El timbre sonó un par de minutos antes de tiempo, «Es pronto», pensó Alicia mirando el reloj que se encontraba colgado en la pared de fondo del aula solo visible para ella salvo que alguna alumna voltease la cabeza. Los pájaros comenzaron a piar ante el estruendoso timbre al tiempo que las cigarras silenciaron su estridulación asustadas por el ruido. El sol impasible quemaba a esas horas del día, justo antes de la comida. Las hojas de los naranjos del patio ofrecían algo de protección frente al terrible sol que apretaba sin piedad y las alumnas, que habían salido en tropel apenas escuchando las últimas palabras de Alicia para recodarles los deberes que debían hacer para el día siguiente, se refugiaban de forma instintiva bajo la sombra. Las niñas, ávidas de juegos tras la jornada escolar, comenzaron a corretear por el patio. Muchas de ellas estaban hambrientas, no habían desayunado y la comida que recibirían sería la única del día para ellas, salvo que la fortuna quisiera que en sus casas cayera algún mendrugo de pan cocido en agua con restos de cebollas para cenar. El patio de terrizo dejaba entrever las grietas provocadas por la desecación de la arcilla y, aunque había algunos charcos desperdigados, fruto del riego que Felipe, que se encargaba del mantenimiento y de la cocina del colegio, había hecho a primera hora de la mañana, la mayor parte del agua ya se había evaporado. Rosamundo fue la última en levantarse de su pupitre. Quería dejar anotado en su libreta las últimas cuestiones que la profesora había explicado. Pero, además, sabía que en el patio no se divertiría con ninguna niña. Eran demasiado pequeñas para ella y ellas no querrían jugar con Rosamundo. La muchacha se levantó de su silla y se dirigió a la salida. Se despidió de Alicia, pero esta la detuvo.
—Ven un momento, Rosamundo. —La muchacha alteró ligeramente su dirección y se acercó al estrado para ponerse delante de la mesa de la profesora sin subirse.
—Dígame —le dijo mostrando gran respeto a pesar de que entre ellas no existía gran diferencia de edad.
—Ya sabes que las niñas de la clase son más pequeñas que tú y apenas les alcanza para leer y escribir. Tú, sin embargo, tienes muchos conocimientos adquiridos. No sé de dónde los sacaste, pero eso no es lo importante. Supongo que quieres aprender y que estás aquí por eso, —Alicia miró hacia el patio con gesto apesadumbrado a través de la puerta abierta—. Estas niñas, la mayoría están aquí por la comida —le dijo cambiando su tristeza por una sonrisa contenida—, pero eso es algo que ya sabes. No sé si realmente tienes interés en aprender y para qué quieres hacerlo, lo que es seguro es que en mis clases será difícil que lo hagas porque las tengo que dedicar a que las niñas aprendan lo más básico que puedan necesitar en la vida. Seguramente a muchas de ellas no les sirva nunca para nada. Terminarán casadas con algún hombre de su misma condición y terminarán teniendo varios hijos que criarán como puedan, pero, al menos me gustaría que se llevasen de este colegio lo importante que es la educación. Tú eso ya lo sabes, ¿verdad?
Rosamundo asintió.
—Si realmente quieres aprender, tendrás que confiar en mí. ¿Confías en mí?
Rosamundo la miró a los ojos. Alicia los tenía azules, intensamente azules. Muy claros, casi como el cielo despejado del verano que les estaba golpeando con fuerza. Rosamundo asintió de nuevo.
—Bien, si es así, te pediré que hagas algunas cosas que el resto de las niñas no harán. Te traeré libros solo para ti. Deberás estudiarlos y hacer los trabajos que te pida. Intentaré traerte una hoja cada día con las tareas, pero tú deberás comprometerte a completarlas. Ese será nuestro trato.
Rosamundo la miró de nuevo y pensó lo hermosa que era.
—Así lo haré —confirmó la muchacha—. Trabajaré todo lo que me sea posible. No la decepcionaré.
—Sé que no lo harás.
Alicia se agachó y sacó de su bolso un libro: el primero que Rosamundo debería estudiar. Era un libro de literatura. Rosamundo lo cogió y agradeció el gesto de Alicia con un contenido «Gracias» que le sonó delicioso cuando acarició el lomo. Entre sus páginas había una hoja escrita por Alicia con instrucciones y tareas para Rosamundo. Sonrió.
—Deberás ir haciendo esas tareas, cuanto antes las hagas, antes podrás pasar al siguiente libro y así irás aprendiendo. Por supuesto, cualquier duda que tengas, me la debes preguntar y yo intentaré resolvértela. Ya encontraremos el hueco. Puedes utilizar la clase para trabajar los textos, mientras yo seguiré explicándole a tus compañeras todo lo que creo que deben saber. Por cierto, los libros puedes quedártelos, son para ti, para que los releas cuando lo necesites…
Rosamundo hizo ademán de interrumpir a la profesora.
—No, no te preocupes —Alicia no la dejó continuar—. Estos libros los tengo repetidos y, tal vez, algunos te los compres, pero no hay problema. Tú solo preocúpate de estudiarlos y disfrutarlos. Me lo agradecerás cuando consigas lo que buscas.
Rosamundo la miró emocionada y agradecida.
—Gracias, los estudiaré… Y no te decepcionaré.
«Porque decepcionarte supondría fallarme a mí», pensó Rosamundo.
—Bueno, ahora sal al patio y protégete del sol hasta que la comida esté lista —le dijo Alicia despidiéndose—. Hasta luego, Rosamundo.
—Gracias de nuevo, profesora.
—Puedes llamarme Alicia.
Rosamundo sonrió y se marchó al patio. Buscó un rincón a la sombra y se sentó en el suelo. Abrió el libro que Alicia acababa de darle y sacó la hoja manuscrita. La leyó. Estaba llena de instrucciones sobre qué debía hacer. Rosamundo pensó todo el tiempo que le habría dedicado Alicia a escribir aquellos párrafos para que ella pudiera seguirlos y aprender. Le estaba sinceramente agradecida y sabía que no la decepcionaría. Comenzó a ojear el libro y sacó su cuaderno hecho de hojas cosidas a mano por ella y comenzó a escribir.
Felipe salió al patio desde el comedor. Había preparado la comida para todas y las llamó:
—¡La comida está lista! —les gritó—, vamos que se enfría. —Lo dijo vociferando en repetidas ocasiones. Sabía que, si no lo hacía así, las niñas, entretenidas como estaban, no le harían caso a pesar del hambre que seguro que tendrían.
Las niñas fueron entrando al comedor y sentándose a las mesas que estaban preparadas con los cubiertos ya puestos. Había todo un ritual en el comedor del que Rosamundo apenas participaba porque solía sentarse sola. Nunca faltaba comida y Rosamundo solía ser la última en levantarse de la mesa después de dar las gracias por los alimentos e ir a la mesa de servicio con el plato para que la sirviese. Felipe la vio sentada en el rincón del patio con el libro y se acercó a ella.
—Vamos, pequeña, la comida está lista.
Rosamundo asintió y se levantó tomando la mano que Felipe le ofrecía.
—¿Qué lees? —le preguntó Felipe.
—Un libro que me ha dado la profesora para estudiar.
—Déjame verlo —le pidió Felipe. Rosamundo se lo enseño. Felipe sonrió y le guiñó un ojo en un gesto que Rosamundo no entendió—. Vamos para adentro que se te enfriará la sopa… —le dijo devolviéndole el libro.
Rosamundo entró para comer.
Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.
En Mérida a 18 de junio de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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