Dejó pasar el tiempo. Estaba sentada. En su sofá. Desnuda, contemplando la nada con los ojos abiertos. Expectante. Hacía calor, pero no lo sentía. El murmullo de las atrevidas cigarras atravesaba los cristales de las ventanas cerradas de su casa, pero ella no las oía. No pensaba, no percibía, pero se sentía viva, más viva que nunca.
De repente retornó de su vigilia consciente. Parpadeó varias veces buscando encontrarse de nuevo con la realidad y se levantó. Se dirigió a su habitación y se puso unas bragas, un sujetador y un vestido ligero. Se calzó unas sandalias de madera y cuero y se dispuso a salir a la calle. Quería pasear. No tenía ningún destino fijo. Sabía que no se encontraría con nadie, el calor había escondido a la gente, pero necesitaba respirar aire puro, aire de mar. Se miró al espejo y sintió la tentación de peinarse su pelo blanco, pero no lo hizo. «Así está bien», pensó. Se dirigió a la puerta. Cogió las llaves y salió. Las cigarras detuvieron su estridulación a su paso. Caminó hacia la playa. Atravesó algunas calles, todas vacías. Se cruzó con alguna iglesia más o menos antigua sin prestarle demasiada atención. Miró al cielo cuando alguna gaviota graznó. El cielo estaba azul. No había una sola nube. Llegó a la playa. Se descalzó y comenzó a caminar.
Caminó durante mucho y poco tiempo porque el tiempo es lo que impide que la historia ocurra toda de una vez, es la velocidad a la que desaparece el pasado. No dejó de caminar hasta que sintió que los pies comenzaban a dolerle. Entonces se detuvo. Se sentó en la arena mirando al mar y lo contempló. Percibió el calor de la arena en su cuerpo. El vaivén de las olas la hipnotizaba con su maravillosa banda sonora. Lo sabía. La trasladaba a un lugar en el que todo es posible, a una nada que es el destino al que toda persona siempre se dirige, aunque no sea consciente. Sus ojos no dejaban de mirar el mar acercándose y alejándose de ella una y otra vez de forma pausada, de forma constante, rítmica. Alguna ola atrevida avanzaba algo más que la anterior, pero su sucesora la retenía para devolverla al mar. Ella lo contemplaba con ojos sabios, ojos tan profundos que habían contemplado el futuro, aunque ya lo hubiese olvidado. La arena mojada por el instante de contacto con el agua se secaba antes de que la siguiente ola la tocase. El color oscurecido duraba solo un soplo, lo justo para que algunas burbujas de aire asomasen temerosas a la superficie.
Ella se levantó y se acercó aún más a la orilla hasta que sus pies sintieron el frescor del agua. Un pequeño escalofrío recorrió todo su ser. Sonrió. Se detuvo a contemplar el horizonte: esa línea imaginaria donde agua y cielo se quieren unir, pero algo inexplicable los mantiene separados. Siguió la línea hacia poniente buscando el agotado sol del atardecer hasta que lo encontró y tuvo que entrecerrar los ojos. Entonces luces y sombras imposibles se reflejaron en su retina hasta que sus ojos azules se acostumbraron al resplandor adormecido del sol. La silueta de varias gaviotas posadas en la arena, descansando, interrumpía el paisaje infinito de la playa. Quiso sentir los últimos envites del sol en su espalda y se giró. Cerró los ojos cuando percibió como el calor abrazaba su cuerpo y quebraba el escalofrío que las olas producían al rozar sus pies. Sonrió. Así estuvo un tiempo indefinido, difuso, inabarcable. Un tiempo que tal vez algunos se atreverían a cuantificar en minutos o puede que horas, pero que, en realidad, fue inconmensurable. El sol desapareció frente a la valerosa luna y ella abrió los ojos para contemplarla. Sonrió. Entonces regresó a su casa.
Mérida a 10 de mayo de 2013 y 27 de junio de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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