Iba por la calle, con cierta prisa porque llegaba apurado de tiempo a una reunión, aunque esto es algo que ya no debe sorprender, pues ocurre casi siempre gracias a esta maldita sociedad a la que hemos consentido esclavizarnos. El caso es que caminaba bastante rápido, a punto de lanzarme a correr cuando adelanté a un par de chavales. Llevaban mochila, gorra, vaqueros rotos y caídos, y calzaban unas extravagantes deportivas de marca. Por supuesto, fumaban. Vestían al uso occidental, a la moda, al menos eso me parecía y desde luego pasaban desapercibidos si no caía uno en su tono de piel y sus rasgos faciales, ocultos parcialmente por unas coloridas mascarillas que llevaban en la barbilla para poder fumar cómodamente. Eran de origen árabe. Creo que no me equivoco, aunque no soy antropólogo. Lo que puedo asegurar es que, de espaldas, antes de rebasarlos, ni siquiera me hubiesen llamado la atención más allá de lo ridículo del atuendo, pero eso es algo que no puedo evitar. Su aspecto, más que amenazante era retador, bravucón, inconformista.
El caso es que justo cuando los rebasaba, doblaba la esquina, que yo mismo iba a tomar, una chiquillería de adolescentes, una caterva dirigida por un futuro macho alfa que encabezaba el grupo. Todos llevaban mochila, gorra, vaqueros rotos y caídos, y calzaban unas extravagantes deportivas de marca. Algunos también usaban gafas de sol, a pesar de que el día estaba bastante nublado y casi anochecía. Por supuesto, fumaban. Así que, sus mascarillas también estaban bajadas, estuvieran o no con la correspondiente calada. Tal vez nos separaban aún unos quince o veinte metros. Suficiente para poder diferenciar en la distancia la raza a la que pertenece una persona y más que suficiente para lanzar señalando con el dedo, tras el rápido reconocimiento, el primer improperio: Puñeteros magrebíes.
Me resultó sorprendente proviniendo de semejante espécimen un supuesto insulto de ese nivel intelectual que, por descontado fue lanzado por el astroso líder del grupo de chavales de raza blanca, entre los que, aunque eran muchos y no pude fijarme convenientemente, seguro que había algún morenito y, desde luego, muchos de ellos tendrían ascendencia árabe, a poco que fuesen españoles, que parecían serlo. Por descontado, tras este primer agravio, el resto de los muchachos decidió hacer su propia aportación elevando el tono de los insultos, en sentido literal y metafórico, buscando una provocación que la pareja de chavales, así lo espero, rechazó porque tendrían todas las de perder en un enfrentamiento pugilístico ya que los superaban con creces en número.
No era el momento ni el lugar, ni yo tenía tiempo ni ganas, pero cuando escuché el «Puñeteros magrebíes» me sentí ofendido. Por muchas razones, la primera porque, a pesar de que los medios de comunicación se esfuerzan en marcar diferencias y establecer clases y razas bien distinguidas, la palabra “magreb” significa “lugar donde se pone el sol”, esto es “poniente” o, más coloquialmente y actualizado, “occidente”. Es decir, que ese chaval estaba diciéndoles «Puñeteros occidentales», lo cual, en sí mismo es una estupidez porque se estaba insultando él mismo y, por supuesto, a mí que nací en el occidente europeo, como probablemente también él. Es evidente que hace referencia a un grupo de países del norte de África, al oeste de la cuna del mundo islámico, que surge como confluencia de las religiones cristiana, judaica y las creencias preislámicas de las tribus nómadas de la geografía arábica. Grupo de países, por cierto, al que durante muchos siglos perteneció la península ibérica y en cuya época se vivió una de las etapas de mayor esplendor conocido en el mundo occidental. Precisamente de la mano de los omeyas, que fueron sometidos a una gran sangría en el 750 tras la rebelión iniciada por los abasidas, apoyados por los sunitas y chiitas, por cuestiones, perdonen la simplificación, de legitimidad en el gobierno. El único superviviente de la dinastía omeya, Abd-al-Rahman, huyó a occidente, a los territorios peninsulares ya conquistados por el Islam. Llegó a Al-Andalus instaurando un emirato independiente, quebrando la unidad islámica, que se convertiría en un gran califato en el que podemos encontrar los primeros indicios fehacientes de una unidad hispánica de lo que llegaría a ser España posteriormente, nada de la “Laus Hispaniae” de San Isidoro de Sevilla del siglo VII por más que pueda dolerle a alguno. Todo muy similar, desde un punto de vista geopolítico y simplificando de nuevo, a lo que aconteció en el mundo cristiano.
La segunda de las razones por las que me dolió especialmente ese supuesto insulto que, mírenlo ustedes bien, no es muy diferente del que puede soltar un británico dirigiéndose a un español para decirle «fucking westerner», es la falta de educación. No me refiero a la educación cívica que esa ya casi no existe. Me refiero a la educación cultural. Siento ser prejuicioso, pero estoy convencido de que ese inglés que intenta insultarle mostrándole una supuesta superioridad y diciéndole que es un puñetero occidental solo conseguirá que usted se mofe de él y con razón, porque él es tan occidental como usted. Es absurdo en sí mismo como lo es que un español insulte a un árabe diciéndole «puñetero magrebí». Es tan estúpido que resulta difícil entender y solo encuentra explicación en esa preocupante falta de cultura de la que este «puñetero país» parece congratularse. ¡Por dios, islámico o cristiano, tanto da, basta ya!
Fotografía EL MUNDO
En Mérida a 4 de octubre de 2020.
Francisco Irreverente.