Qué testaruda es la historia que se empeña en repetirse una y otra vez con la esperanza de que los hombres terminen por fin aprendiendo de sus errores y no caigan en las mismas fallas que provocaron su hundimiento en anteriores ocasiones.
Qué tenaz es la historia, permítanme ahora que elimine las connotaciones peyorativas del calificativo, que sistemáticamente nos somete a las mismas pruebas históricas para hacernos ver cuán equivocados estuvimos y nos permite resarcirnos con nuevas oportunidades.
Qué obstinada es la historia machacándonos una y otra vez, hasta la saciedad, con las mismas señales, los mismos signos de alarma, los mismos indicadores, con el objetivo de que, por fin, alguna vez, aprendamos.
Ahora nos llega el “Oro de Europa”, 140.000 millones de euros del Fondo de Recuperación. Es consecuencia de una desgraciada situación que se entiende sobrevenida, una pandemia en este caso. Sin embargo, tampoco es tan diferente, salvando las distancias evidentes, a lo que ocurrió desde finales del siglo XV, ¿se acuerdan?, el “descubrimiento” de América. Aquella épica odisea disfrazada de aventuras y sucesos extraordinarios que escondía un insaciable apetito de latrocinio en búsqueda de un poder que les encumbrara como estados al frente de una Europa que comenzaba a convertirse en un comercio global con la connivencia inestimable de la sacrosanta iglesia católica, apostólica y romana. La historia de la Conquista de América cuenta muchas cosas, complejas, variadas, poliédricas como la propia realidad que en ella se refleja incluso hoy en día, pero lo que es incuestionable es que una de esas realidades es la económica. Y América fue el foco del expolio de numerosos países europeos y posteriormente también americanos que se servían de sus recursos para enriquecerse o, al menos, eso creían algunos.
El caso de España, pionera en el descubrimiento, es singularmente doloroso, por cuanto su extracción mineral poniendo en los metales preciosos el ejemplo más tangible, el oro y, sobre todo, la plata, suscita profundas reflexiones acerca del empoderamiento de una nación cuya riqueza se transformó en deuda provocando sucesivas bancarrotas a lo largo del siglo XVI y XVII aún cuando decía ser la nación más poderosa del mundo.
Se estima —así nos lo contaba Hamilton en 1975— que la cantidad de minerales preciados procedentes de América enviados a los puertos españoles, especialmente al de Sevilla, rondaba las 181 toneladas de oro y casi 17.000 toneladas de plata. Si consideramos que 1 gramo de oro hoy en día puede costar unos 50€ y el de plata unos 20€. A lo largo de algo más de un siglo y medio España se embolsó al cambio actual unos 350.000.000.000€ —lo escribo de forma numérica porque asombra—. Es una cifra desorbitante que conviene contextualizar algo más, solo por ofrecer un dato más o menos inteligible. Esa cifra del período de explotación de los recursos americanos —considerando los 150 años referidos y con todos los matices y precauciones necesarios en su interpretación— arrojan una cuantía anual de unos 2.300.000.000€. No está mal y eso sin tener en cuenta las ingentes cantidades de oro y plata que “desaparecieron” entre sobornos, chantajes y robos. En realidad, esa cantidad tampoco es tan desmesurada si se comparan con los 140.000.000.000€ del Fondo de Recuperación que recibirá España próximamente para paliar los efectos de la pandemia.
Estos fondos están inicialmente destinados a un Plan Nacional de Reformas; al Programa REACT que debe garantizar el crecimiento económico y la cohesión social y territorial; a una Política Agrícola Común; y a una Estrategia de Respuesta Conjunta de la Cooperación Española a la crisis de la COVID-19. Es decir, que los sectores que deben recibir este “Oro de Europa” serán los orientados a la movilidad, sanidad, las infraestructuras y la cadena agroalimentaria. España con el Oro de las Américas debió haber superado la crisis financiera que sufrían las coronas de Aragón y de Castilla, pero lejos de solventarla, a partir de Carlos V y especialmente con Felipe II y los sucesivos monarcas que tuvieron a bien dirigir los designios de los súbditos del Imperio, los recursos que parecían llegar a España para quedarse, traspasaban sus fronteras para sufragar guerras imperialistas, batallas hereditarias y luchas religiosas que buscaban convertir a España en una potencia hegemónica a nivel mundial, y lo consiguió. Ese oro lo consiguió, pero el precio que tuvo que pagar la población fue terrible, soportando descomunales bancarrotas que hicieron trizas la economía del país y sus infraestructuras cuando España apenas era una incipiente nación. Además, toda esta revolución económica supuso la conversión de una Europa que comenzaba a abandonar la oscuridad medieval iluminada por el renacer del interés por la cultura en un polvorín cuyas consecuencias aún hoy se vislumbran.
Resulta evidente que el dinero que reciba España de Europa no la va a convertir en potencia mundial por grandilocuentes que sean las palabras de elogio acerca de la recuperación que supondrá la inyección de tamaño capital en la economía española. No dejarán de ser expectativas, falsas, por descontado, para lograr algunos votos más en siguientes elecciones. La realidad es que el “Oro de Europa” se puede convertir en una lacra para España que lejos de sacarla de la crisis financiera que sufre la sumerja más aún en una oscura realidad económica de la que se tarden muchas generaciones en salir. No creo que la solución a este potencial problema sea la creación de una agencia estatal independiente, como parecen proponer nuestros dirigentes, que gestione este dinero, cuyas siglas —que para eso sí somos buenos— recordarán a alguna palabra relacionada con el mundo de la economía o términos vinculados con la recuperación. No, creo que la solución, ya que parece factible que recibamos ese dinero de forma inminente, es tener un verdadero plan estratégico de inversión para esos fondos y olvidarnos de batallas suicidas que solo nos endeudarán más. Tal vez con hacer caso a las recomendaciones de la Comisión Europea acerca del uso de esos fondos sería suficiente, esto es: en primer lugar, proponer presupuestos prudentes para sostener la deuda y fomentar la inversión, en especial en el sector sanitario; en segundo, fomentar medidas que protejan el empleo, y en tercero, inyectar liquidez a las pequeñas empresa y autónomos y reducir la morosidad de la administración; yo, humildemente propondría un cuarto bloque destinado a ajustar la dimensión del sector público. Habría que luchar, y ahí viene lo difícil contra la megalomanía de los mandatarios, los celos y envidias entre los dirigentes por el «…y yo más» y, por supuesto, evitar el descontrol, el robo, los desfalcos y el expolio que tanto parecen gustar a los españolitos, e especial a los que sustentan el poder. Ojalá ese dinero que recibiremos no nos arruine por los siglos venideros...
Fotografía de Francisco Seco
En Mérida a 4 de sept-20 de 2020.
Francisco Irreverente.