La noche había sido terrible. No concilié el sueño más que un par de horas. En realidad, era previsible porque el viaje no había sido nada agradable. El avión se retrasó más de lo deseable, poco a poco, eso sí, pero al final salimos del aeropuerto casi dos horas después de lo previsto. Además, el vuelo fue bastante accidentado. No solo es que la maldita señal de “Abrocharse el cinturón” estuviese encendida durante más de la mitad del viaje, que lo estuvo, con las implicaciones fisiológicas que eso tiene en un hombre, digamos, maduro como yo, sino que las turbulencias hicieron que en una ocasión el carrito de comidas me despertase —y esto es lo de menos— al golpearme fuertemente la rodilla provocándome un dolor muy intenso cuyas consecuencias pude comprobar ya en mi destino al descubrir, mientras me relajaba en el baño antes de que comenzase a salir el equipaje, un moretón nada desdeñable; y en otra ocasión, poco después del golpe y sin estar recuperado, con la comida servida en la escasa mesita plegable que disfrutamos los pasajeros ordinarios de las aerolíneas, esas perturbaciones atmosféricas provocaron que la bebida refrescante de mi vecino de asiento refrescase mi pantalón cayendo completamente sobre mi aún dolorida pierna. Al menos, mi compañero comensal fue amable y me pidió disculpas, que, como es lógico, no pude por menos que rechazar, pues no tenía culpa alguna. Tras varias servilletas de papel empapadas, dejé otro par de ellas empapando el restante líquido que no pude recoger del pantalón. Como soy de género optimista, agradecí la baja temperatura del líquido para calmar el intenso dolor de la rodilla. Desde luego el que no se consuela es porque no quiere. Reconozco que en cuanto el líquido comenzó a secarse percibí como mi piel y la tela del pantalón se hacían uno; estaba asquerosamente pegajoso.
Retraso y precio del taxi aparte, llegué al hotel. Confieso que pensé que la reserva estaría equivocada o que no tendría habitación para mí por alguna inimaginable circunstancia que me explicaría avergonzado el recepcionista, pero no fue así. Lo agradecí infinitamente. Recibí la llave en forma de tarjeta con el número de habitación, cogí mi maleta, tomé el ascensor —funcionaba—, subí a la segunda planta y me dirigí a mi cuarto. La llave no abría. Tuve que bajar, pedir que me la arreglasen. Me advirtió el mismo chaval que me atendió unos instantes antes que no la colocase en el bolsillo con el móvil. Pensé defenderme diciendo que lo llevaba en un bolsillo diferente, pero desistí. Subí de nuevo, abrí la puerta, las luces se encendieron cuando metí la tarjeta en el tarjetero y puse la maleta en el banco de la entrada. Me quité los zapatos y me tumbé en la cama. Al cabo de un rato, poco porque no conseguí dormirme, me levanté, coloqué la ropa de la maleta en el armario. Me quité la ropa, me lavé los dientes, me duché, me sequé y me miré en el espejo desnudo, fue una torpeza: «Todo arrugas», ese fue mi pensamiento, pero no contento con ello, añadí «Casi nada de pelo». Decidí ponerme el pijama y meterme en la cama. No cené. Pensé que sería bueno ayunar un poco para mejorar mi peso. Como si no cenar fuese a resolver mi problema de sobrepeso.
Ya he dicho que apenas dormí. No era de extrañar, creo que tenía hambre y, aunque el colchón era excelente, no encontré forma de conciliar el sueño. Extraño las camas y el cansancio no me ayuda cuando necesito dormir. Creo que eran las cinco y media cuando decidí que ya no iba a intentar dormir más. Me desvestí y me vestí lentamente. Contemplé el moretón de la rodilla. Me dolía, no me hizo falta tocarlo para comprobarlo. El dolor tampoco me había ayudado durante la noche. Salí de la habitación y cuando la puerta se estaba cerrando me di cuenta de que me había dejado dentro la tarjeta. Reaccioné tarde. Resignado me dirigí a la recepción del hotel y le expliqué a un señor con grandes ojeras que me había dejado la tarjeta dentro. Se ofreció a darme la copia, pero le dije que quería dar un paseo y que a la vuelta la recogería. Asintió.
Salí del hotel. Hacía frío. «Al menos no me he dejado el abrigo dentro», pensé. La ciudad era gris, absolutamente gris, pero no porque escasamente estuviera amaneciendo, sino porque los edificios eran grises, las calles también, apenas había árboles y las aceras, donde las había, no eran sino una extensión de la calzada, también gris. No había nada abierto, eso era razonable porque aún era muy temprano, aunque tampoco se veían cafeterías o restaurantes. Solo industrias y bloques de viviendas. Todos grises. Tuve la sensación de estar en una película en blanco y negro. Tan solo despuntaban los estrechos conos de luz bajo las luminarias de las farolas. No sé si estuve caminando una o dos horas. Caminaba distraído. Es de las pocas actividades que no me sofocan… aún. El caso es que iba pensando qué estrategia seguiría en la reunión que tendría horas más tardes. Sería determinante el resultado de la negociación en la continuidad de mi empresa, pero tampoco es que estuviese excesivamente preocupado. El caso es que cuando miré el reloj pensé que era demasiado tarde y andaría apurado. Me di la vuelta y comencé mi camino de regreso al hotel. Aunque el día despuntaba ya, el gris no había desaparecido del todo. Siempre había pensado que me orientaba bien, pero en aquella mañana gris la cosa no fue muy bien… Estaba un tanto despistado y no encontraba el camino de vuelta. Recordaba perfectamente el nombre del hotel, pero las calles estaban vacías y me di cuenta de que la tarjeta no era lo único que me había dejado en la habitación, también había olvidado el móvil. Di varias vueltas, creo, hasta que reconocí un anuncio que recordaba cercano al hotel y conseguí orientarme. Cinco minutos después estaba en la puerta del hotel.
Imagen creada por el autor con IA.
Entre Milán y Sevilla a 5 de marzo de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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