sábado, 19 de abril de 2025

El cazador de moscas (xxiii).

 


Anna Rose terminó de colocar en el carromato las cajas de madera que contenían lo poco que les quedaba. Mary sostenía sentada al niño en brazos en la parte delantera. El niño dormía. El sol estaba alto. Hacía mucho calor, sudaban. Anna Rose y Mary se habían despedido de Margaret. 

 

—Qué niño tan bueno, apenas llora —dijo Anna Rose cuando se subió a la parte delantera, cogió las riendas y arreó el caballo para abandonar el pueblo. 

 

Mary asintió, ella sí lloraba. 

 

Anna Rose intentaba comprender el llanto de Mary. Quiso preguntarle, pero no se atrevió. La abrazó. 

 

—Ya no tendremos que sufrir más —le dijo para consolarla. Se equivocaba.

 

El carro avanzaba pesadamente dejando atrás las últimas casas del pueblo. Ninguna de las dos sabía bien hacia dónde dirigirse. 

 

—Mary, debemos decidir adónde ir. Creo que podemos ir a la ciudad. No nos quedaremos allí, pero allí hay gente que tal vez nos pueda ayudar. Conozco a varias personas y puede ser que necesiten algo de ayuda. —Mary la miraba complaciente, pero no contestaba—. Nos ganaremos la vida. No te preocupes. Encontraremos un lugar. Estoy segura.

 

Un rastro de polvo tapaba el pueblo y marcaba las huellas de las ruedas del carro en el que Anna Rose y Mary con Jeremy abandonaban el pueblo. Margaret Earp estaba en su casa. Las mujeres estaban en sus casas. Los hombres estaban en el campo. Había dos edificios quemados cuyas cenizas aún no habían sido recogidas. Pronto esas pequeñas parcelas serían ocupadas. Pronto la memoria de las dos madres sería ocultada. También la del sheriff Matt Earp, pero las cicatrices…, esas no se lograrían borrar en mucho tiempo. 

 

Las mujeres y el niño llegaron a la ciudad a media tarde. Habían parado varias veces durante el camino hasta que consiguieron que el niño comiese. El traqueteo del carro no ayudaba. La ciudad estaba muy ajetreada. Mary se encontraba abrumada: los ruidos, los gritos, el humo, los edificios, todo, absolutamente todo, era un mundo nuevo para ella. Anna Rose se dirigió a una pensión en la que conocía al dueño. Alguna vez había hecho algún negocio con él. Se detuvieron delante de la puerta. 

 

—Bajo yo —le dijo Anna Rose. Mary asintió.

 

Anna Rose entró y miró en el mostrador buscando al dueño. Solo encontró un chiquillo de unos quince años que no había visto antes. 

 

—Buenas tardes —dijo Mary.

 

La mujer se secaba el sudor de la frente mientras esperaba la respuesta del chaval. No se produjo.

 

—Busco al señor Gardianni.

 

El muchacho alzó la vista y respondió:

 

—No está. 

 

El chico llevaba una especie de chaqueta que pretendía ser elegante, pero que era varias tallas mayor que la que necesitaba. Todavía debía crecer bastante para rellenarla.

 

—¿Va a necesitar una habitación? —le preguntó a Anna Rose.

 

—No… Bueno, no sé. Quería hablar antes con el dueño del… de la pensión.

 

—Pues tendrá que esperar porque no está aquí.

 

—Ya, ya… ¿Sabes cuándo llegará?

 

—No lo sé, señora. Suele llegar antes del anochecer.

 

—Bien. Gracias. Eh…, ¿podría decirle que…? —Anna Rose se interrumpió a sí misma y no terminó la frase—. Esperaré.

 

Se dio la vuelta y salió a la calle. El carro no estaba, Mary no estaba, el niño no estaba. Mary se asustó. Miró a ambos lados de la calle y comenzó a caminar con rapidez hacia uno de los extremos. No sabía qué había podido pasar. No debía haber pasado más de un minuto. 

 

Mary gritaba con todas sus fuerzas, pero el jaleo de la calle la silenciaba. El niño había comenzado a llorar asustado por los gritos de la madre. Junto a ella un hombre inmenso sujetaba las riendas con fuerzas procurando que el caballo subiese el ritmo. El carro se movía velozmente por las calles de la ciudad buscando escapar de allí.

 

—¡Arre, arre! —gritaba el gigante a voz en grito mientras golpeaba al caballo con fuerza sobrehumana.

 

—Por favor… —sollozaba Mary entre gritos dirigiéndose a Robert Brown. 

 

Robert miraba de reojo a Mary. Apenas recordaba al niño. Acababa de llegar a la ciudad. Le habían licenciado. Había sido herido en la guerra. Las malas lenguas decían que fueron sus propios compañeros quienes le habían disparado. Al parecer Robert guerreaba contra cualquiera que se pusiese por delante de él. Le importaba poco que fuera amigo o enemigo. Robert había regresado de su periplo por Europa. Estaba en la ciudad. Cuando se recuperó de las heridas lo enviaron de vuelta. Ahora estaba haciendo tiempo en la ciudad antes de regresar a su casa, antes de regresar a por Mary. Y de repente se la encontró. Por un momento no supo si se trataba de una alucinación provocada por el alcohol que había consumido o si realmente se trataba de ella. Todo le parecía un sueño. La vio sentada en un carro con un caballo atado a él y el niño, aquel maldito niño que apareció un día, estaba en su regazo. Se acercó al carro. Mary no le vio llegar. La cogió del brazo. Cuando Mary sintió la garra ceñirse sobre ella supo que era él. No le hizo falta girarse. Lo supo al instante. Un grito ahogado salió de su garganta al tiempo que Robert se subía al carro. Este se ladeó hacia su lado provocando que Mary y el niño resbalasen hacia donde se acababa de sentar Robert. Robert jaleó al caballo con una mezcla de alegría y sorpresa.

 

—Y yo que pensaba que no querrías verme má y has venío a por mí —se rio a carcajadas. 

 

—¡Déjame! —gritó ella —. Bájate de este carro. No es tuyo.

 

Ella siguió gritando. El niño comenzó a llorar. Al instante, Robert la golpeó con el revés de la mano sin mirarla. Mary se asustó. A su mente regresaron imágenes de un pasado que casi había olvidado. Ella sintió un dolor agudo en la mejilla seguido de un intenso calor y notó un sabor metálico en sus labios. Tenía sangre. Mary se calló. El niño también. Robert gritó: 

 

—¡He dicho que te calles!

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA. 

Entre Sacramento y Dallas a 17 de abril de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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