No supe qué decir. Estaba frente a mí. De pie. Yo apenas podía sostenerme sentado en el banco mientras las consecuencias del alcohol y de la copiosa comida seguían haciendo estragos en mi cuerpo. Se colocó protegiéndome del sol, así que pude alzar la vista y mirarle. Mi cuerpo pedía descanso, pero mi mente quería respuestas. Abrí la boca con los labios resecos, agrietados, y le pregunté: «¿Quién eres?». Su silencio inicial me hizo creer que se trataba de un espejismo y que yo estaba delirando en mi dolor. Finalmente me respondió: «Soy quien necesites que sea». Yo pensé que eso no era una respuesta, que casi era una pregunta, pero no tuve ánimo para insistir. Me ofreció su mano para levantarme y, a pesar de que sabría que me costaría la misma vida ponerme en pie, hice un gran esfuerzo y me incorporé. Debo decir que cuando lo hice, comprobé que me sentía mejor, mucho mejor, como si el hecho de que me hubiese levantado pudiera haber terminado con la resaca que me golpeaba el cerebro y el cuerpo, o como si su mano me hubiese sanado… Nunca he creído en los milagros. Soy marinero, he vivido más tiempo en mar que en tierra. He visto cosas asombrosas, maravillosas y también terribles y nada, absolutamente nada parecido a ningún dios puede compararse con la fuerza de la naturaleza. Sin embargo, cada gesto, cada movimiento que él hacía daba la sensación de que llevaba contenido alguna suerte de obra increíble, inhumana. Le vi hablar durante mucho tiempo con gente de lo más variopinta y si necesitaba convencerles de algo, lo hacía. Así sin más, pero no solo era su infinita elocuencia lo más asombroso, sino que, como acababa de ocurrirme a mí, podía conseguir que la gente se sintiese bien, físicamente bien. A pesar de todo, aún hoy considero que él no hizo ningún milagro, no sé si fue coincidencia, suerte o algún tipo de conocimiento o sabiduría superior, pero, el caso es que consiguió asombrarnos a todos los que pudimos pasar con él algún tiempo. Yo mismo, que le acompañé durante toda su estancia, no dejé nunca de sorprenderme, pero nunca creí que sus acciones fueran milagrosas. Recuerdo que las pocas veces que pude hablar con él en confianza, siempre le preguntaba lo mismo, que cómo hacía esas cosas. Su respuesta, con un gesto entre lacónico y sonriente, era pronunciada con la misma pertinencia que mi pregunta: «Yo no hago nada…». La dejaba inacabada, con el final en el aire, como si quisiese continuar la frase, pero no se viese con fuerzas para rematarla o como si considerase que finalizarla no aportaría más sentido a la respuesta. A veces pensé que sencillamente consideraba que yo no alcanzaría a entenderlo. A pesar de todo, nunca dejé de formularle la cuestión. Creo que era lo que más me interesaba de sus acciones, tal vez lo que más me preocupaba. En cualquier caso, mi duda nunca se resolvió más allá de su aparente inacción.
Me dijo que le siguiera, otra vez, y así lo hice. Nos dirigimos al ayuntamiento de la ciudad. En la puerta, preguntó por el máximo responsable al policía que guardaba la entrada. Este, lejos de hacerle comprender que no podría verle sin que se hubiese concertado una reunión con antelación, lo hizo pasar al registro oficial y preguntó a una chica si podía atendernos. Esta contactó, tras intercambiar unas palabras con él, con la secretaria del alcalde y al cabo de un instante, una bedel nos acompañó a su despacho. Todo era sumamente surrealista. No creo que nadie hubiera tenido nunca tanta facilidad para llegar a un cargo de relevancia en una ciudad tan importante como aquella sin haber sufrido y soportado el peso de la burocracia durante un largo período, lo suficiente como para hacer desistir a cualquiera. O sencillamente ser íntimo del cargo público, cosa que me consta no era posible porque lo primero que le preguntó el alcalde tras un protocolario saludo fue su nombre.
—Soy Dios. —Esa fue su respuesta, así sin más.
Lo sorprendente fue que el alcalde no lo cuestionó ni por un segundo y procedió a presentarse él mismo tendiéndole la mano con cierta cautela. De hecho, la retiró al instante, tal vez cohibido por la presentación de su interlocutor o tal vez por miedo a recibir alguna suerte de castigo divino, probablemente más que merecido, por su constante malversación al frente de las arcas públicas de la ciudad. Por supuesto, a mí también me sorprendió escucharle decir que Dios era su nombre. Nunca antes lo había hecho, tampoco es que llevase demasiado tiempo con él, pero, la verdad, es que ni a mí ni a mis antiguos compañeros se nos pasó por la cabeza preguntarle su nombre.
—Siéntese —le ofreció al instante abriéndole paso hacia una de las sillas confidente de su magnífica mesa de despacho.
Creo que a mí no llegó a verme, pero él se mantuvo de pie y rechazó con un amable gesto su oferta. Así que los tres nos quedamos en el centro de la sala, de pie. Uno al lado del otro, pero él, Dios, parecía que ocupaba el centro y que los otros dos, el alcalde y yo mismo solo estábamos a su alrededor pendientes de sus palabras, expectantes. Esperó a que la amable chica que nos había acompañado saliese de la estancia. Estoy seguro de que le oyó pronunciar su nombre. Es más, estoy seguro de que lo hizo con la intención de que ella lo oyese. Sin embargo, tampoco pareció sorprenderla, a pesar de que nada más salir comentó con el resto de sus compañeros que Dios estaba visitando al alcalde. Y entonces, como supe nada más salir, sí que se produjo algo de revuelo con burlas y risotadas sobre lo que acababan de escuchar. Cuando estuvimos solos prosiguió dirigiéndose a mí:
—He venido para ser juzgado.
Foto libre de Pixabay en Pexels.
En Mérida a 13 de febrero de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera