenzaban a brillar. Él ya no estaba allí sentado junto a mí. Por un instante pensé que todo había sido un sueño, de hecho, pensé que seguía soñando, pero el camarero regresó y me preguntó si deseaba algo más. No es que no lo desease, es que solo escucharle me produjo unas terribles náuseas. Se lo agradecí conteniendo las arcadas y preguntándole dónde estaba el servicio. Llegué y lo eché todo. Absolutamente todo. Me quedé vacío. Me lavé como pude la cara sudorosa después del esfuerzo y salí de nuevo a la calle. Mi mesa estaba recogida y limpia. El camarero lo había retirado todo. Yo le miré y él asintió dándome las gracias. Seguí caminando, no sin la inquietud que me producía saberme observado y, sobre todo, el hecho de que me pudieran exigir el abono de una cuenta para la que no tenía fondos, hasta alejarme del bar y me senté en un banco de la plaza, al sol. Necesitaba descansar después de mi vómito. Me puse a pensar cómo narices había llegado allí y cómo narices podría hacer para regresar a mi barco si es que todavía estaba atracado en el puerto y no lo había perdido. Entonces, a lo lejos, a contraluz, una silueta se acercaba hacia mí. Era él.
Foto de Luca Dross en Pexels.
En Mérida a 6 de febrero de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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