Las perchas parlantes.




En una ciudad cercana, pero desconocida y escondida, rodeada de un denso bosque de árboles frondosos, viven felizmente las perchas. Bueno, tal vez decir que son felices sea exagerar algo, aunque si les preguntas, muchas de ellas te responderán afirmativamente. Porque, claro, estas perchas hablan: perfectamente. Unas mejor que otras, eso sí; unas conocen el lenguaje en profundidad y dominan muchas palabras y otras digamos que saben comunicarse. 


El caso es que estas perchas, como los seres humanos, tienen sus cosas, sus peleas, sus conflictos, sus desencuentros, aunque también tienen sus buenos momentos. Por supuesto, a las perchas les encanta el deporte, también el cine y el teatro, incluso otros espectáculos más soeces en mi opinión. En realidad, tienen todo tipo de distracciones. Así que si lo piensas bien no son muy diferentes a nosotros, a pesar de que, entre ellas, como entre nosotros, hay pocas semejanzas. Hay perchas de metal, esbeltas, y estiradas, pero duras y resistentes; hay perchas de todo tipo de maderas, gruesas y robustas, también delgadas y decoradas con pintura, maquilladas diríamos; perchas de plástico, rígidas, aunque flexibles, y de colores variopintos. Pero, desde luego, lo que todas hacen y saben hacer, con más o menos habilidad, es hablar. De eso no cabe duda por muy extraño que nos pueda parecer a los seres humanos. En eso son muy buenas. Son capaces de pasarse horas y horas parloteando, discutiendo, razonando, argumentando para encontrar soluciones a los conflictos que les surgen, como ocurre en cualquier ciudad de las que conocemos. Tal vez, la ventaja que tienen las perchas sobre nosotros es que no parece que se cansen, no tienen necesidad de terminar algo con urgencia para ir a comer o no necesitan poner fin a sus tareas, aunque no estén terminadas, en un tiempo reducido para dormitar o utilizar el servicio. En fin, visto así, todo son ventajas y eso que aún no hemos contado sus habilidades, que son muchas.


A nadie se le escapará que es nuestra costumbre usar las perchas para colgar ropa utilizando su gancho curvo para sustentarse de alguna suerte de barra horizontal en el interior de los armarios. El brazo de la percha suele ser recto en su parte inferior permitiendo descansar ahí pantalones o faldas, y puede curvarse en la superior sirviendo de cómodo soporte para colgar abrigos o camisas. Algunas perchas tienen pinzas en los extremos inferiores del brazo cuyas mordazas sirven para sujetar, evitando que se arruguen, todo tipo de prendas. También hay perchas con varios brazos abiertos donde descansan numerosos pantalones ahorrando gran cantidad de espacio. Otras, más pequeñas, permiten el descanso de corbatas y pañuelos. La verdad es que, como sabéis, hay muchos tipos de perchas de muy diferentes materiales. Así son las perchas en nuestro mundo y así son las perchas en el suyo.


Sin embargo, nos asombraría comprobar como las perchas se comportan cuando no estamos delante. Son capaces de caminar apoyándose en los extremos del brazo, por paradójico que suene, como si se tratase de pequeños pies. Otras, las más flexibles, son capaces de andar erguidas utilizando un solo pie y dando pequeños saltos a cada paso. Las perchas de numerosos brazos, esas que parecen un peine, caminan como si se tratase de un ciempiés. Estas son las más rápidas y participan en competiciones de carreras. Siempre suelen ganar ya que cuentan con una gran ventaja al tener tantos brazos, que son sus pies. El caso es que cuando uno pasea por las calles de su ciudad, y yo he tenido la oportunidad de hacerlo en varias ocasiones, si te fijas (ellas ya no lo hacen porque está acostumbradas), puedes ver qué diferentes son. Las que caminan de pie, normalmente las metálicas, apenas ocupan lugar y despuntan sobre las demás, mientras que las más gruesas, hechas de las maderas más nobles y con los extremos de sus brazos engruesados, casi no permiten el cruce de dos perchas en las aceras más estrechas.


En una de mis primeras visitas a la ciudad de las perchas tuve la oportunidad de asistir a un partido de fútbol. Debo reconocer que como espectáculo no me gusta demasiado, pero como deporte, igual que cualquier otro, me fascina. Algunas perchas eran realmente habilidosas con la pelota en sus pies, digo brazos; en fin, ya me entendéis. A otras les costaba más manejarse, pero eran grandes defensoras. Las perchas que estaban en las porterías eran de madera en una y con muchos brazos en la otra. El partido fue entretenido, pero se notaba mucho la tensión porque eran grandes rivales y ninguno, lógicamente, quería perder. En el descanso, le dije a mi compañera, una percha metálica muy alta y de edad avanzada cuya historia contaré otro día, que quería marcharme porque el ambiente me parecía que se estaba enrareciendo mucho y la idea de ver a las perchas pelearse no me agradaba demasiado. Fue entonces cuando me dijo que me tranquilizase, que no tuviese miedo porque nunca llegarían a pelearse, y si surgía cualquier conflicto, lo hablarían hasta encontrar una solución. La verdad es que la seguridad con la que me lo dijo me convenció, aunque no terminaba de creerlo del todo porque, cuando miras directamente a una percha enfadada, el miedo te colma el alma y sientes la necesidad de correr. Las perchas son realmente fuertes. Os lo aseguro. En fin, aguantamos hasta el final del partido y, efectivamente, la tensión entre los rivales no provocó finalmente ninguna pelea. Asombroso, al menos para lo que estamos acostumbrado entre los seres humanos. 


Ese mismo día, algo después, mi amiga me llevó al Congreso de las Perchas que es donde aquellas que se dedican a la política discuten cuáles son las decisiones mejores para el conjunto. Allí, como aquí, hay todo tipo de perchas con todo tipo de ideas. La verdad es que cuando me lo propuso no estaba muy convencido porque llevo toda la vida escuchando a los políticos de todas las razas e ideas lanzarse improperios, utilizar la demagogia y el populismo para convencer sin molestarse siquiera en decir la verdad con tal de conservar el poder y supuse, erróneamente, que entre las perchas la cosa no sería muy diferente. Mi amiga que había pasado muchos años en mi armario sujetando un pesado abrigo al que le tenía especial cariño, me convenció finalmente y fuimos. Dentro del Congreso no hay sillas, no sé si porque las perchas no necesitan sentarse o para asegurar que ninguna de ellas se anda con rodeos. El caso es que cuando entramos las perchas estaban agrupadas por colores, por forma y por materiales. Es decir, en una parte del hemiciclo (en eso son iguales a nosotros) estaban las perchas de madera de caoba, en otra parte las metálicas de aluminio, en otras las de plástico rosa, etc. Allí comprendí que las diferencias que existían entre las perchas realmente podían ser determinantes a la hora de tomar decisiones, mientras que, en el caso de los seres humanos, nuestras diferencias están lejos, muy lejos, de ser concluyentes por más que algunos se esfuercen en resaltarlas para, como dicen entre las perchas, “…llevarse la prenda al agua”. Me sorprendió muy gratamente comprobar que las perchas discutían abiertamente; cada grupo defendiendo su postura, algunas de las cuales parecían irreconciliables, sin embargo, cada grupo cedía en parte cuando el contrario demostraba, con datos coherentes y utilizando la lógica, la veracidad y certeza de sus proposiciones, así como su necesidad. Y consentían y asumían, discutiendo mucho, a veces enfervorizadamente, pero lograban acuerdos que mejoraban la realidad de todas las perchas, «siempre lo logran, antes o después encuentran la solución y no hay bloqueos partidarios o desleales», me aclaró mi amiga. Por eso —me dije entonces a mí mismo— aquí son más felices.


Foto de Rene Asmussen en Pexels.


En Mérida a 11 de octubre de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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