El profesor Qozam se levantó temprano. Era su costumbre. Lo hacía desde siempre. Solía contarle a la gente que le preguntaba que las horas de madrugada eran las mejores horas para trabajar. Nadie le molestaba. Dormía poco, cada vez menos, y su médico le insistía para convencerle de que durmiese más. «No lo necesito», le repetía cada vez que le venía con esa cantinela. Tal vez era una cuestión genética, tal vez, sencillamente había conseguido que su cuerpo se acostumbrase a fuerza de tesón a ese horario espartano y solo descansaba cuatro o cinco horas cada día. El caso es que desde que se levantaba hasta que se marchaba a clase los días de diario o hasta que salía a caminar los fines de semana, no levantaba la cabeza de sus libros, apuntes o cualquier otro material de trabajo que considerase. Llevaba ya un par de horas despierto cuando decidió que ya tenía todo lo que necesitaba y decidió hacer una llamada sin darse cuenta de lo intempestivo de la hora.
Se miró la palma de la mano. Todavía le costaba asumir ciertas innovaciones tecnológicas. No hacía mucho tiempo que, para contactar con alguien, aún usaban los anillos conectores en el pulgar e índice de la mano con los que se conseguía proyectar sobre la palma una imagen holográfica en vivo de la persona con la que quería hablar. Eso era agua pasada. «La vejez me está venciendo», especuló mientras pensaba el nombre de su interlocutor. Tardó en responder y cuando lo hizo, su imagen nítida mostraba un rostro cansado recién despierto que, al reconocer al profesor Qozam, intentó disimular.
—Dígame, profesor, dígame —hizo una breve pausa y prosiguió balbuceante—, buenos días.
—Necesito urgentemente que nos veamos —le espetó el profesor.
—Eh…, vale, está bien. ¿No le llamó mi secretaria para concertar la cita?
—Sí, pero eso es dentro de dos días y no podemos esperar tanto.
—Pues, no sé qué decirle. Yo hoy tengo el día bastante ocupado, no sé si tengo hueco…
—Véngase a la universidad, a mi despacho —le interrumpió el profesor—. Lo antes posible, yo salgo para allá ahora mismo.
Qozam Colgó. Fiódor Nuvoski era un magnate de origen norteamericano, pero de ascendencia rusa, como su propio nombre dejaba entrever. Sus antepasados nacieron en el alejado de la capital Óblast de Amur, en su capital Blagovéshchensk. Fiódor visitó la ciudad varias veces buscando descendientes de algún familiar que hubiese sobrevivido a la Gran Purga stalinista que terminó con cientos de miles de personas en los campos de trabajos forzados del Gulag. Esta etapa del horror, que duró décadas y consolidó en el poder a Stalin, había terminado con millones de vidas en la propia represión y con los sacrificios humanos que hizo el dictador durante la Segunda Guerra Mundial convirtiendo esta en un destino más de su Gulag. La primera ola de represiones iniciada a finales de la década de 1930 provocó la huida de miles de personas, muchas de ellas pertenecientes al PCUS, entre ellos, según había sabido por sus abuelos, los ascendentes de Fiódor quienes, a pesar de encontrarse en una región aislada al oeste de la URSS, se vieron perseguidos y muchos de ellos detenidos por el cruento Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, el temible NKVD, para desaparecer sin rastro alguno poco después. Fiódor quería recuperar esa parte su historia y dedicó ingentes cantidades de dinero para hacerlo, pero esas grandes sumas no suponían un problema para él. Se había convertido en multimillonario, en parte por herencia, en parte porque fue capaz de transformar su compañía transformadora en una pujante industria energética basada en el desarrollo de la energonomía.
Fiódor se levantó de la cama, se vistió y bajó a la inmensa cocina que se abría al jardín. Le gustaba desayunar viendo amanecer y esa era la parte de la casa desde donde mejor se apreciaba el sol naciente. Sin embargo, aún era de noche. No había querido despertar a nadie del servicio para que le preparasen el desayuno. Prefirió tomarse un sencillo té y bajó al gimnasio que estaba en el sótano a ejercitarse un poco antes de dirigirse a la universidad donde se había citado con el profesor. Así daría tiempo a que el personal se levantase. Fiódor se subió a la cinta y corrió durante casi una hora. Estaba en buena forma física. Era joven, al menos eso decían quienes le conocían y le envidiaban por su riqueza y juventud, pero Fiódor sentía que algo no andaba bien. Algo en su interior le intranquilizaba, incluso le irritaba en ocasiones. Solo se liberaba cuando practicaba algún deporte y era consciente de que mientras le fuese posible no dejaría de hacerlo. Era su liberación y podía permitirse practicarla. Terminó, se secó el sudor con una de las toallas perfectamente planchadas colocadas en el oficio del gimnasio y la lanzó a la cesta de mimbre de donde la recogerían en breve para lavarla, almidonarla y volverla a planchar. Subió a su dormitorio, se duchó, se vistió y se sentó en el escritorio a leer las noticias del día en su hológrafo, vocablo que había perdido su significado original transformándolo en el dispositivo electrónico que sustituyó a las antiguas tabletas. En breve le avisarían diciéndole que estaba listo el vehículo para llevarle a la universidad. Había dejado un mensaje en el buzón del servicio de su casa. Todo estaba a punto de empezar.
Imagen: Fotografía de Irina Iriser en Pexels
En Mérida a 20 de septiembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera