—¡Mona negra cabrona, mona negra cabrona, mona negra cabrona! —gritaron al unísono como un tantra cuando la jugadora pisó el terreno de juego.
Las integrantes de ambos equipos fueron entrando poco a poco bajo los ensordecedores gritos de los espectadores. Era una final de algo, de alguna competición con mucha repercusión mediática, es decir que movilizaba mucho dinero; era un partido importante, al menos todo lo importante que puede ser un partido. Había congregado a una gran multitud, tanto es así que el equipo local, en previsión de la numerosa asistencia, había decidido que se jugase en el estadio de fútbol en el que el equipo masculino disputaba habitualmente sus encuentros, ya que era mucho mayor que el del equipo femenino. Sin embargo, gracias a un importante esfuerzo publicitario, y, por tanto, económico, la organización había logrado despertar un gran interés para el encuentro asegurándose un excelso retorno monetario. Por supuesto, la mediatización del partido era forzada, excesivamente interesada e impostada, porque el verdadero interés comercial del espectáculo seguía recayendo sobre la sección masculina, pero eso importaba poco, porque darle relevancia a un partido femenino estaba de moda y era bueno para los intereses del club.
—¡Hija de puta! —prosiguieron gritando—. ¡Me cago en tu puta madre!, ¡vete a lavar platos! —dejaron de lado provisionalmente el racismo verbal y pasaron al machismo—. ¡Cómemela! —chillaron muchos valientes verbalizando su odio desmedido contra todo, contra su propia existencia. El grueso del público asistente era masculino, pero no faltaban mujeres que también proferían insultos, igual de nauseabundos, a imitación de los varones, sin saber muy bien qué buscaban unos y otros a excepción de liberar su odio y rabia interiores que les corrompía el alma.
Así, con tan poca imaginación, los insultos proferidos sobre la chavala proseguirían, si algo no cambiaba, durante los noventa y algunos minutos que duraría el espectáculo que distaba mucho de ser un encuentro deportivo entre dos equipos y se acercaba más a una lastimera y vergonzante manifestación social de racismo y machismo consentido por las instituciones, incluso propiciado de forma intencionada y cuya solución es sencilla y ejemplificadora: la prohibición. Así, en términos generales y particulares, en todo su espectro. Prohíbase porque esta manifestación pone de relieve la falta de educación que es la base de la lucha contra el racismo, la xenofobia, el machismo y la homofobia. La educación iguala, la educación socializa, su ausencia provoca odio como reacción al miedo que produce la incomprensión y el desconocimiento. La educación es la solución, aunque no interese a todos.
Todas esas numerosas y variadas afrentas de los espectadores, animales irracionales dentro la caterva, incapaces de conservar el más mínimo sentido de la decencia, consecuencia evidente de la falta de educación, iban contra una de las jugadoras del equipo contrario. Una chavala negra cuyo rostro recordaba el de un mono, pero no el de un cabrón. No hay nada malo en parecerse a un mono, todos compartimos ese origen como especie. No hay nada malo en ser negro, es más, ser blanco genéticamente indica de forma implícita cierto nivel de impureza que vete a saber de dónde proviene y a qué mutaciones responde. Tampoco hay nada malo en lavar platos, lástima que muchos hombres no sepan qué es eso. El gentío lanzaba el insulto por el insulto, escondido en el anonimato que supone la multitud, con la conspicua colaboración del vecino que se comporta como tú y tú como él.
Los espectadores, algunos negros, algunas mujeres, algunas mujeres negras, se desgañitaron durante todo el encuentro contra la pobre chica. Serían treinta mil los que gritaban de los treinta mil que asistieron. Algunas veces todos coincidían a la vez, en especial cuando la chica recibía el balón y quería iniciar una jugada o cuando se cometía alguna falta sobre ella y caía al suelo quejándose de alguna acción antirreglamentaria. Los insultos eran perfectamente inteligibles, como si hubiesen estado ensayando en coro antes del encuentro para que el mensaje llegase claro y conciso a los oídos de la mujer. Y llegaba. Y la pobre mujer sufría como cualquier ser humano lo haría ante semejante humillación, incluso aquellos hombres, jugadores, malcriados y maleducados muchos de ellos que ganan decenas de millones por patear una pelota y en quienes hemos inculcado con nuestra connivencia comportamientos infames, despectivos, provocadores y pendencieros a base de consentir su infantil conducta caprichosa e inmadura. Y aún así no merecen recibir semejante agravio.
