—¡Qué quererrr tú! —fue lo primero que me dijo con un marcado acento alemán, ruso o polaco... cuando alcé la vista. No supe reconocerlo bien.
Tragué saliva. Era un tipo de… yo diría que casi dos metros, bastante grueso, calvo. Apareció frente a la puerta en calzoncillos, con el torso desnudo. Los brazos eran musculosos y una ligera película de sudor hacía brillar el escaso vello que tenía. Lo primero que pensé era que se depilaba. Lo segundo que me iba a soltar un mamporro que me dejaría inconsciente. Me miró con una rudeza que me hizo temer por mi vida —lo aseguro—. Balbuceé algo ininteligible incluso para mí. Le miré la mano izquierda que aún sostenía el pomo de la puerta e inmediatamente miré la derecha temiendo que se alzase contra mí. Me pareció que esta era infinitamente más grande. Era absurdo, lo sabía, pero ese fue el pensamiento que se instaló a una velocidad inconcebible en mi cerebro. Caí en la cuenta de que el antebrazo de su poderosa mano tenía un tatuaje en color negro de una esvástica. «Joder, joder, joder…» esas fueron las tres palabras que pasaron por mi mente, luego nada más.
—¡Qué mirarrr! —me gritó—, ¿serrr imbécil?
Desde dentro de la habitación se oyó una vocecita en un idioma desconocido para mí —sonaba similar al que le había oído al gigante— que preguntaba algo, ni idea de qué, según pude deducir por el tono. El gigante que tenía frente a mí se volvió y respondió algo ininteligible. Tras unos instantes, una despampanante mujer en camisón con transparencias —una imagen de su cuerpo se instaló en mi mente— apareció tras él. Tenía el pelo largo…, largo y rubio, ese fue el único detalle real que pude captar de ella porque no me atreví a mirar más. El hombretón que tenía frente a mí alargó el brazo derecho e hizo ademán de cogerme por la pechera o tal vez de empujarme. No lo sé bien porque reaccioné con una velocidad que incluso me asombró a mí mismo dando un paso hacia atrás.
—Lo siento… —murmuré—, lo siento, creo que me he equivocado de habitación.
Mientras terminaba la frase la chica que me había atendido abajo apareció al final del pasillo y se acercó a nosotros. Me sujetó del brazo y tiró de mí hacia ella suavemente.
—Disculpe la confusión, señor M… —No fui capaz de entender el nombre, pero tuve claro que era un nombre de un idioma extraño para mí—. Este señor está algo despistado —omitió mi nombre y lo agradecí—. No se preocupe, yo le acompaño a su habitación. Perdone de nuevo. Descansen, buenos días. —Me sujetó con firmeza y comenzó a caminar.
Sí, cómo no, ya era de día. El tiempo había volado. Caí en la cuenta cuando aquella chica se despidió de aquella pareja. Giré la cabeza hacia atrás para ver la ventana que había al fondo del pasillo y comprobar si era así mientras nos dirigíamos a la otra habitación… Allí estaba él, el señor M… en el medio del pasillo ocupándolo casi todo y creando una silueta negra inmensa alrededor de la que unos tibios rayos de sol le conferían una imagen espectral…, espectral y espeluznante. Bajé la vista asustado al tiempo que una pequeña mano aparecía desde la puerta y le agarraba suavemente —al menos eso me pareció— atrayéndolo hacia la habitación. Él se mantuvo firme hasta que nos detuvimos delante de la puerta de la habitación 245. Yo me giré al tiempo que él regresó a su habitación. La recepcionista que me había rescatado me abrió la puerta con su propia tarjeta. Me invitó a entrar.
—Procure no meterse en más líos —me interpeló. Se dio la vuelta y se marchó sin que ni siquiera me diera tiempo a darle las gracias.
Estaba totalmente perplejo y confundido. Miré alrededor, vi la cama sin deshacer, pero con la colcha algo arrugada como si alguien hubiese estado tumbado sobre ella. En el maletero había una maleta que reconocí inmediatamente. Encendí la luz del cuarto de baño. Entré, allí había un cepillo de dientes en un vaso y un neceser. El neceser era el mío, pero me pareció que estaba… más usado. El cepillo de dientes no me sonaba. Era verde, no recordaba que fuera ese el color de mi cepillo. En el suelo había una toalla de pies y al lado, rebujada, una toalla usada. «Yo no tiro las toallas al suelo» fue mi pensamiento. Salí, sobre la maleta estaba el móvil: era el mío, pero la carcasa estaba rota por una esquina. Abrí la maleta. Lo que había dentro no me pertenecía, bueno, en realidad sí, pero solo en parte. Algunas cosas eran mías, pero otras no las reconocía, aunque bien podrían haberlo sido. Abrí el armario y allí había colgados una chaqueta y unos pantalones. Sobre la caja fuerte un par de calcetines. La chaqueta era mía. Estaba completamente seguro, pero los pantalones y los calcetines, no, también estaba completamente seguro. Tuve la sensación de que mi mente iba a explotar. Aquello no tenía ningún sentido. Me dirigí a la ventana de la habitación, quería abrirla para respirar aire fresco. Descorrí la cortina. Ante mí apareció el jardín del hotel. Era el mismo que había visto antes, cuando llegué a la habitación. Sin embargo, apenas veía los bancos. Estaban tapados por las ramas de unos árboles inmensos. No recordaba esos árboles. A esas alturas ya no estaba seguro de si antes estaban o no..., a esas alturas ni siquiera estaba seguro de mi nombre. Pero, sin embargo, recordaba perfectamente que los bancos me habían parecido muy confortables, incluso me había planteado la posibilidad de usarlos en algún momento. Ahora apenas se veían. Aquello era demasiado. Miré el reloj: casi las nueve. Era demasiado tarde. «Bajo, pido un taxi en la recepción y desayuno algo rápidamente», esa fue mi decisión. Cogí el móvil y la chaqueta del armario, me la puse y metí el móvil en el bolsillo, tomé la tarjeta de la habitación —no volvería a olvidarla—, abrí la puerta, salí, la cerré, me dirigí al vestíbulo. Miré de reojo hacia la habitación 254 y proseguí hacia el ascensor sin detenerme. Esperé a que llegase. Entré. Pulsé el “0”. Bajó. Se abrió la puerta y salí directo hacia la recepción para pedir el taxi. Me detuve inmediatamente. Frente a mí, tras el mostrador, estaba el señor de grandes ojeras que me había atendido hacía unas horas.
Imagen creada por el autor con IA.
En Sevilla a 15 de marzo de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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