domingo, 11 de junio de 2023

El cricrí de los grillos.



El intenso calor del verano desvanecía el erial en el horizonte mezclando tierra y cielo. Una tierra áspera, amarilla, seca y un cielo de un azul claro, casi blanco, en el que las nubes apenas se atrevían a aparecer para no someterse a la tiranía del sol. Tras el pilar, siempre rodeado de tierra embarrada con restos de huellas de burros, asnos, vacas y algún que otro caballo famélico, el camino enzahorrado te transportaba a un mundo lleno de promesas de aventuras que te atrapaba y del que era imposible escapar. Nuestra edad fue el mejor aliado de lo desconocido, y aquel mundo era un cúmulo de ofrendas por revelar que se amontonaban en el estío impacientes por nuestra llegada. El frescor del riachuelo que cruzábamos descalzos con nuestras zapatillas en la mano era la frontera tras la cual se abría un nuevo universo que debíamos descubrir. Las ruinas de tapial de antiguas edificaciones abandonadas se convertían en castillos donde escondíamos aquello que nuestra curiosidad había descubierto en las cercanías y que no eran más que restos de maquinaria de un molino de aceite que hacía años había sido abandonado. Los días pasaban entre zarzas que nos llenaban de arañazos, charcos en los que buscábamos galápagos y renacuajos, polvo pegajoso del sudor de nuestras frentes tras intensas carreras en bicicleta y horas y horas de imaginación que nunca terminaban, de las que nunca fuimos conscientes y que colmaron nuestra infancia estival. Había peleas, había secretos, había enfados, había encuentros y desencuentros, había risas y llantos, había niños y niñas, y, sobre todo, había tiempo, había mucho tiempo. Un tiempo breve, sin embargo, pero un tiempo intenso, compartido entre un grupo de chavales inconscientes, felices, despreocupados, unidos por un apellido. Unos niños que vivían en un tiempo que transcurría lento o rápido según su capricho y que sabíamos que tenía fin, a pesar de que nuestra percepción pueril no nos permitía asumirlo hasta que se asomaba impertérrito, impasible, siempre temprano, pero acompañado de una extraña ilusión en la triste despedida por la llegada del siguiente verano en el que un año más nos acompañaría y un año más nos restaría algunas ilusiones que se habrían convertido en infantiles, pero que nos ofrecería otras nuevas impensables en nuestra infancia. Un nuevo verano que sabíamos que estaría allí, pero que no imaginábamos que algún día desaparecería y terminaría porque nuestra infancia e incipiente juventud había quedado atrás y las promesas del pueblo habían dejado de interesarnos y fueron sustituidas por aquello que despertaba en nosotros nuevas curiosidades.

Las horas en las que el sol abrasador prohibía nuestra incesante actividad, pero nos permitía escuchar el cricrí de los grillos en el silencio de la siesta, tumbados al frescor del suelo de barro cocido y protegidos por las inmensas paredes de tierra apisonada de la que fue nuestra casa. Las noches tardías que nos ofrecían el espectáculo del cielo negro al que mirábamos sentados desde el umbral del hogar sin ser conscientes de que esas estrellas desaparecerían cuando nuestra edad avanzase y sin ser conscientes de que estábamos enamorados de ellas. Las noches taciturnas en las que surgían risas contenidas de los chismorreos del día entre el chirriar de los muelles de las camas de los dormilones, hasta que el sueño se apoderaba de nuestra consciencia y nos permitía descansar unas horas a la espera de un nuevo día que nos colmaría de emociones. El olor que surgía de la cocina por la mañana, por la tarde, por la noche que era nuestro reclamo al que acudíamos prestos para saciar nuestro hambre. El mandil de la abuela Isabel que era un maravilloso libro que contaba cuentos inimaginables e imposibles de transcribir. Las historias de las tías, las tareas de los tíos, los juegos con los primos. Todo eso, absolutamente todo eso era nuestra infancia estival. Y se terminó. Hubo un verano en el que ya no fuimos. Tal vez fuera la edad, tal vez fuera algún desencuentro, tal vez fueran las obligaciones. No lo sé y poco importa. Sin embargo, esos veranos perduraron en nuestra memoria: somos lo que la memoria nos permite ser y nunca seremos más de lo que la memoria nos consienta. Olvidarla nos deshumaniza, perderla nos condena.

Y así transcurrió el tiempo en el que con algunas reuniones esporádicas se celebraba la llegada de un nuevo año, de un nuevo matrimonio, de un nuevo nieto, y así algo de aquello se mantuvo durante algún tiempo en la distancia, pero siempre latente en nuestras almas hasta que, así, el corazón que todo lo unía murió porque la vida es así, porque así tenía que ocurrir. Y, sin embargo, como la propia vida se aferra a subsistir a pesar de las innumerables dificultades a las que se enfrenta, aquello que parecía absolutamente diluido en el tiempo no terminó de desaparecer y un día, un buen día, aquellos que más amaban esa historia, aquellos que nunca la abandonaron, decidieron recuperarla con todos, revivirla para todos, compartirla con todos y juntarnos de nuevo en torno a una inmensa mesa de una nueva casa que aglutinaba tres generaciones con el recuerdo de una cuarta ya desaparecida y tal vez la esperanza de que una nueva pudiera asomar en el futuro. Un viaje en el tiempo del pasado al presente y una ilusión de un devenir futuro que no debe contabilizarse en años, sino en vida. Un día, solo un día, pero tanto tiempo vivido, tantas aventuras, tantas alegrías, tantas tristezas, tantos encuentros, tantos abrazos, tantos besos, tantos sentimientos, tantas emociones. Tanto por vivir.


Imagen de los primos en la casa de Villagonzalo, reunidos el 10 de junio de 2023.
En Mérida a 11 de junio de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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