No dejaron de sufrir sobresaltos. Algunos grupos de soldados iban y venían. Unos vestían de una manera y otros de otra. Eso era lo que lo único que les diferenciaba porque la muerte les unía por encima de cualquier ideal, más allá de cualquier propósito, alejados de la quimera que les contaron y que algunos creyeron y otros asumieron. Cuando algunos de estas tropas se acercaban curiosos, ellos se escondían y ella se dejaba si esos soldados querían ejercer su mando doblegándola y amedrentándola bajo la amenaza de sus armas de fuego. Si entre estos alguno era decente, pues la guerra envilece al hombre, pero durante la tregua alguno recupera la decencia, ella procuraba mirarle a los ojos para despertar su compasión y librarse del abuso. Ese era el sino que les aguardaba, el sino que Roberto aborrecía en su apego a María. En alguna ocasión sintió Roberto la tentación de salir a defenderla, pero esta, después, en la intimidad de las noches, cuando él le contaba sus ansias por terminar con esa injusticia, procuraba hacerle entrar en razón: «La maldad se ha hecho con sus mentes y sus armas asesinan sin preguntar, ¿qué ganaría yo si te matasen?». No había peros, ni argumentos para razonar. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, María conocía el destino de Roberto. Ella apenas fue a la escuela, pero la vida le había enseñado tanto que bien podría pasar por sabia. Estaba segura de que más pronto que tarde volvería a su soledad, volvería a su invierno. Roberto marcharía, vivo o muerto, pero no quedaría de él más que su recuerdo. Lo sabía porque sabía cómo era él. Habían pasado muchas noches compartiendo sus pensamientos, hablando o en silencio. Les había unido la soledad. La soledad de la separación para el uno y la soledad del aislamiento para la otra. María lloraba de pena, pero no permitía que Roberto contemplase sus lágrimas. Roberto estaba inflamado de una alegría efímera cuyo fin no alcanzaba a vislumbrar, pero cuya sombra oscurecía el alma de María.
Un día Juan salió de casa y se alejó. Ni María ni Roberto se dieron cuenta. Caminó hasta que se topó frente a un grupo de soldados que se dirigían al sur, tanto hubiera dado si su camino hubiera sido hacia el norte. Iban descamisados por el incipiente calor, pero con sus armas amartilladas por si se requería sangre. La camisa de Juan estaba sucia, rota y sudada. Los cercos rodeaban cada pliegue. Juan caminaba sin prestar atención al grupo. Tuvo la mala fortuna de llevar el sentido contrario en su caminar. Solo eso, solamente eso. Uno de estos soldados lo requirió. «Tú», le dijo, «¡Tú!», le insistió. Juan prosiguió su camino, no sin prestarle atención, sino sin poder prestársela. Cuando cruzó entre ellos, el soldado, el más valiente de entre los del grupo, le sujetó por el brazo furioso por no haber recibido la requerida respuesta. Juan, mucho más fuerte, de un manotazo se deshizo de él y lo lanzó al suelo. Los compañeros le levantaron. Él se desembarazó de la ayuda y cargó el arma apuntando a Juan. «Detente o te mato». Juan oyó un ruido ininteligible para él y siguió caminando. Después oyó un estruendo y todo terminó. Sintió un agudo pinchazo en la espalda acompañado de un calor desmedido. Quiso quitarse la camisa pensando que así se libraría de aquel intenso calor, pero sus manos no respondían a lo que su mente les pedía. Cayó al suelo de rodillas, Juan no entendía qué pasaba. Sentía dolor, un profundo dolor y notaba como algo chorreaba por su espalda e iba descendiendo pesadamente. Al cabo de un instante ya estaba en el suelo y Roberto y María que habían oído el disparo ya habían llegado y estaban arrodillados al lado de Juan. Roberto con los ojos llenos de lágrimas buscaba al culpable. Era su primer muerto, no había disparado contra nadie antes en su particular guerra por demostrar su valentía. Y había asesinado a un niño, nada más que a un niño, ni siquiera era un soldado enemigo con quien luchar.
Roberto gritó. La bala le había alcanzado ahora a él. Roberto sí sabía lo que le pasaba. El disparo provenía de otro soldado. Uno que salió en defensa de su compañero cuando Roberto se abalanzó sobre el que había reconocido, no sin cierto temor, haber asesinado a ese «… estúpido civil que no le contestaba». Roberto cayó al suelo, a unos metros de Juan. María, horrorizada, chilló. Los soldados, cinco, solo cinco, decidieron marcharse sin más. Prosiguieron su camino. Dejaron tirados en el suelo a Juan y a Roberto. María estaba tendida sobre el cuerpo ya inerte de Juan cuando los soldados desaparecieron por el horizonte. Esto es la guerra.
María retiró los cuerpos del camino. Los apartó ligeramente mientras el calor sofocante le quemaba el cuello y los brazos. Tenía las manos ensangrentadas. Fue a coger el sacho. El silencio se había apoderado nuevamente de su hogar. Regresó y comenzó a excavar una tumba en la cuneta en la que cupieran ambos cuerpos. Tardó varios días. Durante ese tiempo percibió como los cuerpos comenzaban a descomponerse emitiendo un olor nauseabundo. El calor no ayudaba. Otros soldados pasaron, iban hacia el norte, tanto hubiera dado si su camino hubiera sido hacia el sur. La vieron enterrando a dos hombres, pero prosiguieron su camino sin más. Así es la guerra. María terminó la escueta tumba. No puso nada para recordar el lugar. A ella no se le iba a olvidar. María regresó a su soledad quebrantada esporádicamente por algunos curiosos soldados.
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Mérida a 30 de agosto de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
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