sábado, 5 de abril de 2025

Un individuo (i).


 

Son las dos de la mañana. Las dos y dos para ser más preciso. En breve serán las dos y tres… y estoy seguro de que veré como cambian los números en mi despertador de la mesilla. Mis párpados pesan, pero no tanto como para que se me cierren los ojos. Siento un extraño cansancio, un cansancio que no me deja dormir, aunque tengo claro que es lo que más deseo en este mundo ahora mismo. Algo de luz entra por la ventana. La persiana está echada, al igual que la cortina, pero no es suficiente. Hay un pequeño agujero en la pared. Debe llevar ahí más de diez años. Puede que veinte o treinta. No lo sé. En mi estado me cuesta tener un sentido real del tiempo. La farola de la calle, esa que tengo justo delante de la ventana de mi habitación y cuyos rayos penetran atenuados en mi dormitorio, es incansable. Cada día a las nueve de la noche se enciende. Es infalible. Infalible y puntual. Ya estoy en la cama cuando comienza su trabajo. A veces, me levanto, abro la ventana y me asomo y la miro. Me quedo mirándola hasta que me aburro. Luego vuelvo a la cama para hacer compañía a mi querido insomnio. Nunca he esperado tanto como para verla apagarse y supongo que en algún instante lo hace porque cuando despierto —al final siempre consigo dormir algo— ya de día, no está encendida. Otras veces la espero asomado a la ventana. Y cuando se enciende tengo la sensación de que algo se apaga dentro de mí. Entonces cierro la ventana y me meto en la cama: para nada. Es triste, muy triste: tengo sesenta y siete años y no sé para qué sirve mi vida. Nunca lo he sabido.

 

Nací normal. No fue culpa mía. Podría mirar a mis padres, pero ¿qué responsabilidad tendrían ellos? Tal vez podría escudriñar en mis primeros años de vida y buscar ahí el origen de mi desesperación, pero para entonces la mediocridad —estoy seguro de ello— ya estaba asentada en mí. Lo que soy es lo que soy. Nada más. Y créanme, lo he intentado. Lo he intentado una y otra vez, pero a veces la cobardía, a veces el hastío, a veces el miedo, el puñetero miedo, me retiene. Siempre hay algo que me impide dar un paso adelante, siempre encuentro alguna excusa que me reprime. Siempre es igual. Pero vivo con ello. Lo hago con tranquilidad, con sosiego, con la certeza de que es mi normalidad la que se terminará imponiendo en cada ramalazo que siento para escapar de mi rutina. A veces doy algún paso envalentonado y me adentro en el afuera. Son solo unos pequeños pasos los que doy, pero siempre, siempre, termino volviendo a un redil del que veo la salida con su puerta abierta de par en par. Y me quedo dentro y miro la puerta, atento, esperando que me invite a salir o deseando que llegue ese instante en el que me atrevo a traspasarla asumiendo que volveré de nuevo adentro. Pero dentro no se está a gusto. De hecho, cada vez es más incómodo. Tengo la sensación de no encajar. Espero que me llegue una depresión como quien espera llover y el agua no llega, pero sabe que antes o después ocurrirá. Y va a ocurrir. De hecho, es probable que ya la esté sufriendo, que se haya instalado en mí de forma tan natural que ya sea mi estado normal: nací normal, ¿lo recuerdan?

 

No puedo hacer nada… Creo que ya no puedo hacer nada. Quiero pensar que siempre hay una salida, una solución creativa, astuta, imaginativa, pero no es verdad. Solo hay decisión y valentía, pero yo no tengo ninguna de esas dos cosas. Lo sé porque las he buscado de forma incansable durante toda mi vida. Y ya son muchos años, demasiados. No quiero rendirme, esa sensación de esperanza me mantiene vivo y tengo la impresión de que enterrarla supondría enterrarme a mí mismo, pero la realidad es que sé que no podré lograrlo: soy normal. Tampoco sé si se necesita tener alguna virtud, algún don, si es necesario tener algo especial para poder escapar de este maligno cercado en el que estoy encerrado, pero del que soy libre de salir en cuanto quiera, aunque no sea capaz. La angustia que sufro aquí dentro es inmensa, pero pensar en salir de aquí me produce una angustia mayor. 

 

Es curioso. Miro a mi alrededor y lo que veo es bueno. Sí, bueno, en términos pueriles es bueno. Pero no es suficiente para mí. No estoy seguro de cuál es la razón. Y pienso mucho en ello, pero no alcanzo a entender qué es eso que me tortura, eso que me encierra en mí mismo y no me permite ser quien quiero ser. El problema debe ser que no sé quién quiero ser. Hubo una época en que pensé que la solución estaba en las drogas. Sí, comencé emborrachándome. Un día, tendría unos treinta años, fui a un supermercado a hacer la compra. Tenía mi lista y un pequeño lápiz con el que iba tachando cada producto cuando lo depositaba en el carro con escrupuloso orden: primero el detergente, la legía y productos de limpieza, luego las cajas de leche y de galletas, después carnes y pescados y por último las frutas y verduras. No siempre compraba todo eso, vivo solo desde que me marché de casa de mis padres, pero en términos generales siempre seguía ese orden. Aquel día pasé por delante de la zona de licores. Está justo enfrente de las frutas. Una botella me llamó la atención. Confieso que le había dado vueltas al asunto en otras ocasiones, pero como en todo lo que pasa por mi mente, nunca me atreví a dar paso alguno. Me dejo llevar por una corriente incierta que me mantiene en una deriva profunda pero tranquila. En aquella ocasión sí lo hice. Dejé el carro abandonado en medio del pasillo, delante de las cajas de naranjas. Me dirigí al estante y sin dejar de mirar la botella la atrapé como si de un tesoro se tratase, como si fuese a escapárseme. Era vodka. Me gustaría añadir «creo», pero mentiría. Lo sé muy bien porque lo leí varias veces durante la cola antes de pagar. Recuerdo que me pareció muy barata. Y también lo recuerdo porque lo sufrí al día siguiente. La resaca fue terrible.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 5 de abril de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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