domingo, 7 de mayo de 2023

Rosamundo (xi).




Rosamundo despertó con las primeras luces del alba. Se sentía cansada, pero sabía que había dormido mucho. Tenía esa sensación de cansancio que todos hemos sentido en alguna ocasión cuando soñamos tan profundo que pareciera que hemos vivido otra vida durante el sueño. Quiso quedarse en la cama un rato más. Se sentía dolida, frustrada, incluso, en cierto modo, engañada, pero también sabía que todo estaba en ella y que debía hacer lo posible por superarlo y no dejarse invadir por esas emociones que solo la disgustaban y entristecían. Lucharía contra esos sentimientos hasta lograr vencerlos y convencerse y asumir su realidad. Se incorporó con parsimonia, se levantó, se vistió y se dirigió a la mesita con la palangana cuando comprobó que frente a ella se encontraba el espejo que había guardado el día anterior. Rosamundo intentó hacer memoria, recordó todo lo que había ocurrido, cada momento, cada instante, cada emoción y se vio a sí misma descolgando el espejo y envolviéndolo en una manta para guardarlo en la maleta. Estaba completamente convencida de que eso era lo que había hecho. Se dio la vuelta y se dirigió a la cama. Se agachó y sacó la maleta. La abrió en el suelo. Allí estaba la manta, doblada, tal y como la había preparado ella. La desdobló, pero el espejo no estaba entre los pliegues. Aquello era absurdo. Era imposible. Rosamundo no recordaba haber sacado el espejo de la maleta y haberlo vuelto a colocar en la pared. Escudriñó su mente intentando encontrar un resquicio que explicase aquello. «¿Entró alguien anoche, mientras dormía?», se preguntó. Se acercó a la puerta y el pestillo estaba echado. Rosamundo no tenía explicación. Ella no lo había hecho, estaba segura de eso. Resolvió no darle mayor importancia. Se lavó la cara y se peinó frente al espejo. Terminó. Decidió que no quería verse y lo recogió nuevamente envolviéndolo en la manta y dejándolo dentro de la maleta. En esta ocasión echó la pequeña cerradura de la maleta y guardó la llave en el cajón de su mesilla. Bajó.


Casiana estaba en la entrada, sentada en su silla, cuidando de su pequeño establecimiento cuando oyó bajar a Rosamundo. Había estado pensando en la niña durante toda la noche. A ella le costaba conciliar el sueño. Nunca supo muy bien por qué había dejado de dormir de repente, sin venir al caso, sin que pudiera encontrarle explicación alguna. Fue algo que ocurrió sin más. Solía dormir muy tranquilamente y durante suficientes horas, pero una noche se despertó de madrugada y ya no logró conciliar el sueño. Se levantó, se dio un paseo, bebió agua. Volvió a meterse en la cama, pero, a pesar de que hizo el esfuerzo de cerrar los ojos, su cerebro no quiso otorgarle el beneficio del descanso. Las horas transcurrieron de forma extrañamente lenta y el silencio se apoderó de ella. No logró conciliar el sueño. Esa situación se repitió durante varios días seguidos. Una mañana decidió acercarse a la botica y pedir algún remedio. Le atendió un mancebo muy sonriente que le ofreció varios productos, pero ninguno parecía convencer a Casiana. El farmacéutico estaba en la rebotica escuchando la conversación. Salió desinteresadamente y miró a Casiana. «Señora —le dijo—, cuando se llega a cierta edad el sueño nos abandona. Todo lo que le ofrezcamos será insuficiente». Casiana lo miró con gravedad, dándole a entender que se sentía ofendida por el comentario acerca de su edad y le espetó con desdén un «Usted dormirá poco, ¿verdad?» que dejó patidifuso al boticario. Pagó las pastillas que le había ofrecido el aprendiz y se marchó con desaire. Pero, efectivamente, las pastillas no hacían en ella efecto alguno y, efectivamente, era la edad la que le impedía conciliar el sueño como lo hacía antes. Resignada, sus noches se convirtieron en repaso de sus días pasados y preparación de los futuros. Así que esa noche había estado dándole vueltas a las emociones de Rosamundo e intentando dilucidar qué podría decirle a la niña para confortarla siquiera un poco. Recordó lo duro que fue para ella la pérdida de su marido. «Mi marido…», pensó. Se marchó, sin más, sin dar explicaciones, sin una despedida, sencillamente desapareció. Casiana lo estuvo buscando, no concebía su desaparición. Imaginó toda suerte de desastres que le podían haber ocurrido porque no quería asumir la realidad. Buscó y buscó. Denunció su desaparición argumentando que podría haberle ocurrido cualquier cosa y que estaría perdido o accidentado. De su armario, cuando se atrevió a revisarlo, faltaban algunas cosas, no muchas, es cierto, pero faltaba algo de ropa, algunas mudas, una pequeña maleta que habían usado en sus viajes de jóvenes. Su marido no había muerto, había desaparecido, pero para ella fue más fácil asumir su muerte que el abandono. Recordando durante aquellos primeros instantes, Casiana entendió que habían sido felices, pero a partir de cierto momento, de forma inopinada en aquel preciso instante, y fruto del devenir emocional de cada cual, uno de ellos, y Casiana no supo bien quién —así es la complejidad del ser humano—, habían dejado de serlo. Entonces la simbiosis amorosa en la que vivían transformó a la mitad de la pareja en un parásito del otro. Absorbía la alegría del otro e impedía su felicidad. Casiana no quería reconocerlo, su marido tampoco, pero sus vidas estaban mustias, amargadas por más que luchasen en aferrarse al pasado. Al final, su marido decidió que tenía que poner fin a esa permanente infelicidad y decidió huir. Casiana no fue más valiente por quedarse, tal vez más tozuda, pero con las emociones y los sentimientos, la única opción válida es afrontarlos, no resignarse o huir de ellos. 



Imagen creada por el autor con IA de Bing.

En Mérida a 7 de mayo de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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