La burbuja. Energonomía. Parte VI.





Hace unos cincuenta años decidimos construir la burbuja. Hoy podemos decir que estamos felices de vivir aquí dentro. La decisión fue dura, dura y costosa. Muchos pensaron que estábamos locos, pero los que apostamos por esta idea estábamos muy seguros de que era la única forma de sobrevivir en un mundo que cada vez estaba más devastado por nosotros mismos. En realidad, siempre pensamos que el mundo no era el que estaba en peligro, sino nuestra raza. La naturaleza tenía recursos para superar el expolio al que la veníamos sometiendo desde hacía unos pocos milenios y ella ha superado crisis mucho más importantes que han dado como resultado la desaparición de algunas formas de vida y la creación de otras nuevas. Probablemente nosotros, aunque la línea evolutiva pueda llevarse hasta los primeros signos vitales que parecieron en la tierra, no seamos sino un resultado de alguna de estas crisis. La Tierra tiene experiencia suficiente, de más de cinco mil millones de años, como para soportar las impertinencias de unos pequeños seres vivos con apenas trescientos mil años de historia. No, el problema sería nuestra propia supervivencia. Estábamos seguro de ello y hoy, por desgracia, podemos atestiguarlo.

 

Un grupo de personas, que nos creíamos sensatas, pero a los que nos llamaron locos, contactamos con el profesor Qozam. Se trataba de un científico muy reputado que había hecho grandes aportaciones para el cambio del sistema monetario a la energonomía y que había publicado numerosas investigaciones en el campo de la naturaleza con relación al cambio climático. Solía terminar sus ponencias poniendo un ejemplo muy sencillo: «¿Cuánto creéis que podríamos sobrevivir si nos encerrasen dentro de una burbuja?» Era un planteamiento sencillo, casi simple, al que todos sabían responder. El profesor insistía, «Decidme un tiempo, minutos, horas, años, ¿cuánto?». La gente terminaba animándose y ofrecía su respuesta. Los más avezados decían que dependía del volumen de aire que hubiese en el interior de la burbuja. Entonces el profesor replicaba diciendo que considerásemos que esa burbuja tenía aire más que suficiente para vivir eternamente. La gente solía responder entonces que podrían vivir siempre ahí dentro. Y ahí el profesor replicaba: «Sí, pero solo si se conserva el aire respirable». Luego proseguía: «La Tierra —explicaba— es, en definitiva, una burbuja porque el aire que nos rodea y para el que la naturaleza ha inventado el mejor sistema de filtración y renovación gracias fundamentalmente a los árboles, se mantiene sujeto a esta gracias a su acción gravitatoria. El aire no se puede marchar de la Tierra, como tampoco podría hacerlo de una burbuja en la que nos viésemos encerrados. Así que la Tierra es para nosotros una suerte de burbuja en la que, si maltratamos lo que nos permite vivir, terminaremos indefectiblemente muriendo envenenados. Esto es así, ocurrirá antes o después, pero llegará. Os lo aseguro». Así terminaba y se despedía. La gente se sorprendía, se inquietaba, pero para la mayoría la preocupación terminaba cuando abandonaban la sala en la que el profesor había dado su charla. Algunos, como nosotros, pensamos que ese escenario iba a llegar antes que después y quisimos contactar con él.

 

Le propusimos que nos ayudase en el diseño de una burbuja. Queríamos llamarla “Vida”. «No son las siglas de nada —le advertí después de presentarme un día en su despacho de la universidad—. Sencillamente queremos que sea eso, Vida». Se extrañó, pero enseguida pareció comprender la idea. Me advirtió que sería un proyecto costosísimo, pero que, gracias al sistema monetario imperante, la energonomía, y sobre el que las expectativas de permanencia parecían proyectarlo durante mucho tiempo en la historia, podría lograrse. La tecnología existente probablemente no era suficiente. «Deberíamos —me dijo— prever su construcción en dos etapas, una primera que nos permitiera un control exhaustivo con los medios que tenemos ahora y una segunda etapa que ampliase lo existente, pero que estuviese fundamentado en la energía para constituir una suerte de campo electromagnético capaz de contener la parte de atmósfera que necesitemos y evitar la contaminación con la atmósfera externa». Cuando me dijo esto, pensé que ese proyecto ya estaba en su mente desde hacía tiempo y que, incluso para él, esta idea podría ser excesivamente excéntrica como para proponerla abiertamente. Estuvimos charlando durante horas. Se hizo de noche y me ofrecí a llevarlo a su casa. No dijo nada durante todo el trayecto. La verdad es que estaba preocupado porque pensé que estaba replanteándose su participación. Cuando llegamos, nada más bajarse, casi sin haberse despedido, tocó el cristal de la puerta trasera donde habíamos compartido asiento. El chófer lo bajó y sonreí. No se me ocurrió nada mejor que hacer. «¿Para cuánta gente sería?», me preguntó. Se había pasado todo el viaje haciendo cálculos en silencio, en su cabeza. «No lo sé», respondí con franqueza. Era algo que no nos habíamos planteado aún.

 

Al día siguiente recibí una llamada telefónica suya. La tarde anterior le ofrecí mi tarjera, pero la rechazó. La miró y me dijo que no quería más información de nadie, sin embargo, como pude descubrir había memorizado el número. Cuando respondí, me pidió que cogiese algo para escribir y me facilitó un listado de cosas que necesitaría. Luego me pidió una entrevista con la persona que financiaría el proyecto. Le dije que sería yo. Me dijo que buscase más inversores que quisiesen vivir en Vida. Sonó bonito. No creo que supiese cuánto tenía, aunque supongo que estimó que sería una cantidad ingente, inabarcable para una sola persona. Le dije que si no le importaba que le llamase mi secretaria para cerrar la reunión. Me dijo que no había problema. «Gracias», respondí. No creo que llegase a escuchar la palabra completa. Había colgado.

 

 

Imagen: Fotografía de Cristina Valdera

 

 

En Mérida a 13 de septiembre de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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