Son las cinco de la madrugada. Todavía es de noche, aunque el sueño me ha abandonado. Mis ojos permanecen cerrados, pero mi cerebro no me permite descansar. No consigo encontrar ni un resquicio de cansancio que me ayude a perder la consciencia y regresar al turbio mundo onírico en el que logro olvidar mi existencia. Ya estoy de pie, casi sin darme cuenta me he desarropado y sin hacer ruido —no entiendo por qué, puesto que no hay nadie a quien poder molestar— me dirijo hacia el cuarto de baño. Tal vez la culpa de mi insomnio sea esta maldita próstata. Ya no es lo que era. Ahora apenas soporta cuatro o cinco horas sin pasar por el inodoro. Si quiero descansar más, debería dejar de tomar líquidos por la noche. Eso es imposible, me digo a mí mismo con una mueca que quiere parecer una sonrisa. Resignado me limpio con un trozo de papel higiénico las pocas gotas que no han escurrido y repaso con el mismo papel el asiento del retrete. Siempre me han molestado esos malditos restos de meado cuando entran en contacto con las nalgas antes de evacuar. Parece que interrumpen todo el proceso, en especial, cuando las ganas aceleran la liturgia. Está oscuro. No he encendido la luz —sigo obsesionado en no molestar a alguien que no existe desde hace tiempo— y la escasa claridad procedente de las farolas de la calle apenas sirven para guiarse y no tropezar si no fuese porque he debido mear miles de veces en ese cuarto de baño y lo conozco mejor que a mí mismo. Me coloco frente al espejo y abro el grifo. El calor es insoportable. Tal vez eso tampoco ayuda demasiado a conciliar el sueño. Me refresco las muñecas. El agua no me parece lo suficientemente fresca, pero junto las manos para recoger un buen chorro y lanzármelo sobre la cara y la nuca. Es entonces cuando no me veo. Mi rostro no está ahí, frente a mí, donde debería estar: en el espejo. No, no es posible, no puede ser. Algo anda mal. Cierro los ojos pensando que estoy soñando. A pesar de que estoy harto de leer cosas así, siempre pensé que esas sensaciones tan vívidas que algunos libros cuentan, especialmente las novelas baratas, acerca de los sueños que no se diferencian de la realidad no eran más que bagatelas literarias para poder llegar a donde le interesa al autor sin currárselo lo suficiente. Pero ahora me estaba dando cuenta de que estaba equivocado. Desde luego es sorprendente, me dije a mí mismo. Al abrirlos de nuevo, compruebo con estupor que sigo sin estar ahí. Enciendo la luz. Esto no puede ser, pienso con preocupación. No me creo que pueda seguir soñando. Todo es demasiado real. El agua lo puede resolver, es un pensamiento que me pasa fugaz por el cerebro, pero lo atrapo y procedo. Siento como el agua choca contra mi cara. Está ahí. Eso es innegable, pero cuando abro los ojos no la veo. Poso las palmas de mis manos sobre mi rostro y comienzo a moverlas palpando con los dedos cada trozo de mi cara. Está ahí, todo está ahí, qué narices pasa. Me apoyo en el lavabo y me acerco al espejo. Veo perfectamente la puerta del baño que está detrás de mí, pero sigo sin verme. Olvido secarme y chorreando me dirijo a la entrada. Ahí hay otro espejo. ¿Estropeado? Un espejo no se estropea, se rompe. ¿Pretendo engañarme con semejante idiotez? Enciendo la luz del recibidor y me miro directamente a los ojos. Esa es la costumbre desde hace tiempo cuando entro en mi casa, pero no los veo. No están. No están. ¿Qué cojones ocurre? Me dirijo al salón y cojo el móvil. Lo enciendo. La pantalla irradia una luz que me hace entrecerrar los ojos. Pongo la cámara y me saco una foto. No está, mi rostro no está. En realidad, no estoy yo, nada de mí aparece. Me siento en el sofá. Me atuso el pelo. Un escalofrío me recorre la espalda y unas gotas de sudor se aplastan cuando me echo hacia atrás contra el mullido respaldo. Duérmete, me digo a mí mismo. Duérmete, insisto, pero el sueño debe estar de coña, debe estar pasándoselo de puta madre a mi costa y no quiere atraparme. Joder, necesito descansar. Ya me lo dijo el médico la semana pasada. Me prescribió unas pastillas y ni siquiera pasé a comprarlas. Entonces recuerdo que no tiré la receta. La guardé. No, la puse en la mesa del comedor. Me levanto y me dirijo a ella. Está llena de papeles, cartas sin abrir, el ordenador, alguna bolsa de plástico de la compra. Empiezo a rebuscar. Debe estar en algún sitio. Por fin, ahí está. La cojo, la leo. No entiendo qué dice, pero recuerdo perfectamente las palabras del médico: con esto dormirás más. Busco en mis pantalones que están tirados en el suelo del dormitorio las llaves del coche. Ahí están. Me visto. Necesito una farmacia. Justo cuando me calzo las zapatillas veo una piedra. Hachís. Tal vez eso me ayude. O tal vez todo esto no es más que el efecto de la fumada de anoche. Nunca me ha pasado nada igual, pero puede ser que en esta ocasión la piedra que me pasaron llevara algo más. Joder, no sé qué hacer. ¿Me enciendo un porro? Creo que no debo hacerlo. Sobre todo, sin saber si todo viene de ahí. Joder, cuando coja al gilipollas ese, le voy a estampar contra la pared por pasarme semejante mierda. Al coche, me digo. Buscaré la farmacia de guardia. Cojo el móvil de nuevo. Mierda, apenas si tiene batería. Lo enchufo. Me siento. Busco farmacia de guardia. Salen millones de anuncios. Por fin localizo la que creo que está más cerca. Cojo las llaves y el móvil, que suena al desenchufarlo avisándome de que le queda poca batería. Ya lo sé, coño. Bajo las escaleras. Dónde está el puñetero coche. Comienza a amanecer. Miro a derecha y a izquierda y pulso el mando para ver si soy capaz de detectar alguna luz. Joder, joder, joder. Me he dejado la cartera arriba. Me doy la vuelta y me encuentro frente a la puerta de entrada. No me reflejo en su cristal. Me saltan las primeras lágrimas. Es pura ansiedad. Subo corriendo las escaleras. Entro en casa. Busco la cartera. La cojo. Al menos tengo la prudencia de mirar si hay algo de dinero. Poco, la maldita pizza de anoche, pienso, ¡como no tenga para comprar la mierda de medicina! ..., me cago en la leche. Tal vez la tarjeta sirva, aunque creo que ya no tiene saldo. Joder, joder. Bajo corriendo de nuevo. Estoy sudando. Mi corazón va a reventar. Me palpitan las sienes. Ahora recuerdo donde está el coche. Corro como un descosido. Vuelvo la esquina y lo veo allí. Aparcado al lado de un árbol. Delante de un contenedor de basura. Un papel en el parabrisas. Una multa, pienso. La guardo en el bolsillo sin mirarla. Meto la llave como puedo tras varios intentos. Me tiembla el pulso. Por fin acierto. Me asomo por el retrovisor. Es un acto reflejo. Me busco. No me veo. Chillo. Cierro los ojos con fuerza. Arranco el coche y salgo en busca de la farmacia.
Foto (editada) de Karolina Grabowska en Pexels.
Mérida a 18 de octubre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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