—Deja de moverte, por favor. Me estás poniendo nerviosa.
La pequeña niña no estaba acostumbrada a tanto ajetreo. Siempre conseguía que la silla hiciese lo que se le antojaba, pero en esta ocasión parecía que todo era un poco más difícil. La silla no se estaba quieta y la niña no lograba sostenerla.
Esa silla llevaba en su casa desde siempre, al menos desde que ella tenía memoria, lo cual, todo sea dicho, no era demasiado porque tan solo tenía ocho años. Era una silla que había pertenecido a su padre y antes a su abuelo. Ella la había heredado cuando su padre falleció en un trágico accidente hacía poco tiempo. La niña recordaba perfectamente las tardes que pasaba en el regazo de su padre, mientras él escribía en su escritorio sentado en la misma silla que ahora ella no era capaz de controlar. Era una silla de madera, un tanto destartalada y que según le había contado su papá había sido arreglada en innumerables ocasiones. De hecho, cuando estaba triste o aburrida se sentaba frente a ella e intentaba localizar golpes, roces, arañazos, desconchones o cualquier otro estropicio e imaginaba cómo se habrían producido. Había toda suerte de aventuras: caídas de aviones, hundimientos de barcos, saltos en paracaídas, escaladas de montañas... Así, cada pequeño destrozo que encontraba tenía su propia historia. El problema era que a la silla no le gustaba demasiado que la mirasen fijamente y no paraba quieta. La silla, haciendo honor a su ilustre y antiguo origen, que la niña había escuchado de boca de su padre, estaba construida con la madera de un vetusto roble, bien pulida, lijada y pintada, ensamblada y encolada por las manos expertas de los mejores carpinteros que, decenas de años atrás —para la niña eran miles de años—, la habían preparado para un noble conde que la encargó con la idea de que presidiera su mesa de comedor. Junto a ella, según contaba la historia, los carpinteros habían hecho otras once, pero el resto había desaparecido en un gran incendio que había sufrido el palacio en el que se encontraban. Su padre le dijo que esa era la única silla que se salvó porque había logrado huir a tiempo.
La primera vez que la niña escuchó la historia no la entendió bien. Tendría cuatro o cinco años y su padre se la relató antes de acostarla, sentado él en la silla y ella sobre él en su regazo. Cuando el padre terminó la niña estaba dormida y la llevó a su cama. Esa noche la niña soñó con sillas que caminaban y se movían a su antojo y aunque al día siguiente no recordaba nada de su sueño, nada más levantarse fue al despacho de su padre con la idea de sentarse en la silla andante. Aún estaba por amanecer cuando la niña entró en la habitación y vio la silla en la penumbra, allá al fondo, pegada a la ventana. Las primeras luces del alba la iluminaban dejando todo lo demás en oscuridad. La niña se acercó a contemplarla. Llevaba en su mano un peluche con el que dormía cada noche, pero lo dejó caer en suelo sin percatarse. Cuando estuvo cerca quiso tocarla y entonces se movió. Sí, la silla se movió. Dio algo parecido a un paso atrás para evitar que la niña la rozase. Ella, lejos de asustarse, se acercó un poquito más, aunque el paso que dio fue un tanto inseguro, y volvió a alargar la mano para tocarla. La silla ya no podía retroceder porque la pared estaba tras ella, así que la niña pudo palparla. La niña sintió algo de inquietud y nerviosismo, pero nada comparado con la tensión que soportó la silla, claramente angustiada. La niña lo percibió y comenzó a acariciar con suavidad sus patas, sus travesaños, su respaldo, su larguero y su guarnición, acarició cada una de sus partes para que se tranquilizase de modo que cuando ambas parecían haber congeniado, la niña poco a poco escaló la silla apoyándose en el travesaño, sujetándose en la guarnición hasta lograr sentarse en el asiento y apoyarse en el respaldo. Entonces la silla pareció calmarse definitivamente y la niña, al cabo de unos instantes, se quedó dormida apoyada su cabeza en el reposabrazos. De nuevo soñó.
—Por favor, necesito que te estés quieta —la silla no parecía dispuesta a obedecer—. Sé que no te gusta la idea, pero tenemos que irnos.
No, a la silla no le gustaba la idea de marcharse. A la silla le gustaba esa casa antigua con suelos de madera que rechinaban al caminar sobre ellos y gruesas paredes que protegían del frío y del calor. A la silla le encantaba mirar al techo y contemplar el artesonado de madera con quien tantas buenas tertulias había tenido. Así que no quería dejar aquella casa. Aún recordaba lo mal que lo pasó cuando tuvo que huir del palacio mientras este se quemaba. De hecho, una de sus patas aún conservaba restos chamuscados.
—Tenemos que irnos, nos vamos a otra casa y no podemos quedarnos aquí. Ya lo hemos hablado muchas veces. Por favor, venga, vámonos.
La silla se negaba esquivando una y otra vez a la niña. En el cuarto no quedaba nada excepto la silla. El resto de los muebles, libros, ropa, juguetes y todo lo demás estaba empaquetado y listo para la mudanza. La niña comenzó a llorar desconsolada. Entonces la silla, apenada, se acercó y la rozó con uno de los listones de su peinazo. La niña la miró, se enjugó los ojos y sonriendo se sentó sobre ella. Ya no necesitaba escalarla para sentarse. Había crecido. Cruzó las piernas y se apoyó en el respaldo. Descansó sus codos en los reposabrazos y se tapó la cara con las manos para seguir llorando. La silla se movió suavemente con la niña sobre ella hasta acercarse a la ventana de la habitación. La niña abrió los ojos y miró al exterior. Las primeras luces del alba las iluminaron a ambas. La niña sonrió.
Imagen de Marcelo Jaboo en Pexels.
En Mérida a 23 de junio de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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