Ejemplificar sea tal vez la mejor forma de dilucidar si ciertos comportamientos dentro del ámbito de la política son o no son éticos. Pongamos, pues, un ejemplo:
Imaginen que una persona pertenece a una banda. No se trata de una asociación lícita, sino más bien es una agrupación criminal que realiza todo tipo de fechorías. Una más repugnantes que otras desde un punto de vista natural, pero todas reprobables legalmente. Entre las actividades que desarrolla esa, digamos, hermandad, se encuentra la extorsión, el robo, el secuestro, el blanqueo de capitales y el asesinato. Con semejante carta de presentación deben formar parte de dicho grupo un número no menor de miembros, cada uno de ellos desempeñando una función diferente. Supongo que el que mata puede también extorsionar o secuestrar, pero tal vez haya personas dentro que solo se dediquen a la contabilidad o a la intendencia. Bien, pues pensemos que una persona que pertenece a esa banda está dentro del grupo de los asesinos y ha ejercido la actividad con dispar acierto. A veces ha logrado su objetivo con distintos medios, a saber: pistolas, escopetas, bombas o similares; y en otras ocasiones ha errado. En cualquier caso, siempre ha provocado mucho dolor, dolor físico y psíquico, en definitiva, dolor humano, tanto social como individual. Como de todo hay en la vida, aunque la mayor parte de la gente condena los hechos, al tener conocimiento de los actos de este engendro de ser humano —disculpen mi falta de objetividad y de rigor científico en la calificación de esta persona—, existen ciertos sectores minoritarios que encuentran justificación en dichos sucesos e incluso los aplauden pues argumentan que esos asesinatos se hacen en nombre de un derecho mayor que puede ser, por ejemplo, la libertad. No cabe aquí valorar el orden de prelación de los derechos humanos naturales, puesto que son inviolables, si bien existe una declaración de derechos que fueron reconocidos al ser registrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como se adoptó por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París, en su Resolución 217 A (III). Resulta esclarecedora su lectura y la recomiendo encarecidamente. Además, a partir de dicha resolución se han ido gestando sucesivos acuerdos entre países que han afectado a temas relevantes como los derechos civiles o sociales.
Pues bien, el buen hacer de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado de turno, logra, en una operación bien perpetrada, arrestar a ese asesino y se lo lleva a juicio donde resulta condenado con una pena acorde a sus crímenes según el derecho penal del país en el que cometen las atrocidades. Ingresa en prisión y cumple las penas, recibiendo, como no puede ser de otro modo a tenor de la buena voluntad de la sociedad democrática en su conjunto, ciertas prebendas y reducciones de la pena por buena conducta y participación en programas de rehabilitación, incluso también por haber colaborado con la justicia en el esclarecimiento de otros delitos e implicando a compañeros de su banda que terminaron entre rejas, aunque este extremo no tuvo trascendencia pública para evitar represalias en el reo.
Cumplida pues la pena, que también incluía inhabilitación para cargo público, dicho ser humano sale de prisión y procura buscarse la vida. La verdad es que no tiene demasiado problema para hacerlo, a pesar del tiempo transcurrido —algo más de veinte años— y de que la banda ha desaparecido, porque encuentra apoyo entre aquella minoría que justificaba sus acciones. No ha transcurrido ni siquiera una generación y las heridas siguen abiertas. Por tanto, deben convivir en sociedad los familiares y amigos de las víctimas, así como todos aquellos que se sensibilizaron con ellos, y el autor de los asesinatos. Uno de los homicidios fue cometido contra una niña. Una niña que viajaba en un coche en el que el criminal colocó una bomba. Su madre no pudo superar el trauma causado y terminó ingresada en un centro psiquiátrico donde terminó muriendo de pena, literalmente. El padre, de fuertes convicciones sociales, cayó en una profunda depresión de la que solo pudo salir cuando logró convencerse de que su odio podía ser combatido solo aportando su labor a la sociedad y decidió ingresar en la política local para intentar ayudar a mejorar su entorno comunitario. Aceptó resignado la liberación del preso tras el cumplimiento de su condena, aunque el dolor por la muerte de su hija no había desaparecido aún. Pero las reglas de la democracia están para cumplirlas e hizo un gran esfuerzo para paliar el odio que sentía implicándose más en su trabajo político.
Finalmente, la banda fue disuelta y los crímenes perpetrados por sus miembros castigados como corresponde siguiendo las premisas del código penal vigente aplicado por los jueces —que también son seres humanos—. Sin embargo, los ideales y la ideología —que palabras tan peligrosas— de la banda persistían en ciertas minorías de la sociedad que quisieron recuperarlas desvinculándolas de las acciones criminales con las que se querían imponer y legalizaron una asociación y un partido político para intentar implementarlas en la sociedad renunciando a la violencia, pero manteniendo una posición ambigua sobre los actos violentos de quienes defendían los mismos ideales y tenían la misma ideología, y querían imponerla por la fuerza. Los familiares de las víctimas y la sociedad en su mayoría hicieron un gran esfuerzo por aceptar dicha situación sufriendo lo indecible y consintiendo esa ambigüedad en la condena de la violencia, pero demostrando un ánimo conciliador que solo cabe en democracia. Sin embargo, ese partido político, en un gesto provocador y pendenciero absolutamente innecesario decidió que algunos de los condenados por las fechorías cometidas mientras la banda criminal existía pasasen a formar parte de las candidaturas a las siguientes elecciones municipales. Era un acción legal, pero distaba mucho de ser legítima y, sobre todo, resultaba inmoral y carente de cualquier principio ético por mucho que intentasen justificarlo. La presión social que se ejercía con las palabras y no con las armas y el miedo no fue suficiente y en las papeletas electorales aparecieron sus nombres. Y fueron elegidos. Y tomaron posesión de sus cargos, tragando ciertos sapos, cumpliendo el Real Decreto que establece la fórmula de juramentos en cargos y funciones públicas. Y resultó que en el ayuntamiento donde el padre de la niña asesinada renovó su concejalía de forma legal surgió como concejal su asesino. Las preguntas que surgen son muy variadas y ofrecen escenarios diversos en los que la imaginación puede dar rienda suelta a cualquier situación… Pero tal vez la más relevante es si la candidatura política de un asesino encaja dentro de unas mínimas directrices de ética política. No se trata, por tanto, de un problema político, es un problema ético, de ética política. Y, desde luego, quienes propician esa situación demuestran tener poca ética política y no apuestan por la reconciliación para asegurar el reencuentro de una sociedad dividida por el dolor, más bien, al contrario, pareciera que el deseo es perpetuar el dolor y provocar un nuevo desencuentro que quién sabe cómo puede terminar. Espero que no regresemos al pasado, aunque como es bien sabido, solo los seres humanos tropiezan dos veces en la misma piedra.
Imagen creada por el autor con IA de Bing.
En Mérida a 14 de mayo de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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