domingo, 4 de junio de 2023
Rosamundo (xiii).
Rosamundo decidió entrar, decidió seguir, decidió avanzar y enfrentarse a sus miedos que serían puestos de manifiesto por sus compañeras. No tenía dudas. Ya le había pasado antes y sabía que debía afrontarlo. Ella misma a veces caía en la trampa y se enfadaba con ella misma. Se reprochaba tener ese rostro, pero nada fue igual cuando se enteró de quién fue el causante de su sufrimiento al leer el contenido del sobre que la directora del orfanato le había dado. Creía que nunca sería capaz de superar su angustia, su miedo, su sufrimiento. Estaba equivocada, pero aún tardaría en saberlo.
El colegio era un edificio destartalado, antiguo. Rosamundo cuando llegó a él hacía no muchos días gracias a Alfredo pensó que se había equivocado, que ese no podía ser el lugar en el que aprendería. Sin embargo, lo era. Las puertas y ventanas estaban desencajadas. Las dos únicas aulas apenas conservaban un terrazo del suelo sin quebrar y la pizarra no era más que un pedazo de pared pintada de negro. Ella entró en la clase con las mayores que tenían entre 12 y 14 años. A partir de los 14 años ya no podían permanecer allí. Ella tenía 16, pero necesitaba completar su formación porque en su ánimo estaba seguir estudiando. Le pidió una oportunidad a la directora del colegio y la consiguió convencer para que la dejase quedarse allí durante un curso. En el orfanato había aprendido lo básico, tuvo buenas profesoras, pero sabía que no había aprendido lo suficiente. Sabía que, si quería seguir estudiando, si quería ir a la universidad, debía esforzarse más que nadie, debía trabajar mucho y no lo tendría fácil. La profesora que daba clases a las mayores, Alicia, era una chica joven, de familia adinerada y muy hermosa a los ojos de Rosamundo que dedicaba su tiempo a educar a niñas desfavorecidas y en cuanto habló por primera vez con Rosamundo la entendió. La ayudaría y haría todo lo posible por conseguir que progresase. El colegio se sustentaba con fondos de su padre y ella le pidió que le permitiese enseñar allí. El padre consintió, pero la dirección del centro recaería en alguien que rindiera cuentas directamente con él, sería una mujer experimentada y poco empática. No quería que la escuela se convirtiese en un pozo sin fondo para él. El colegio se había abierto hacía pocos años, habían utilizado un antiguo local propiedad de la familia que estaba en desuso. El padre no tenía especial interés en hacer ese gesto de caridad, pero tampoco deseaba tener permanentemente a su hija pidiéndole ayuda para abrir un colegio de niñas, así que a las primeras de cambio accedió. Allí comenzaría el periplo de Alicia por la vida real, ese era el pensamiento del padre, mientras, él podría seguir con sus negocios como industrial. En realidad, los deseos del padre para su hija eran otros, quería que su hija encontrase un buen marido y que hiciese una tranquila vida social. Pero sabía que con su hija eso era imposible como tampoco fue posible con su mujer. Alicia, como su hija, nunca fue una mujer dócil, al menos dócil en el sentido que él le daba a ese concepto aplicado a las mujeres y que provenía de la educación que había recibido. No puede decirse que fuese culpable de su manera de pensar, al menos no del todo. La educación recibida acomoda el pensamiento, pero bien es verdad que su mujer la ayudó a abrir los ojos y ver la realidad de otro modo. Así, su hija, logró convencerle de que la ayudase a abrir el colegio y, a pesar de que quedaba mucho por hacer, tanto padre, con cierta resignación, como hija, con gran emoción, sabían que antes o después ese edificio desastroso se convertiría en un digno colegio para niñas.
Rosamundo llamó a la puerta. Alicia, a través del cristal de la hoja vio el rostro de Rosamundo y sonrió. La reconoció, pero no vio en su cara lo que Rosamundo pensaba que todo el mundo veía cuando la miraban: fealdad. Alicia vio el rostro de una muchacha decidida, fuerte, perseverante y capaz. Por eso sonrió, porque Alicia quería a Rosamundo y quería que Rosamundo alcanzase todo lo que estuviese a su alcance y más. La invitó a entrar.
—Pasa. La clase aún no ha comenzado.
El resto de las niñas veía a Rosamundo como una mujer. Todas eran más pequeñas que ella y todas, como ella, provenían de una parte de la sociedad muy pobre, con dificultades para subsistir con dignidad. Rosamundo era una afortunada cuando se comparaba con algunas de esas niñas cuya historia conocía de manos de Alicia. De hecho, la mayor parte de las niñas estaba allí porque se les daba de comer. Alicia sabía que el colegio estaría vacío si no ofrecieran la comida del mediodía de forma gratuita. Esa fue una idea que su padre le dio y que ella acogió con gran entusiasmo porque enseguida comprendió que así conseguiría que las niñas asistieran. Tanto era así que tenían lista de espera para poder acoger a nuevas alumnas. La directora del centro hacía las entrevistas con los padres de las niñas y procuraba que solo las que realmente necesitaban la ayuda entrasen, aunque era consciente de que todas la necesitaban, si no era por la comida, lo era por la educación. El colegio era una pequeña vía de escape para las niñas que les ofrecía la oportunidad de aprender, oportunidad que de otro modo nunca hubieran tenido.
—Gracias —respondió Rosamundo—. Siento llegar tarde.
—No te preocupes. Siéntate.
Alicia contempló el rostro de Rosamundo y supo que había llorado. Sabía que era una muchacha fuerte, pero también sabía que sufría mucho. Hablaría con ella en el recreo.
Rosamundo se sentó en el único pupitre que quedaba libre. Cuando se dirigía a él, una niña dejó un papel doblado en el asiento. Rosamundo lo recogió mientras se sentaba. Lo abrió y leyó lo que estaba escrito: «monstruo». Rosamundo lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.
En Mérida a 4 de junio de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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Cuentos y relatos.,
Rosamundo.