domingo, 16 de marzo de 2025

Inexplicable (ii).

 


Entré en el hotel. Me dirigí a la recepción. Mi mente estaba organizando los pasos a seguir en la habitación para optimizar los tiempos. Me tendría que duchar porque el paseo, en su tramo final, cuando apreté el paso para regresar, me había hecho sudar. No quería llegar tarde, pero tenía claro que no me iba a saltar el desayuno. No cenar ocasionalmente era algo que mi cuerpo toleraba, pero el desayuno no era prescindible. Eso lo tenía claro. Me planté en el mostrador de la recepción. Había una chica. Sonreí. No quiso hacer contacto visual. Estaba tecleando algo en el ordenador. La llamé con un amable «Disculpa». Me miró y bajó la vista nuevamente. Tosí. Terminó de teclear y se dirigió a mí:

 

—Buenos días —me dijo con una sonrisa forzada.

 

—Buenos días —respondí—, necesitaría que me diese una copia de mi tarjeta. Hace un rato, cuando salí a dar un paseo, se lo indiqué a su compañero y le dije que a la vuelta se lo pediría. Supongo que habrá cambiado de turno —concluí nuevamente con una sonrisa.

 

Me miró extrañada, pero obvió mi comentario:

 

—Dígame su nombre.

 

Se lo di. Tecleó en el ordenador. Me dio la tarjeta. Le di las gracias. No me respondió. Me di la vuelta y me dirigí a la habitación. Llegué, coloqué la tarjeta en el lector y la puerta no se abrió, «Venga ya», pensé. Lo intenté en un par de ocasiones más, pero no funcionó. Froté la tarjeta contra mi jersey como si eso fuera a arreglarla tal y como se hace con las lámparas mágicas: nada. Me di la vuelta y encaré el pasillo hacia el vestíbulo donde escaleras y ascensor esperaban. Bajé por las escaleras pensando cómo le respondería a la chica que no llevaba móvil —estaba dentro de la habitación— si me decía que no colocase la tarjeta al lado del teléfono —no sería la primera vez que eso me ocurría—. Me acerqué al mostrador, le indiqué lo que me había pasado cuando conseguí que dejase de teclear y sin decir ni una sola palabra cogió la tarjeta, hizo algo de espaldas a mí. Se volvió, me miró y me dijo que estaba bien y que lo intentara de nuevo. La verdad es que no entendí si lo que quería decir era que lo había arreglado y que volviera a intentar abrir la puerta o que con la comprobación que había hecho me daba a entender que la tarjeta debía haber abierto. Tampoco quise discutirlo con ella porque me conozco y no quería resultar ofensivo, aunque mi paciencia estaba llegando a su límite. Me di la vuelta sin decir ni una sola palabra y regresé a mi habitación. Intenté abrir. No lo conseguí. Ya no me quedaba nada de paciencia. Bajé nuevamente por las escaleras como una exhalación, no pude esperar a que el ascensor llegara. Me encaramé en el mostrador de la recepción y le dije a la chica con un tono poco amable que la puerta seguía sin abrir. Le dije:

 

—Mire —el trato respetuoso aún no lo había perdido— tengo prisa, no quiero perderme el desayuno, me quiero duchar y la puñetera puerta no abre.

 

Levantó la vista del teclado un poco asustada, pero se rehízo enseguida.

 

—Deme la tarjeta de nuevo. 

 

Se dio la vuelta, hizo algunas comprobaciones, regresó a mí y dijo que funcionaba. Supongo que mi cara lo diría todo porque su reacción fue inmediata.

 

—Le aseguro que funciona —insistió con poca convicción.

 

—Pues va a venir usted conmigo ahora mismo a abrirla —le exigí. 

 

—No… puedo dejar la recepción… lo siento. 

 

—¡Más lo siento yo!, pero va a venir usted conmigo ahora mismo. 

 

Creo que mi tono fue demasiado beligerante. Asintió tímidamente. Salió del mostrador con la tarjeta en la mano. Miré mi reloj, eran casi las siete. Nos dirigimos al ascensor. La dejé pasar. Pulsó el botón del dos. Llegamos, la dejé pasar. Se dirigió por el pasillo hasta la habitación y se detuvo en la 245 para abrir. Yo seguí avanzando sin percatarme al principio de que se había detenido, pero cuando noté su ausencia me di la vuelta y le grité:

 

—¡Esta no es!

 

Me miró un turbada por el tono combativo con el que me dirigí a ella.

 

—Sí lo es. Es la 245 —dijo sumisa, pero firme.

 

—No, es la 254. ¡Mi habitación es la 254!

 

Ella hizo caso omiso, colocó la tarjeta y la puerta se abrió. 

 

—Ve usted… —Me invitó a entrar.

 

—Te has equivocado. La tarjeta abre esta habitación, pero no es la mía. Es la 254. La de ahí adelante.

 

—Lo siento, pero no…, es la 245, lo comprobé antes. 

 

—Pues se trata de un error. He pasado la noche en la habitación 254. Ábreme la otra puerta por favor. 

 

—Mire, no le puedo abrir esa puerta porque seguramente esté ocupada. 

 

—Te estoy diciendo que esa es mi habitación, no es la de otra persona. 

 

—Lo siento, tengo que comprobarlo.

 

Resignado, asentí. Bajamos, llegamos a la recepción, ella entró, yo me quedé fuera. Volvió a teclear… Esperé. 

 

—Lo siento, la habitación 254 está ocupada. 

 

—Es imposible. Yo he dormido esta noche ahí. —Lo dije todo lo convencido que pude, pero la realidad es que la duda empezaba a sembrarse en mí—. Compruébelo de nuevo. 

 

Tecleó…

 

—Lo siento —repitió—, como le he dicho, la habitación 254 está ocupada. Hay una pareja hospedada.

 

Me di la vuelta indignado y sumamente enfadado. Me dirigí hacia el ascensor.

 

—Señor, señor… —me llamó, pero hice caso omiso. 

 

El ascensor apareció, me metí, pulsé el botón “2”. Alcé la vista y la vi. Estaba detrás del mostrador moviéndose inquieta mientras seguía interpelándome sin que yo la hiciese caso: sonreí y me despedí con la mano mientras las puertas se cerraban. En su rostro había una mueca de preocupación. La puerta se cerró un timbre seco y esperé pacientemente a que llegase al piso segundo. La puerta se abrió y me dirigí convencido a la habitación 254. Llegué a la puerta, coloqué nuevamente la tarjeta en el lector y no ocurrió nada… Volví a colocar la tarjeta sin éxito. Llamé. Acerqué el oído, pero dentro no había ruido alguno. Al cabo de un instante intuí el sonido de un teléfono dentro: una, dos, tres llamadas... Dejó de sonar. Llamé nuevamente con más ahínco. Acerqué otra vez el oído y me pareció escuchar un murmullo. No estaba demasiado seguro. La confusión se estaba instalando y campaba a sus anchas en mi mente provocándome un estado de ansiedad al que no estaba acostumbrado. Oí pasos dentro… Vaya que si los oí, no tenía duda alguna; al cabo de escasos segundos la puerta se abrió. Casi caigo de bruces frente a los pies desnudos de un hombre gigantesco. Eso fue lo primero que vi de aquel inmenso señor que acababa de aparecer delante de la puerta.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Sevilla a 15 de marzo de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/