domingo, 21 de mayo de 2023

Rosamundo (xii).




Rosamundo apareció en la entrada dejando tras de sí las escaleras. Se dirigía con paso firme a la salida. No quería encontrarse con Casiana. Intuía que querría hablar con ella, pero a ella no le apetecía hablar con nadie. Casiana la oyó y se asomó ligeramente abandonando sus preparativos para las comidas. 


—Rosamundo —casi susurró. 


La niña escuchó, la joven desoyó y la mujer respondió.


—Buenos días, señora Casiana. —No se dirigió a ella como Casi con toda la intención, y Casiana lo percibió.


—Buenos días, Rosamundo.


—Voy a la escuela. Hoy no comeré aquí. Tengo trabajo después.


—Lo siento —le dijo. Rosamundo la miró extrañada, pero emocionada—. Lo siento mucho. Sé lo que pasó. Hablé con Alfredo. No sé cómo te sientes, pero entiendo tu disgusto.


La gente no sabe empatizar, nadie dijo que fuese fácil, pero para comprender a alguien lo suficiente no sirve decir que se sabe cómo se siente porque es imposible sentirse igual que otra persona. Nadie puede absorber las emociones de otro y sentirlas en sí mismo. Son tantos los factores que determinan la emociones de cada cual que cuando uno intenta ponerse en el lugar de otro con la mejor de las intenciones termina provocando en quien sufre una ambigua sensación de rabia y frustración. A veces es mejor consolar en el silencio, con un abrazo, que lanzar explicaciones a diestro y siniestro que solo pueden inducir desazón cuando no odio y frialdad. Casiana lo sabía. Casiana lo había sufrido con su secreto conocido por todos y sobre el que todos querían consolarla. No cometería el mismo error con Rosamundo, al menos lo intentaría, aunque sabía cuál podría ser la respuesta.


—Seguro que no te apetece desayunar, pero te sentará bien. Puedes quedarte sola en la cocina. Yo estaré aquí fuera si lo prefieres. —Casiana intentaba confortar a la niña, pero respondió la adolescente, aunque con más amabilidad de la esperable, Rosamundo era buena chica.


—No, gracias, pero quiero llegar pronto, —le respondió casi sin mirarla. Casiana hizo un mueca amable.


—Luego, si lo necesitas, estaré aquí. Pero no te sientas obligada. Solo permíteme darte un consejo: contarlo alivia. De eso estoy segura. Bueno, al menos en mi caso funcionó, y quiero pensar que a ti también te ayudaría. No dejes que se te atragante. 


Rosamundo asintió levemente y prosiguió su camino pasando por delante de Casiana, que ya estaba fuera, detrás de su mesa, casi sin mirarla. Atravesó el umbral de la puerta, cuando las primeras lágrimas brotaron y se marchó dirección a la escuela. En el pensamiento de Rosamundo estaban pululando ya las burlas habituales del resto de niñas. No les había dado importancia hasta entonces, pero hoy sabía que le harían daño. 


La señora Casiana vio la silueta de Rosamundo en la contraluz de la puerta. Era una chica normal, no muy alta, con el pelo largo, dicharachera, con una figura bonita que no llegaba aún a ser de mujer, con el rostro destrozado por cicatrices cuyo origen desconocía y no se atrevía a preguntar. Le dio pena, una profunda pena que le encogió el corazón. Sabía que Rosamundo no lo tendría fácil en su vida. Pensó que no encontraría marido, asumió que eso era lo único que podría salvarla, pero nadie la querría. Se arrepintió de haber pensado algo así, pero no pudo evitar volver a pensarlo. Esa era la vida y eso era algo que la llenaba de rabia, que la hacía pensar en la tremenda injusticia que gobernaba ese maldito mundo en el que habitaban y que se regía por valores injustos, incomprensibles, valores inmorales. Casiana había sido una mujer con fe, muy creyente hasta que su marido desapareció. Pensó que era una suerte de castigo que Dios le imponía, aunque no sabía muy bien el porqué. Buscó consuelo en la religión, pero lo hizo a través de sus representantes en la tierra, buscó respuestas en el párroco. Pero el párroco era un hombre, solo un hombre. Con todos sus matices y todas su virtudes y todos sus defectos. Estaba muy lejos de ser un dios y muy lejos, mucho más si cabe, de ofrecer las respuestas a las preguntas que Casiana le formuló y que necesitaba encontrar. Casiana creía que poseer esas respuestas le aliviaría el dolor, aunque nunca llegaría a saberlo, y al no encontrarlas en la fe, al no encontrarlas en aquello que pensaba que nunca le fallaría, se sintió engañada, defraudada. Y así se lo hizo saber al cura, blasfemias incluidas, quien le respondió, como el hombre simple que era, que merecía ese sufrimiento y que algo habría hecho porque de lo contrario por qué se habría marchado su marido. Casiana salió haciendo aspavientos de la iglesia, insultando al párroco y maldiciendo todo lo que tenía ante ella, vírgenes y cristos incluidos. El párroco no fue menos y respondió con palabras malsonantes contra la mujer que había venido a pedir una ayuda que él no supo dar. Él solo sabía dar sus misas, beber su vino y aceptar las prebendas de las señoras pías, esposas de hombres ricos, que había en su comunidad. 


Rosamundo se dirigió a la escuela de niñas procurando sorber las lágrimas que chorreaban por su rostro serpenteando entre las cicatrices hasta encontrar un camino desde su cara hasta su ropa, sus zapatos o el suelo. Con la manga de su camisa se restregaba los ojos intentado secárselos para ocultar su disgusto, pero eso ya era algo imposible. Antes de doblar la esquina frente a la que la escuela aparecería Rosamundo se detuvo. Sabía que detrás de esa pared llena de desconchones, un edificio antiguo, aún desconocido para ella, albergaba algunas decenas de niñas que querrían verla sufrir por el mero hecho de sentirse superiores a ella, o de hacerse las duras, o de someter a quien consideraban débil. Sabía que no podría enfrentarse a ellas con sus mismas armas. Sabía que no podría insultarlas porque solo conseguiría que ellas siguieran haciéndolo, sabía que no podría pelearse con ellas porque provocaría más enfrentamientos, sabía que quejarse a las maestras solo le acarrearía nuevos insultos, sabía que solo cabía ignorarlas porque solo así se aburrirían, pero también sabía que siempre esa desidia no duraría por siempre porque en cualquier momento podrían volver a tomarla con ella. Rosamundo debía decidir si quería enfrentarse a ese mundo. Si le compensaba ese sufrimiento. Recordó su antiguo hogar, la Institución para Niños Felices donde había pasado su infancia y donde tanto le había costado encontrar la felicidad. Aquel era el lugar donde lo había aprendido todo sobre la crueldad de los niños y la indiferencia de los mayores. Debía decidir si quería pelear por su felicidad, pero había una sutil diferencia, muy importante para ella que acababa de comprender. Ahora estaba en su mano la elección, era algo que dependía enteramente de ella, no como cuando fue ingresada en el hospicio siendo un bebé. Le tocaba decidir con total libertad y se dio cuenta de lo difícil que era tomar esa decisión. Necesitaba coraje y valor fuese cual fuese su parecer. 





Imagen creada por el autor con IA de Bing.

En Mérida a 21 de mayo de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/