domingo, 27 de febrero de 2022

¡Guerra No!


Vladímir Vladímirovich Putin se despertó un poco antes de lo que era habitual en él. Llevaba varios días en el apartamento comunal de Leningrado donde vivía con su familia tras haberse roto la clavícula en una pelea con un compañero en la escuela. Era consciente de lo que eso suponía: perdería el resto del curso al haber sido expulsado. Los profesores lo habían acusado a él como instigador y, además, había resultado perdedor en la pelea. No podía soportar el dolor ni la humillación. Su orgullo se lo impedía, su frustración vencía con creces a cualquier sentimiento de culpa que pudiera rondar su cabeza. En casa las cosas no fueron mejor. Recibió un terrible castigo: no iría a la universidad, tendría que buscar un trabajo en cuanto se recuperase y ayudar a su familia. Era inadmisible una expulsión por mucho que Vladímir quisiera explicar en su casa que él no fue realmente el que había comenzado la pelea y que su contrincante, de padre muy bien valorado en la KGB, aunque con poca relevancia, era el verdadero culpable. Era un chico bastante violento y mucho más grande que Vladímir, pero, a pesar de ello, se defendió con bastante solvencia gracias a sus conocimientos de judo y sambo. Con todo, no fue suficiente y en un rápido movimiento con el que intentó desequilibrarle, trastabilló y cayó al suelo ladeado apoyando el hombro y recibiendo el peso sobre su cuerpo del grandullón. Al instante oyó el crujido del hueso y un intenso dolor se apoderó de él. Reprimió como pudo el llanto y lleno de rabia se levantó de un salto y se lio a darle patadas en la cabeza al otro chico que seguía tumbado. Fue entonces cuando el resto de compañeros que vitoreaban la pela le pararon y le arrastraron a dirección. Según supo más tarde, su contrincante no tuvo más que rasguños, a pesar de que lo habían dejado en observación en el hospital durante una noche. «Ni tan siquiera he conseguido hacerle daño —pensó cuando le informaron—, menudo mierda soy». 


Putin era consciente de lo que todo aquello significaba. El fin de su carrera. Sabía que no acceder a la universidad era su sentencia. No era del todo consciente de las consecuencias que acarrearía —en realidad no era más que un chaval—, pero suponía que, si no conseguía su ansiado título, pasaría el resto de su vida malviviendo como lo habían hecho sus padres. La furia se apoderó de él y en un arrebato golpeó el colchón con la mano sana, pero el movimiento le afecto al otro brazo y gimió de dolor. «¿Cómo narices he podido ser tan estúpido? —se preguntaba una y otra vez». Había caído en la trampa de aquel chico que continuamente se metía con él por su extrema delgadez. Al principio, eso le había motivado para apuntarse a judo y sambo hacía algún tiempo. Quería hacerse fuerte y poder defenderse de indeseables como aquel mastodonte, pero lo único que había conseguido había sido la expulsión y un hueso roto. Se lamentaba una y otra vez y su frustración no hacía nada más que aumentar por momentos acompañada del agudo dolor que sentía en su brazo izquierdo, inmovilizado con un vendaje en ocho que no le permitía dormir cómodamente. María Ivánovna Pútina, su madre, le acercó un cuenco con sopa y le incorporó para que pudiera tomárselo. Estaba realmente enfadada con él. Todo el esfuerzo que ella y su marido hacían solo tenía como objetivo lograr que su único hijo —los otros dos habían fallecido hacía mucho tiempo— fuese alguien importante y ambos pudieran sentirse orgullosos de él. Eso se había acabado. María Ivánovna lo miraba condescendiente, pero sin poder reprimir su enfado. No le dirigió ni una palabra. Su hijo la miraba apenado rogando algo de compasión, pero su madre lo ignoró. 


Años más tarde, Vladímir accedió a la Marina Rusa, como lo hizo su padre, Vladímir Spiridónovich Putin. De hecho, fue él, antiguo oficial de la Marina Soviética, quien logró que admitiesen a su hijo tirando de algunos conocidos que aún tenían cargos en el ejército. Poco después, su padre moriría. Era 1999. Unos meses más tarde, el último día de 1999, comprobaría cómo Boris Yeltsin renunciaría a su cargo y un desconocido para él se hacía con la interinidad de la jefatura del gobierno que postergaría con toda suerte de argucias durante más de veinte años —a pesar de lo que establecía la constitución rusa— pasando de presidente del gobierno a primer ministro. Vladímir Putin, por su parte, se pasaría el resto de su vida en la Marina Rusa viendo como pasaban por delante de sus ojos aquellas oportunidades que tanto había ansiado para él y que le habían supuesto una terrible frustración de por vida que ahogaba en vasos y vasos de vodka en los escasos días libres que el ejército le daba y en los que mitigaba su frustración pegando a su mujer. 


En enero de 2022 fue movilizado por la Marina Rusa para dirigirse hacia la costa sur de Ucrania en el mar Negro, pero un fatídico accidente del que no se dio parte alguno y del que se informó puntual pero escuetamente a su mujer al cruzar el estrecho de Kerch desde el mar de Azov, terminó con su vida sin pena ni gloria. Su mujer sintió alivio al recibir la noticia. Ya no volvería a pagar con ella su frustración. A pesar de ello estuvo en su funeral y fingió con solvencia las lágrimas que exculpaban su odio frente a los pocos marinos que asistieron al entierro. 


Mientras tanto, el mandatario ruso, plenipotenciario, prepotente, delirante, y ansioso de poder, dinero y gloria continuó su invasión del territorio ucraniano que, desde 2014 con la adhesión de facto de la península de Crimea, formaba parte de sus planes para la recuperación de la vieja gloria soviética, aunque alejada del comunismo que consideraba retrógrado y próxima a su concepto de democracia dirigida y soberana —basado en los planteamientos de Voloshin y Surkov— con el que pretendía perpetuarse en el poder, favorecer a los oligarcas que le eran fieles —según su criterio— e incrementar su cuota de autoritarismo, a pesar de que sabía las consecuencias que la invasión tendría en su población. Era perfectamente consciente de que la invasión de Ucrania estaría libre de acciones por parte de los miembros de la OTAN, pues Ucrania no pertenecía a la organización por mucho que se empeñasen en tildarla de socio estratégico. Sabía que cualquier acción bélica de algún país externo conllevaría una declaración de guerra que terminaría desembocando en una guerra mundial tal y como aconteció en 1914 con la Gran Guerra. También sabía que serían numerosas las condenas por parte de muchos países, cuestión esta que no le preocupaba lo más mínimo, como tampoco le preocupaban las sanciones económicas que recibiría con gusto pues sería su propia población la más afectada y gracias a su propaganda interna convertiría dichas sanciones en odio a Occidente lo que le ayudaría a eternizarlo en el poder. Tal vez no valoró el impacto del silencio de algunos países que consideraba amigos y que ya habían sido consultados con antelación, aunque esta cuestión estaba fuera de lugar una vez comenzadas las acciones bélicas. Lo que indudablemente no previó fue la respuesta social. No nos referimos a las protestas contra la guerra que se sucedían en su territorio y se acallaban con arrestos, sino a la sanción social que dejó fuera del mundo cultural y deportivo a Rusia. El circo para la población rusa se había deslocalizado y la ingente cantidad de dinero que había costado a ciertos oligarcas tener a sus equipos deportivos en el foco mundial se apagaba por momentos. Rusia fue expulsada de cualquier evento social, deportivo o cultural de carácter internacional y todos aquellos participantes individuales que competían bajo bandera rusa no pudieron intervenir en ningún tipo de evento. Rusia quedaba aislada verdaderamente. El aislamiento económico supuso un sufrimiento para la población que una transformación en autarquía, como de hecho estaba planificado gracias a los ingentes recursos de un territorio como ese, terminaría por solventar. Sin embargo, el aislamiento social de un mundo globalizado verdaderamente por primera vez en la historia no era algo que la población pudiera asumir y las consecuencias estaban por venir. El grito «¡Guerra No!» llegaba a los oídos del mandatario cada vez con más fuerza y comenzaba a entender sus verdaderas consecuencias.



Foto de origen desconocido.


En Mérida a 27 de febrero de 2022.

Francisco Irreverente.

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