El resto de las jugadoras del equipo visitante estaban ciertamente asustadas, desconcertadas. No estaban acostumbradas a semejante griterío. Algunas se acercaban a su compañera para animarla. Las jugadoras del equipo local también estaban sorprendidas. Unas y otras estaban abajo, escuchando aturdidas el griterío de las gradas contra una jugadora cuyo única culpa era ser hábil, más que el resto y, tal vez, diferente por el color de su piel, aunque, de hecho, una de las componentes del equipo local también era negra y ninguno de los asistentes profirió grito alguno contra ella. Habría que comprobar si no doblegó su mente retrógrada algún pensamiento racista o machista contra esa chica a pesar de pertenecer a su equipo y lo guardó en silencio para sí.
Como quiera que las mujeres son más solidarias que los hombres, o tal vez porque la competición femenina está menos adulterada y corrompida que la masculina, llegados a un punto de odio insostenible por parte de los fanáticos contra la chica, todas, unidas, se juntaron en el centro del campo y detuvieron el juego. Así, de forma inopinada. El público silenció los cánticos. No entendían qué estaba ocurriendo. Tan peligrosa es la caterva que anula el pensamiento y obstruye la razón. Transcurridos unos instantes los cánticos se reanudaron ante la incomprensión de las jugadoras. Empezaron con algunos esporádicos, proferidos por los más animales en el sentido peyorativo del término, pero se le fueron uniendo otros, tan animales como ellos. Sin embargo, algún sector del público decidió aplaudir la actitud de las chicas, comprendiendo perfectamente qué estaba ocurriendo y cuál era el mensaje que enviaban las jugadoras. Y también recibieron apoyo de otras personas que se unieron a su aplauso. Muchos de estos habían estado gritando contra la jugadora poco antes. Sin embargo, algo de humanidad quedaba en ellos como para darse cuenta de la atrocidad que estaban cometiendo.
El partido no se reanudó. Las jugadoras de uno y otro equipo se negaron a pesar de las presiones que recibieron a través de los delegados de ambos equipos que les transmitieron sendos mensajes de la presidencia de sus equipos poco conciliadores y comprensivos. Las chicas se retiraron abrazadas. En otros partidos ellas mismas se habían peleado, golpeado e insultado en el terreno de juego mostrando su lado menos humano, contrario a los valores que el deporte inculca, pero en esta ocasión la humanidad sí venció y ejemplificaron su negativa a la actitud irrespetuosa del público abandonando el terreno de juego mostrando su total desprecio frente al racismo y al machismo.
El público fue retirándose poco a poco. Algunos asientos fueron rotos y lanzados al terreno de juego. La gente se dedicó a destrozar el poco mobiliario que tenía el estadio. Al salir algunos de los coches sufrieron golpes, y muchos espejos fueron quebrados, las papeleras, los bancos, los árboles más pequeños, todo lo que estaba al alcance de la mano de los salvajes irracionales agrupados fue destruido. La rabia y el odio mezclados con los estupefacientes obraron su objetivo. Al día siguiente los servicios de mantenimiento y limpieza de la ciudad, entre los que se encontraban alguno de quienes ejercieron esa violencia verbal y física gratuita, tendrían que arreglar el desaguisado. Los medios de comunicación se hicieron eco de la actitud de las mujeres y del comportamiento del público. Duró hasta el siguiente partido. Todo quedó en buenas palabras e intenciones, alguna multa y el cierre del estadio. Un pequeño e inútil símbolo para la posteridad y para cubrir el expediente. Pero muchos de los que allí estuvieron, muchos de los que vieron el partido desde sus casas y muchos de los que leyeron la noticia y vieron la foto de la chica tuvieron un pensamiento similar al de los cánticos. Porque el problema es que somos racistas y machistas y xenófobos y homófobos en mayor o menor grado porque tenemos miedo a lo desconocido, porque lo diferente nos produce incertidumbre y, aunque tal vez no insultemos o golpeemos, esa enfermedad provocada por los prejuicios incrustados en nuestra mente solo la puede curar la educación.
Imagen creada por el autor con IA de Bing.
En Mérida a 28 de mayo de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera