sábado, 5 de abril de 2025

Un individuo (ii y final).

 


Llegué a mi bloque. Subí al tercero. Abrí la puerta de mi casa. Entré. Cogí la única silla que tengo en mi casa. La llevé al dormitorio. Me senté delante de la ventana que ilumina la farola. Abrí la ventana. Abrí la botella. Iba a esperar a que se encendiera la farola, pero no aguanté. Me dio miedo a caer en mi permanente indecisión y lo dejase. Empecé a beber. Lo primero que sentí fue una terrible arcada. No había bebido nunca nada de alcohol. Nunca. Tenía treinta años y era la primera vez que bebía alcohol. Ni siquiera había bebido antes una cerveza. Lo juro. Sé que puede parecer absurdo, pero es cierto. En mi casa las bebidas alcohólicas siempre estuvieron prohibidas. No sé si por una cuestión de religión —mis padres eran fervientes católicos, en extremo— o porque ocultaban algún oscuro secreto relacionado con el alcohol que nunca se mencionó. El caso es que siempre lo pintaron como algo horrible y, en mi caso, al contrario que en la mayor parte de mis compañeros de clase durante la adolescencia, la prohibición surtió el efecto deseado. De hecho, debo decir que le tenía miedo al alcohol. Tal vez por eso aquel día me decidí a coger esa botella. Y me la bebí entera. A morro. Sin un mísero vaso que le otorgase algo de dignidad a la escena. Los últimos tragos los tomé tumbado en la cama. La ventana seguía abierta y la farola ya estaba encendida. Es posible que parte de la botella se derramase en la cama. No lo sé. Cuando amanecí todo estaba lleno de vómito: yo, la cama, el suelo. Debió ser una escena preciosa. Al menos tuve la suerte de perder la consciencia. El estómago me quemaba. La garganta me quemaba. La cabeza me iba a reventar. No fui capaz de levantarme hasta bien entrada la tarde. El cuerpo me pedía agua, pero no quise dársela. Me vestí como pude —no recuerdo haberme desnudado la noche anterior—. Estaba temblando. Cogí unas monedas de la repisa de la entrada y me dirigí a la tienda que hay en los bajos de mi casa. Compré unas latas de cerveza, las más frías que encontré. Regresé a casa y abrí la primera lata. Me la bebí de un trago. Mi cuerpo lo agradeció y entonces entendí que sería mi perdición, pero proseguí. Me bebí otra y luego otra y otra y otra hasta terminar con la última. Aún no había perdido la consciencia, pero el dolor de cabeza había desaparecido. Aparté las sábanas manchadas y me tumbé sobre el colchón amarillento. Miraba hacia la ventana abierta. Me costaba enfocar. La habitación me daba vueltas. Esperaba que se encendiese la farola. No aguanté lo suficiente. Me desperté. Me encontraba mejor. Miré a la ventana y la farola estaba apagada. Era de día. Olía terriblemente mal. Yo también olía terriblemente mal. Me duché. Tenía hambre. Abrí el frigorífico. Estaba vacío. Recordé que no había comprado nada excepto la botella de vodka y al día siguiente las latas de cerveza. Busqué hasta encontrar algo que llevarme a la boca. Una lata de sardinas fue mi hallazgo y me la desayuné. Me lavé los dientes. Bajé, cogí el autobús y me fui a trabajar. Llegaba tarde. Al salir del trabajo pasé por delante de una tienda e hice una compra grande: incluía una botella de güisqui. «Tengo que probar otras cosas», me dije. Al poco tiempo perdí el trabajo. Y no mucho después comencé a fumar hierba y probé la cocaína… 

 

La droga me duró poco. Con poco quiero decir tres años, seis meses y catorce días. Fue ese el tiempo durante el que me emborraché, fumé y me drogué. Digo poco porque me parece que en mi vida eso no es mucho tiempo, aunque hubo instantes que se me hicieron eternos. No sirvió para nada, excepto, eso sí, para destrozarme el cuerpo. Los efectos de la droga dejaron una huella terrible en mí que aún hoy perdura. Superé el mono de la misma forma que me había introducido en él. Transcurridos esos tres años, seis meses y catorce días decidí que ya había sido suficiente. No es tan fácil como parece, en absoluto, de hecho, apunté en varias ocasiones el tiempo en el que se suponía que había logrado dejar mi vicio. Al principio fue un año, cuatro meses y siete días, luego un año, ocho meses y quince días, luego dos años, un mes y cuatro días y así en muchas otras ocasiones hasta que lo logré. No fue fácil. Nada fácil. Sufrí mucho, pero al final lo conseguí, aunque lo peor de todo es que cuando salí de aquello me vi en el mismo sitio en el que estaba antes de entrar. Incluso puedo decir que durante mi etapa como drogadicto —muchas veces pienso que cuando uno lo es, nunca deja de serlo a pesar de no consumir— siempre había estado en el mismo lugar: atrapado en una jaula con la puerta abierta. Si bien, es cierto que mientras estaba borracho, fumado o drogado no tenía consciencia de encontrarme en esa jaula. Sin embargo, no tengo claro que esa especie de paz me sirviese para algo. Después, cuando el mono me lo permitía, mi mente supuraba angustia y mi cuerpo clamaba un descanso que las drogas no me daban. No sirvió de nada. El tiempo ha pasado, hace más de treinta años de eso. Y durante todo este tiempo nada, absolutamente nada. Mi vida ha sido una nada constante de la que no he sido capaz de escapar y de la que ahora, cuando ya me queda poco tiempo, no le veo sentido salir. Tampoco creo que pudiera hacerlo. 

 

Mis ojos siguen abiertos a pesar del peso de mis párpados. Estoy cansado. Miro el reloj. Son las cinco y veintinueve. He pasado más de nueve horas con los ojos abiertos mirando el techo en la penumbra de mi habitación y la ventana por la que se filtra la luz de la farola. Aprieto lo ojos e intento relajar mi mente. Debería ser capaz de hacerlo. No puede ser tan complicado. Nada, imposible. Mi cerebro le pide a mis párpados que vuelvan a abrirse. Miro el reloj, son las cinco y treinta y uno. Miro a la ventana. Ya no hay luz. La farola se ha apagado.

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 5 de abril de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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