No me hables del aval.



Soy absolutamente incondicional de lo público. Hago esta aseveración, que para mí es un aforismo, para esclarecer el contexto en el que expondré un nuevo caso sufrido con la Administración Pública que, como cada vez que me refiero a ese magnánimo ente, a veces tan abstracto y gigantesco y otras veces sumamente minúsculo y constreñido, presenta luces y sombras. Desgraciadamente las sombras, por pequeñas que sean y no siempre lo son, impiden en gran medida recibir o contemplar la luz, y el ruido que provocan estas sombras oculta las bondades que ofrece una entidad, que es casi una identidad, de estas características. Sin embargo, y por encima de todo, es lo público lo que finalmente, encauzado por la Administración como gestora de los recursos globales de un grupo, salva al conjunto de las situaciones de necesidad y asegura un mínimo de igualdad y equilibrio social ofreciendo, por principio fundamental, administración igualitaria de recursos a los ciudadanos en Educación, Sanidad, etc.


Pero ¿a qué se debe esta denostada existencia que soporta la Administración?


Quiero pensar que el Malfuncionamiento que la Administración manifiesta —con mayúsculas ambas palabras— se debe fundamentalmente a que sus usuarios no se quejan de forma constructiva, sino utilizando la mofa, la burla y la ironía, cuando no el ataque frontal impasible e irrespetuoso —y no digo que el sufrimiento del administrado no justifique desahogos semejantes—, aunque como cualquier organismo de carácter laboral que existe, muchos de sus problemas no son siempre consecuencia de su estructura organizativa, sino de su composición y probablemente de la condición que recibe cada miembro de dicha composición al incorporarse a la misma. Ocurre, como pasa con las organizaciones de escala ciclópea, que ciertos miembros siempre son capaces de escurrir un bulto que soportan los demás, pero que determina y afecta a servicios cercanos de escala mucho menor. 


Otra fuente interesante sobre la que reflexionar acerca de la ausencia de mejoras palpables en el funcionamiento de la Administración puede ser el hecho de que los propios funcionarios y afines cercanos o familiares no hacen uso de ella en la forma en la que el resto de administrados debe hacerlo. Esta suerte de denuncia es verídica como la vida misma y todos lo hemos visto, sufrido o utilizado alguna vez, a pesar de que es difícil su demostración, ya que siempre existen subterfugios en los procesos administrativos que permiten, como si de un colador se tratase, recibir un trato diferenciado que permite adelantar un procedimiento del tipo que sea del ámbito público que sea dentro del tupido tejido burocrático que rodea a la Administración. 


Por descontado, también tenemos los numerosos, numerosísimos, por desgracia, casos de aquellos administrados de cualquier rango social que abusan de la Administración intentando beneficiarse de ella —y que tienen la desfachatez de jactarse públicamente de haberlo logrado— a cualquier costa ocultando o tergiversando su realidad para beneficiarse del carácter generoso e igualitario de lo público y provocando situaciones absurdas y muy dolorosas para el resto de los administrados que realmente necesitan la ayuda de la Administración y el odio de los que, sin necesitar esa ayuda, evidencian la laxitud de las comprobaciones de la gestión pública. Esto impulsa que se diseñen procedimientos complejos que dificulten el acceso a los beneficios de lo público sin efectividad alguna, cuando la propia Administración podría utilizar sus excelsos —en ocasiones en demasía— recursos para hacer un control exhaustivo y real, no falsificable, antes de conceder privilegios a supuestos necesitados que realmente no lo son.


En fin, anticipado esto y justificado cierto contexto, procedo con lo vivido, más bien sufrido. 


Cuando uno concurre a un procedimiento concursal público, además de presentar una propuesta técnica y económica —de esto ya he hablado mucho y ahora no toca—, debe acreditar su solvencia también técnica y económica para que la Administración convocante tenga la certeza de que lo que el concursante dice poder hacer, verdaderamente pueda hacerlo. Hasta aquí, la idea es buena y sensata. Además, la Administración, una vez notificada la adjudicación, solicita al adjudicatario que formalice un aval que responda ante un posible incumplimiento del contrato. Todo perfecto y coherente salvando lo kafkiano de algunas situaciones ya comentadas que provocan estos procedimientos del tipo: «La administración, custodio de mi información administrativa y fiscal, me pide que le pida, como adjudicatario de un concurso, mis datos fiscales para facilitárselos y, tras comprobar su validez, proceder, si procede, con la contratación». 


El caso es que un aval de este tipo, técnico lo denominan las entidades financieras, debe reflejar el título del contrato, su número de expediente, el importe y la entidad pública beneficiaria si se decidiera ejecutar, cosa harto compleja, hasta donde sé. El procedimiento para depositar el aval en la Tesorería de la Administración Autonómica Extremeña —desconozco si en otras es igual— es casi una yincana, aunque se consigue: debe uno encontrar el modelo de aval válido para cada administración; entregarlo en el banco que debe rellenarlo con sus datos y firmarlo con sus apoderados —es aconsejable antes de la firma llevarlo a la Tesorería para que lo validen oficiosamente antes de llevarlo originalmente porque puede uno llevarse desagradables sorpresas, aunque hacerlo no asegura nada—; tras la firma apoderada de la entidad bancaria, debe bastantearse, esto es, confirmar la validez de la firma, en la Administración Pública; después se debe depositar en la Tesorería de la Caja General de Depósitos que te da un recibí de dicho depósito; y finalmente se entrega en el órgano que adjudica el contrato para poder firmarlo y comenzar a trabajar en el mismo. Además, incluso hoy en día, en el año cero de la pandemia no es posible hacer el procedimiento de forma telemática y ojo, no por culpa de la Administración, sino porque hay, a veces complicaciones con las firmas digitales de las entidades bancarias. Esto supone que hay que recorrer con la mascarilla puesta varios despachos, con la correspondiente cita previa confirmada, en varias ubicaciones que generan varios registros de entrada que se solapan unos a otros hasta que se consigue el fin último: PREMIO. Hasta hace pocos meses esto mismo se hacía idénticamente, pero sin mascarilla.


