Sí, lo era, no tenía ninguna duda. Me dirigí a él:
—Buenos días —le dije entre aturdido y asustado. Alzó la mirada e hizo algo parecido a una mueca amable.
—Buenos días —me respondió impasible.
—¿No se acuerda usted de mí?
Me miró extrañado, silencioso. Levantó la mirada del teclado para fijarse en mí con atención. Sus grandes ojeras me sorprendieron, pero entonces evidencié que no estaba equivocado.
—Hablé con usted hace unas horas —proseguí—; le dije que había olvidado mi tarjeta en la habitación. Usted se ofreció a facilitarme una copia, pero yo le dije que ya me la daría cuando regresase de mi paseo.
Asintió poco convencido:
—¿Desea que le facilite un duplicado?
Por un momento dudé. Miré a los lados para ver si veía a la chica que me había atendido antes. Evidentemente ella sabía lo que había ocurrido. Asentí. Me miró y bajó la cabeza hacia el teclado.
—Facilíteme su nombre, por favor.
Se lo di.
Tecleó.
—Tiene usted ya dos copias de la llave. ¿Ambas están dentro de la habitación? —me preguntó mirándome algo extrañado.
Asentí nuevamente.
Se volvió, cogió una tarjeta, la pasó por un lector magnético y me la ofreció. La cogí con cierto miedo. La miré. Era blanca. No tenía nada escrito en ella.
—Oh, disculpe. Devuélvamela, por favor.
Le miré extrañado… Pensé que me estaba leyendo la mente, aunque ni yo mismo tenía muy claro qué estaba pensando. Dudé, pero se la di. La tomó. Se dio la vuelta. Pasó un instante en el que no sabía muy bien qué estaba haciendo, pero se me hizo eterno. Regresó frente a mí y me la devolvió. Había escrito el número de la habitación en la tarjeta: 254. Me asombré, me asusté, me alegré… Pasé por todo eso en cuestión de décimas de segundo.
—Por favor, devuélvamela en cuanto le sea posible. Puede quedarse con una segunda copia, pero no puede tener tres.
No sabía si llorar y reír. Aquello estaba tomando un cariz absolutamente irracional. O eso o me estaba volviendo loco.
—Por supuesto —le dije sonriendo.
Me di la vuelta para dirigirme al ascensor. Pulsé el botón de llamada. El ascensor abrió su puerta frente a mí. Entré. Pulsé el “2”. Se cerró la puerta. Noté como subía. Se detuvo con un frenazo tenue, apenas perceptible. Se abrió la puerta. Salí. Me dirigí hacia la habitación 254. Pasé por delante de la 245. Intenté no mirarla, pero no pude evitarlo. No hacía ni cinco minutos que había salido de allí. Llegué a la puerta de la 254. Estuve a punto de colocar la tarjeta en el lector, pero me detuve en cuanto apareció en mi mente la imagen de aquel monstruo calvo que me habría matado con gusto solo por el placer de hacerlo. Estaba acojonado, absolutamente acojonado. Pero tenía que ponerle fin a aquello. Llamé a la puerta y esperé. Volví a llamar y acerqué el oído para comprobar si escuchaba algo. Silencio. Llamé una tercera vez, en esta ocasión algo más fuerte. Esperé. Nada. Entonces coloqué la tarjeta en el lector y sonó un clic. Giré la manilla y la puerta se abrió. Entré asustado. Se habían encendido todas las luces. Coloqué la tarjeta en la ranura de la caja de la pared que estaba al lado de la cerradura de la puerta. Miré en el armario. Había unos pantalones colgados. Eran los míos. Entré en el baño. Reconocí el neceser y el cepillo de dientes. Era rojo. Eran los míos. Salí del baño, me quité la chaqueta, la colgué al lado del pantalón. Había unos calcetines sobre la caja fuerte. También míos. Abrí la maleta. Aquella era mi ropa. Me dirigí a la ventana. Descorrí la cortina y me asomé. Allí estaban los bancos, tan confortables como los recordaba. Sin árboles que dificultasen su visión. Respiré profundamente. Me sentía aliviado. Me senté en la cama. Todo aquello había sido demasiado. Suspiré. Debía retomar mi actividad. Me levanté, me dirigí al armario, cogí la chaqueta, me la puse y tomé las tres tarjetas que tenía de la habitación. Todas ellas con el número 254 como comprobé por curiosidad. Me las guardé en el bolsillo. Uno diferente al que contenía el móvil. Miré el reloj. Era consciente de que iba a llegar tarde a mi reunión, pero lo que me había ocurrido en las últimas horas era más de lo que cualquier persona podía soportar. Sabía que no podría contarles todo lo que había pasado. En cualquier caso, algo debía decirles, cualquier excusa valdría. Les llamaría en un instante, pero antes necesitaba desayunar. Mi estómago estaba rugiendo. Salí y me dirigí nuevamente al ascensor. Todo lo que estaba ocurriendo era algo que ya me parecía haber vivido mil veces. Cuando llegaba al vestíbulo oí que alguien me llamaba «¡Oiga, oiga!», tenía un fortísimo acento alemán, ruso o polaco. Me di la vuelta aterrado.
Estaba en la puerta de lo que supuse era su habitación —la 245 como pude comprobar— y con la mano derecha extendida me ofrecía algo que sujetaba.
—Tomarrr. Ssse le caerrr.
Me volví. Ahí estaba aquel gigante gordo y calvo que me había metido el miedo en el cuerpo no hacía ni un cuarto de hora. Sonreía. A su lado había una chica rubia con un traje ceñido. «Despampanante…», pensé. Miré lo que tenía en su mano, parecía una tarjeta. No sabía qué hacer. Estaba paralizado. Pero la cara amable de aquel hombre y de la mujer que le acompañaba me tranquilizó. Retrocedí unos pasos y tomé la tarjeta de su mano. Comprobé que no había ningún tatuaje en su antebrazo.
—Gracias —le dije.
Me guardé la tarjeta en el bolsillo donde las había guardado antes y comprobé al juntarla con las otras que había otras dos. Tres en total. «Sí, era mía», pensé. Me di la vuelta. Regresé al vestíbulo. Llamé al ascensor. Llegó. Se abrió la puerta. Pulsé el “0” y justo antes de cerrarse entraron el hombretón y la mujer rubia. Me miraron con un rostro terroríficamente serio. Yo intenté devolverles una suerte de sonrisa amable como pude, pues aún estaba estremecido. Bajé la vista y saqué las tres tarjetas. Todas tenían escrito el número 245.
Imagen creada por el autor con IA.
En Sevilla a 15 de marzo de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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