Sin preámbulos, la siguiente frase es un galimatías propositivo, kafkiano y surrealista, pero real, tan real, que parece inconcebible y requiere dos o tres lecturas sesudas y concienzudas para llegar a entender su alcance:
La administración, custodio de mi información administrativa y fiscal, me pide que le pida, como adjudicatario de un concurso, mis datos fiscales para facilitárselos y, tras comprobar su validez, proceder, si procede, con la contratación.
No puedo hacer otra cosa que reírme, por no llorar, recordando aquello que Groucho le dice a Harpo sobre «La parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte» en Una noche en la ópera. La realidad siempre supera a la ficción y este no es más que otro ejemplo.
En este sector profesional al que algunos nos dedicamos, tener la posibilidad de ganar un concurso de arquitectura supone una hazaña épica, en ocasiones a consecuencia de la casuística a la que uno se enfrenta, derivada principalmente de nuestra Ley de Contratos, desarrollada tras la mesa de un despacho, pero claramente sin testeo en la vida real. Si uno resulta agraciado, lejos de pregonar a los cuatro vientos esta gesta cuando se recibe la notificación de adjudicación, debe contener la alegría —como ya aprendí hace algún tiempo— puesto que el posterior proceso de contratación puede llegar a suponer un verdadero quebradero de cabeza insuperable, y cuando digo insuperable, quiero decir que uno puede llegar a quedarse fuera tras haber recibido la buena nueva. No me estoy refiriendo al cumplimiento de los requisitos de solvencia técnica, o económica que pueden hallarse escondidos en párrafos deslavazados de los cientos de páginas —han leído bien, porque es así, cientos de páginas en ocasiones y no pocas— del pliego de condiciones técnicas, del administrativo o del cuadro resumen. Dando por hecho que esas cuestiones a cumplir por parte del licitador son observadas por el propuesto adjudicatario, corre uno el riesgo de no lograr demostrarlas en los términos que pide la administración. Resulta obvio, pero conviene aclararlo, que presentarse a un concurso sin cumplir esas premisas previas al proceso de licitación resulta una excelsa pérdida de tiempo, a pesar de que dichas características de solvencia impuestas resultan a veces absurdas, a veces excesivas y también a veces necesarias —disculpen la paradoja, pero entiendo que debería existir un equilibrio entre el objeto del concurso y la solvencia requerida que no siempre se da—.
Pues bien, en los concursos hay pliegos técnicos, administrativos y cuadros resumen de características que enrevesan tantísimo la adjudicación —tanto que a veces la propia Administración no es capaz de desenmarañarlo— que uno debe dedicar casi más tiempo a recabar y preparar dicha documentación para poder proceder con la firma del contrato que todo el costoso esfuerzo desinteresado —esto da para muchos comentarios— que realizan los equipos que deciden presentarse a dicha licitación.
Soy consciente de que la Administración debe velar por un proceso de licitación garantista, lo asumo y lo comparto. Otra cosa es cómo lo hace y al respecto de esto deberían hacérselo mirar —y mucho— los legisladores que imponen las condiciones últimas basadas en parámetros “objetivos” cuantificables de forma directa que convierten el proceso prácticamente en una subasta y denostan la excelencia. Deberían intentar entender el trabajo que supone para los equipos que se presentan y, sobre todo, asumir que los magníficos técnicos de los que dispone la Administración y otros organismos afines pueden resolver técnicamente de forma incuestionable los parámetros “sometidos a juicio de valor” a los que tanto miedo parece tenerle el legislador. Es bien sencillo evitar las valoraciones “subjetivas” si se establecen parámetros cuantificables objetivos relacionados con las condiciones que deben cumplir las propuestas. Es exactamente igual que los parámetros cuantificables de forma directa si partimos de la premisa de que la Administración debe indicar exactamente qué quiere y, por tanto, no se trata de que la Administración reciba un catálogo de propuestas para elegir qué le gusta…
Soy consciente de que la Administración debe velar por un proceso de adjudicación garantista, pero ¿qué sentido tiene que el propuesto adjudicatario marque todas las casillas habidas autorizando a la Administración a recabar en su nombre cuantos documentos se requieran si finalmente se le pide al candidato que le pida a ella misma esa información para que pueda revisarla? En mi opinión: ningún sentido. Todo esto teniendo en cuenta que el plazo que se le da al candidato para justificar su estado de pagos con las distintas administraciones no suele ser superior a diez días hábiles en los que, además de encontrar, como si de una yincana, se tratase toda esa documentación solicitada, debe:
· Constituir una garantía o aval, validarlo en la caja de depósitos del organismo correspondiente, bastantearlo en otro organismo de la misma administración, recabar dicho bastanteo para formalizar el depósito, obtener el registro de dicho depósito y entregarlo con la documentación de la adjudicación. También puede sustituirse por un depósito en efectivo —algo se simplifica el proceso, pero no demasiado—.