 Pues bien, resulta que en un concurso que tuvimos la suerte de conseguir, presentamos un aval y hete aquí la desgracia supina: en el número de expediente que reflejaba el aval bailaban la última cifra, donde debía aparecer un cuatro aparecía un seis. Todo lo demás estaba correcto, el importe, el adjudicatario, el nombre del contrato, el beneficiario, todo, absolutamente todo lo demás. Nosotros nos dimos cuenta, ni el banco, ni la administración adjudicataria, ni la tesorería, ni la abogacía para el bastanteo. Nadie. Alucinante, ¿verdad? Bueno, parece evidente que es un error que debería ser fácilmente subsanable, ¿no? Que te crees tú eso. En absoluto. La vía de subsanación quedó agotada en pocos minutos, perdón, quería decir en pocos días. Ahora entenderán el porqué. 


Lo primero es determinar cómo nos dimos cuenta. Bueno, pues resulta que antes de las navidades pasadas, correspondientes al año uno antes de la pandemia, una vez terminada la ejecución del contrato, preguntamos si podíamos facturar los trabajos efectuados —es algo que solemos hacer por una suerte de extraño respeto o educación con los clientes, digo lo de preguntar si se puede emitir la factura, en fin—. Nos dijeron que sí. ¿Estábamos de enhorabuena? En absoluto y lo sabíamos. Pasaron los meses de diciembre —parcialmente—, enero, febrero, marzo —con la pandemia—, abril, mayo, junio, julio, agosto y llegó septiembre, por supuesto no se había efectuado el pago —esto es algo que se puede verificar y demostrar porque existen los registros—. El caso es que durante este tiempo se llamó en varias ocasiones para interesarnos por el estado de la factura, pero la maldita aplicación informática nunca terminaba de funcionar, y me consta que es cierto, en gran medida, esta circunstancia porque conozco a quien me atiende y puedo asegurar su contrariedad y desazón con la situación cada vez que le preguntaba. El caso es que cuando la maldita aplicación de tramitación de facturas —me reservo citar su nombre por las connotaciones históricas y monumentales que tiene— quiso funcionar saltó la alarma del maldito número de expediente del aval. ¡Vaya por dios! Nueve meses después, la factura no vale porque el número de expediente del aval presentado no está bien. Desde la administración con la que firmamos el contrato nos indicaron que por ellos valía una subsanación, pero ¿quién hacía dicha subsanación? ¿Nosotros como adjudicatarios?, ¿la entidad financiera?, ¿la administración contratante, en este caso Educación?, ¿la Caja General de Depósitos de la Junta de Extremadura donde custodiaban el aval depositado?, ¿la Abogacía General de la Junta de Extremadura que había hecho el bastanteo del aval? Bueno, pues llamemos para preguntar… Ja, ja, ja. La entidad no puso ninguna pega, pero nos recomendó que confirmásemos. Educación no parecía poner pegas tampoco, habría que ver si hubiese sido posible. Abogacía nos dijo que ellos no entraban en eso. Solo quedaba la Caja General de Depósitos de la Junta de Extremadura. Fui personalmente y me tuve que volver porque no llevaba cita previa. No había ningún administrado atendido, pero no sé si había algún funcionario atendiendo porque la prohibición de acceso fue hecha por un vigilante de seguridad. No tengo por costumbre perder el tiempo, así que entenderán enseguida por qué me presenté allí. Llevábamos varios días llamando por teléfono al número que figura en la web de la Junta de Extremadura para ser atendido por el personal de la General de Depósitos. Varios días, lo juro, por mis hijos. Llegó un momento en el que marcábamos el número y lo dejábamos sonando durante varias horas hasta que se cortaba —prueben ustedes a hacerlo, además es bastante recurrente en numerosas administraciones que podría enumerar sin problema—, supongo que cansado de nuestra insistencia. La frase de «todos nuestros agentes se encuentran ocupados» en su versión administrativa, se convirtió en nuestra banda sonora. Evidentemente era cuestión de estadística y en algún momento tendrían que responder, pues bien, finalmente ocurrió. Ahora bien, tuvimos la mala suerte de que quien lo cogió no sabía qué hacer y nos facilitó otro número, ahora sin centralita, con lo que eso supone: no puedes estar en espera y tienes que llamar, colgar, llamar, colgar, en un bucle casi eterno. Y digo casi porque finalmente nos atendieron. Qué suerte, ¿no?, pues no, porque nos dijo que no lo veía, que preferiblemente presentásemos otro aval… ¡Venga ya! Y nos pusimos manos a la obra: otro aval, con el mismo procedimiento explicado anteriormente. A nosotros no nos gana nadie en perseverancia, eso lo aprendimos enseguida cuando comenzamos a trabajar para la Administración. Y lo hicimos. Y lo bastanteamos. Y lo depositamos. Y recibimos el resguardo. Y lo mandamos a la administración contratante. Y nos pidieron que lo entregásemos, para hacer la tramitación, con un escrito justificativo… Tal vez sirva este.



Fotografía de www.pexels.com



En Mérida a 27 de septiembre de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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