Matt regresó a la oficina. No fue algo meditado, sencillamente lo hizo. Estaba cansado, demasiado cansado. En su oficina no había nadie. Sabía que su mujer, el recién nacido y las otras dos mujeres estaban en su casa. Sin embargo, se dirigió a la oficina cuando huyó de la iglesia para evitar problemas con Jennifer y sus acólitas. Se sentía avergonzado, apesadumbrado. Nunca sintió que su vida fuese relevante, nunca se sintió importante, de hecho, era sheriff por casualidad. El anterior, Wyatt Berson, se había retirado y él, que era su ayudante, tomó el cargo ante la indolencia de la administración que no consideró necesario mandar a otro sheriff para tomar su puesto y ni mucho menos, una vez que Matt se hizo cargo, enviar un ayudante. Aceptó el puesto con resignación e indolencia considerando que serían pocos los problemas a los que tendría que enfrentarse. Al poco tiempo se dio cuenta de que quien realmente mantenía el orden era Wyatt, gracias a él los pocos altercados que podían surgir eran evitados. Él no era así, lo sabía, se sentía mediocre. No podía hacer nada. Era lo que era.
Abrió la puerta, entró, se sentó en su silla, colocó los pies en el escritorio apoyando las botas polvorientas en unos informes que estaban por firmar y apoyó el cuello contra el respaldo. Tardó poco en quedarse dormido. No se quitó las botas. Lo siguiente que notó fue un fuerte olor a quemado y un humo muy intenso que le provocó una fuerte tos. Abrió los ojos enseguida, pero apenas vio nada. Una terrible y ardiente luz le cegaba. Se levantó como pudo, apenas sin respirar, y se dirigió todo lo rápido que fue capaz hacia la puerta. Estaba atrancada desde fuera. Gritó, gritó y gritó, pero el clamor de las llamas era más poderoso que su voz y si alguien estaba fuera para escuchar no le oiría. Y sí, había alguien fuera, pero no para escuchar. Estaba Jennifer Apples y sus mujeres. Contemplaban cómo ardía la oficina del sheriff. Miraban atónitas el movimiento de las llamas consumiendo la madera. Todas estaban impertérritas, todas menos Jennifer que tenía una mueca sonriente que retorcía sus labios. Matt golpeaba con fuerza la puerta, pero no servía de nada. El humo se alzaba al cielo para la expiación de pecados que Jennifer ansiaba. Era su ofrenda a dios, pero una ofrenda confundida, aunque Jennifer no lo sabía. El crepitar de las llamas competía con el sol naciente que prometía un calor intenso para el nuevo día, aunque nunca tanto como el de la hoguera que Jennifer había creado. Jennifer miraba orgullosa su holocausto para expiar los pecados que Mary había cometido, para expiar el asesinato de su amado pastor. «Seguirá ardiendo en el infierno, nunca dejará de arder», ese era su pensamiento mientas contemplaba el fuego.
Los hombres comenzaron a salir de sus casas, algunas mujeres también. Era el segundo incendio de la noche. Comenzaron a apagar las llamas, pero era poco lo que podían salvar. Al cabo de un rato cuando las brasas confundían madera, hierro y carne, apareció Margaret y con ella Anna Rose. Jennifer la miró y sintió rabia. Se había relamido de placer pensando que Anna Rose pudiera estar con Mary en la oficina del sheriff, «…incluso ese hijo del pecado que ambas tenían». Margaret se dirigió a Jennifer:
—¿Qué has hecho?
—Terminar con la pecadora.
Margaret Earp la miró asombrada, asustada, confundida.
—¿Quién estaba ahí dentro? —señaló las cenizas con la mano temblorosa—. ¡Quién estaba ahí dentro! —gritó.
—Mary Parson, quién si no… —Jennifer lo dijo algo confundida ante el inesperado ímpetu de Margaret, fingiendo una firmeza que no podía mostrar.
—¡Mary está en mi casa! —le gritó a un palmo de la cara expulsando gotas de saliva de su boca que caían en el rostro de Jennifer. —¡En mi casa!, ¿quién estaba ahí dentro?, ¿dónde está mi marido? —sus ojos estaban encendidos, le repitió sollozando— ¿dónde está Matt?
Jennifer Apples guardó silencio. No contestó. Margaret se acercó a las brasas aún calientes y enrojecidas. La detuvieron entre algunos hombres. Comenzó a gritar:
—¡Matt!, ¿dónde estás?, ¿dónde está mi marido?, ¿Matt? —su voz iba decayendo poco a poco hasta convertirse en un susurro apagado por su propia angustia. Los hombres la soltaron. Ella cayó al suelo. Desconsolada.
Jennifer Apples la miraba, pero se mantenía paralizada, hierática. Estaba asustada, sentía miedo. Un miedo que no había sentido nunca antes, un miedo que no sintió cuando daba por hecho que había terminado con la vida de Mary.
Algunos hombres indicaron que no sabían dónde estaba el sheriff. Una mujer apuntó que lo había visto salir de la iglesia y dirigirse hacia su oficina. Nadie le encontraba. Margaret se volvió para mirar a Jennifer.
—¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido? Eres… —su voz se apagó, el llanto la venció nuevamente.
Jennifer guardó silencio. Se dio la vuelta y se dirigió a la iglesia. El resto de las mujeres la siguió. Cuando llegó a la puerta, Jennifer les habló. No entraron. Solo Jennifer lo hizo. Cerró la puerta. El sol comenzó a provocar sombras complejas en el interior de la iglesia mientras Jennifer comenzaba a rezar arrodillada en el pasillo central dejando que los rayos de sol la cegasen al penetrar por las pequeñas vidrieras de los laterales de la nave. Se acercaba al altar poco a poco arrastrando sus rodillas. Cuando llegó al presbiterio se puso de pie y miró hacia la cruz que lo decoraba. Se santiguó. Se acercó al ambón donde, henchida de felicidad, solía leer algunos de los pasajes que le indicaba el padre John los domingos durante la misa. Sacó un cuchillo que llevaba escondido entre la falda y se lo clavó en el corazón. Notó como el filo penetraba en su carne y chocaba con una costilla. Lo movió ligeramente hasta que consiguió encontrar hueco intercostal y apretó con firmeza. Sintió como se clavaba muy profundo. Expiró y cayó. Sangraba. Alzó la vista con las pocas fuerzas que le quedaban y la luz del amanecer volvió a cegarla. Sonrió.
Margaret fue llevada a su casa casi a rastras. La acompañaba Anna Rose y alguna otra mujer. Entró y le pidieron que se sentase. Margaret solo oía que debía descansar, le llegaban murmullos, palabras apenas audibles para ella que hablaban de calmarse, de prepararle algo, de descansar, pero para ella ya no habría descanso. Lo sabía. Sabía que ya no vería más a su marido. Sabía que no era el mejor hombre del mundo, pero le quería y ya no volvería a verle. Le dolía el pecho. Le dolía muy profundo, muy dentro, le dolía el corazón, como si alguien le hubiese clavado un cuchillo.
Imagen creada por el autor con IA.
Mérida a 1 de marzo de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera