No es algo que me entusiasme, pero reconozco que me interesa, mejor sería decir que me preocupa. Así ocurre porque, aunque pueda resultar sorprendente, de lo que se hace y dice en el Congreso de los Diputados —algo menos en el Senado, que se ha convertido casi en un cementerio de elefantes sin colmillos— y aledaños depende en gran medida nuestra tranquilidad, la de los ciudadanos de a pie, esos que trabajamos sin paliativos para ganarnos la vida lo más honrosamente que podemos, mientras que ellos, los diputados y senadores con cargos elegidos en las provincias españolas respectivamente en función de su población y territorialidad —se supone, por tanto, que deberían tener un peso específico similar para asegurar la correcta representatividad de los ciudadanos y territorios, a pesar de que existe eso que se llama disciplina de partido—, pueden dedicarse a la retórica más burda que se transforma de forma sistemática en soflamas frívolas, insultantes y ofensivas contra sus compañeros de Cámara —les guste o no, lo son—, y, por supuesto, y más grave si cabe, contra la inteligencia de la ciudadanía, sin ningún tipo paliativo a poco que se reflexionase con sentido y nos olvidásemos del entusiasmo y pasión partidista que ciega al más pintado. Hasta aquí todo bien si no fuese porque ninguno de los diputados o senadores parece darse cuenta de lo vergonzoso que puede llegar a ser su actuación —sí, la palabra actuación está elegida con toda la intención— ante sus peroratas. Y no pueden darse cuenta porque sistemáticamente cualquier estupidez que dicen en la tribuna o desde su propio asiento recibe el respaldo —casi parece natural y espontáneo— del fervoroso aplauso de sus partidarios. Es más, la celebración ruidosa suele ir acompañada de todo un panegírico posterior que ataca directamente la sensatez de cualquiera que se proponga reflexionar acerca de lo vertido por esas boquitas. Si bien, debo reconocer que los ardides de la retórica —en su faceta más burda— son bien utilizados por algunos parlamentarios, no todos, con la suficiente solvencia como para convencer, no a los suyos que eso ya está resuelto, sino a los escuchantes externos a los que, irremediablemente, les llegarán los fragmentos interesados a través de los medios de comunicación afines que les ofrecerán para aplacar el ansia que les corroe y que apaciguan insultando al contrincante, cosa que, por cierto, viene repitiéndose por desgracia también en las Cámaras gubernamentales habiéndose perdido el mínimo decoro que una institución de estas características merece.
En definitiva, poco importa lo que digan nuestros diputados y senadores —que lo son de todos, de los que votaron a unos o a otros y de los que no votaron o no pueden hacerlo aún— porque lo dicen contra sus contrincantes y tienen asegurado el apoyo incondicional de los suyos. Y no lo dicen a favor de políticas que resuelvan problemas, y tal vez no lo hacen porque saben que no exista la capacidad de convencer y ser convencido en esos entornos. Toda una lástima. Nada hay, por tanto, de los intereses públicos que quedaron olvidados en las puertas de las Cámaras para que estas pudieran transformarse en estadios deportivos en los que se hace el circo sin público externo. Ellos son su propio público.
Ahora bien, me pregunto qué necesidad hay de tener 349 diputados y 265 senadores si el grupo se mantiene unido en consonancia con su discurso y la discrepancia con el del contrario. Sería más barato e incluso se evitarían bochornosos errores y transfuguismos si un único representante de cada partido ostentase la proporcionalidad obtenida en las elecciones. Yo mismo me respondo: en ese escenario racional e hipotético desaparecería el degradante jolgorio de las sesiones y los medios de comunicación no tendrían con qué saciar la sed de sangre que en la frustrante y apocada vida que nos han montado debemos sufrir. Es decir, desaparecería el circo y, tal vez, no sea suficiente con otros tipos de espectáculos que ya pueblan nuestro acervo social, que no cultural.
¿De verdad piensan nuestros diputados y senadores que es necesario aplaudir cada respuesta, cada soflama, cada Perogrullo que sale de esas boquitas tan sumamente bien alimentadas? ¿Acaso piensan que tienen el derecho a transformarse en público asistente a un evento circense en el que vitorear a quien les dé la real gana —normalmente del mismo color— faltando al respeto a los ciudadanos? ¿No sienten algo de vergüenza ajena al saber que puede haber otras personas —que no sean ansiosos, insensatos y necesitados espectadores correligionarios— que los vean hacer el ridículo con su charlatanería? ¿No sería conveniente defender propuestas con carácter técnico que resuelvan los problemas de la ciudadanía y escucharlos con la mente abierta e incluso dejarse convencer si realmente los argumentos son válidos y demostrables? Las convicciones pueden ser buenas, pero aferrarse a ellas de forma inexpugnable es el mayor acto de insensatez que puede hacer un ser humano. Esto, por cierto, se llama fe, y los políticos parecen tener fe ciega en ellos mismos. O, tal vez, es que consideran que es necesario obrar así para, en connivencia con los medios de comunicación rayanos a ellos, terminar de convertir a la población irreverente que no se deja convencer ante su facundia vacía de contenido. Ya lo siento, pero no, eso no va a ocurrir, la gente pensante y sensata no se dejará convencer. Puede ocurrir que se debilite su voluntad provocada por una constante frustración, pero solo necesitará ser engañada de nuevo en las elecciones para recuperar su raciocinio y denigrar a la ruin y siniestra clase política actual, como ellos mismos ponen de manifiesto con las luchas fratricidas internas en las que no hay piedad cuando lo que se busca es el poder y la perpetuidad.
Foto de origen desconocido.
En Mérida a 20 de febrero de 2022.
Francisco Irreverente.
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