Rosamundo encontró un lugar, un lugar que se convirtió en su refugio, un lugar en el que podía estar sola, un lugar en el que podía llorar porque llorar es algo que se hace en soledad con la libertad que no te da la compañía. Rosamundo se refugiaba allí porque se sentía a gusto, aislada de un mundo que nunca la comprendía y al que ella no siempre entendía. No era más que una pequeña habitación, una habitación de su colegio que hacía las veces de biblioteca y cuya llave Felipe, que se había convertido en una suerte de confesor para Rosamundo, le había facilitado para que pudiera acceder cada vez que quisiera. El trato era bien sencillo, Rosamundo podía entrar las veces que necesitase y cuando le apeteciese siempre que todo se mantuviese en orden. Era un trato muy favorable para ella que acogió las llaves con una sonrisa contenida, llena del compromiso y de la responsabilidad que le daba la confianza que depositaba Felipe sobre ella. Ella, sin embargo, acudía allí no solo para leer o estudiar alguno de los libros que le prestaba Alicia —Rosamundo recibía, además, libros de Felipe que resultó ser un gran maestro que le explicaba a Rosamundo numerosos conceptos que a ella se le escapaban—, sino también para desahogarse con él. Así, cuando sentía que necesitaba aislarse, antes de hacerlo en solitario en la biblioteca, llamaba a la puerta del taller donde Felipe solía pasar la mayor parte del tiempo con la excusa de decirle que estaría allí. Entonces Felipe solo tenía que fijarse en el rostro de Rosamundo para entender que ella necesitaba hablar. Él comenzaba la conversación con gran sutileza y sensibilidad sin pretender llegar al fondo de la cuestión que disgustaba a Rosamundo, pero ofreciéndole a la muchacha distintos caminos para que pudiese expresar lo que necesitaba. Ella seguía el juego de forma más o menos consciente e iba dejándose atrapar por las redes de la confianza que Felipe le tendía. Rosamundo se sentía muy a gusto en compañía de Felipe.
Felipe era un señor mayor, tal vez no demasiado, pero de edad avanzada para Rosamundo que no era más que una adolescente. Puede que estuviera cerca de los sesenta, pero intentaba mantener un aspecto pulcro, incluso hermoso, teniendo en cuenta que era extremadamente alto y esbelto, lo cual podría suponer en cualquier persona cierto grado de torpeza que en Felipe se tornaba en elegancia. Su cara brillaba como si cada mañana hubiese dedicado un buen tiempo a maquillarse. Su labios eran finos, casi invisibles por el denso bigote que centraba la visión en su rostro afilado y acentuado por una incipiente calvicie que disimulaba con un postizo que, como él decía, le hacía sentirse bien. Sus ojos, profundos, hundidos en el rostro y pequeños como sus labios eran de un color indeterminado, bailaban al son de la luz, tal y como alguna vez había dicho él mismo. Tal vez era presumido, pero no podría decirse que era algo que se le notase demasiado. Siempre vestía de manera muy elegante, incluso cuando trabajaba en el colegio. Viéndole nadie se hubiese atrevido a decir que se encargaba del mantenimiento del edificio, seguramente habrían apostado porque Felipe ocupaba el cargo de director o similar. Y todo ello sin escucharle hablar… Si lo hubieran hecho, Felipe podría haber pasado por ministro. Rosamundo le escuchaba entusiasmada contar historias de su infancia y de su juventud. Le encantaba sentarse con él y dejarle hablar y hablar. Rosamundo no sabía si sus relatos eran cuentos inventados o crónicas de una vida sumamente emocionante que Rosamundo envidiaba. En cualquier caso, Rosamundo tenía claro que cuando estaba con él podía olvidar sus penas. Al menos hasta que él le preguntaba. Ese instante era esperado por Rosamundo y, en cierto modo, deseado, porque sabía que podría desahogarse con él. Rosamundo tenía la sensación de que Felipe la entendía, comprendía cuáles eran sus emociones y eso era así porque, en cierto modo, eran iguales. Rosamundo se atrevía a contarle sus inquietudes, le contaba lo desgraciada que se sentía cuando se miraba al espejo y veía reflejado su rostro quemado, pero sobre todo cuando notaba la lástima que la gente no ocultaba al mirarla. Rosamundo no podía ocultar sus lágrimas y Felipe le decía que era bueno llorar, que la ayudaba a desembarazarse de esos pensamientos que la angustiaban. Felipe, poco a poco, la hizo ver que su rostro no era ella, que ella era algo más, mucho más en realidad. Nunca quiso quitarle importancia a su aspecto y así se lo dijo muchas veces: «Mírame a mí, siempre intento parecer apuesto, pero la edad no perdona. A ti no es la edad la que no te perdona, fue un padre perverso el que decidió que tu rostro nunca luciese hermoso. Eso no puedes evitarlo, como tampoco puedo yo luchar contra la vejez. Sin embargo, ambos sabemos que no solo somos nuestra piel». Felipe era sensible a pesar de que nunca eludía hablar con crudeza si era necesario. Rosamundo encajaba esas verdades como podía, pero en el fondo agradecía que no se apiadase de ella, prefería su rudeza sensible antes que la compasión y pena que encontraba en otros. Rosamundo era fuerte, pero el mundo quería debilitarla y Felipe no lo permitiría, y ella no lo permitiría. Cuando sus charlas terminaban, Felipe regresaba a su casa. Rosamundo se quedaba un rato y leía, escribía, estudiaba o lloraba. Rosamundo nunca supo dónde vivía Felipe. Siempre lo encontraba en el colegio que era donde siempre lo buscaba. Sospechaba que viviría allí mismo, en alguna estancia habilitada a tal fin del antiguo edificio, pero nunca indagó más. La realidad es que Felipe vivía allí cuando no se atrevía a regresar a su casa donde compartía cama con otro hombre, ahora enfermo, con quien vivía en la clandestinidad que la vergüenza le impuso desde que descubrió su condición y fue repudiado por su familia cuando contó que estaba enamorado de, por aquel entonces, un chicho de su clase. Pero esa historia Rosamundo nunca la escucharía de Felipe, esa historia se perdería en la muerte de su compañero acompañada de millones de lágrimas que desmaquillarían el rostro de un Felipe anciano, arrugado y triste. Las personas enterramos nuestras historias más íntimas y profundas para que se pierdan en el vacío de la eternidad sin compartirlas con nadie. En soledad.
Imagen creada por el autor con IA de Bing.
En Plasencia a 2 de julio de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/