· Recabar toda la documentación acreditativa de la solvencia técnica y de adscripción de medios. Esto, la verdad sea dicha, para aquellos que venimos licitando con cierta continuidad es relativamente común y solemos tenerlo preparado, aunque sería de agradecer, y mucho, que todas las licitaciones siguiesen procedimientos idénticos para no tener que cambiar modelos o solicitar nuevos certificados porque no esté el código postal de la ubicación del edificio que sirve para la acreditación —es ironía, ¿o no?—.
· Acreditar la solvencia económica. En este apartado también existe gran variedad de justificaciones solicitadas, algunas de ellas razonables como las orientadas a presentar un seguro de responsabilidad que cubra posibles incidencias con el contrato, pero otras sumamente incongruentes. Me refiero en especial a aquellas que te piden contratos anteriores de cuantías similares. Veamos, señores legisladores, fuerzan ustedes licitaciones en las que las bajas a realizar son absolutamente determinantes por el peso que tienen en la adjudicación. Esto lleva a los concursantes a efectuar reducciones en los honorarios propuestos del 50% o más en la mayoría de los procesos, lo cual pervierte el trabajo y descarta la excelencia. Supongo que recuerdan aquel imposible de las “tres Bs”, ¿verdad?: bueno, bonito y barato, no quiero ser yo el que les desengañe, pero eso no existe, y disfrazarlo con la literatura de la “oferta más ventajosa para la Administración” es una entelequia absurda. Pero no contento con ello nos piden que acreditemos contratos anteriores de cuantías similares. Resulta de una hipocresía supina que se nos pida acreditar contratos previos de cuantías similares al de la licitación ya que eso supondría haber acometido un servicio el doble de grande para, tras la “pertinente” baja, poder tener una cifra semejante a la del proceso de adjudicación al que se quiere optar. Por favor, esto también deben revisarlo en profundidad.
Permítanme que finalice estas reflexiones repitiendo un párrafo que no hace demasiado escribí acerca de los concursos, aunque en una fase anterior a esta de la adjudicación, pero que sirve de forma literal para reflejar la impotencia que sentimos en muchas ocasiones aquellos que participamos en estos procesos de la administración a la que, de forma desinteresada, como he comentado, le regalamos nuestro esfuerzo y trabajo para que lo evalúe y falle adjudicando un servicio que debería asegurar un resultado excelente para el conjunto de la sociedad que es el usuario final al que todo este proceso va orientado.
Queda mucho, mucho, por hacer para que estas situaciones no se repitan, si el legislador tiene a bien considerarlas impropias. Hay que trabajar en la ley con profusión y el legislador debe consultar desde la humildad y con responsabilidad, aunque salvaguardando su autoridad, a quienes realmente saben de estas cuestiones y aquí los colegios tienen mucho que decir y es su obligación decirlo y me atrevo a decir que hasta imponerlo con métodos expeditivos llegado el caso. Ahora bien, si el legislador huye de la excelencia, la solución pasa por una solidaridad que no se aprecia en exceso en nuestra profesión. Manifiéstese a través de los colegios y del consejo a todos sus miembros y por ende a toda la sociedad que nuestra dignidad no tiene precio y que si alguien quiere ponérsela será para todos exclusivamente el tipo.
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En Plasencia a 23 de agosto de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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