No merece la pena esforzarse en hacer pedagogía si el interlocutor tiene el cerebro podrido. Las secuelas son las mismas, en definitiva, y la historia no se cansará de repetirlas si el personaje en cuestión finge frente a otros para alcanzar su cuota de estrellato, poder, dinero o la terna completa. Me cuesta mucho creer, a poco que este actor sea medianamente inteligente, que ofrezca un discurso inducido, pero, de ser así, solo puede producirme lástima y si su arenga es verdaderamente convencida, pena. En cualquier caso, el resultado que los oyentes recibimos solo puede causarnos en sucesivos estadios, perplejidad, vergüenza, hilaridad —nerviosa— y, finalmente si se produce su preservación y éxito, miedo. Como siempre, la cultura y la historia ofrecen las claves para entender el mundo y servirse del pasado para mejorarlo. Sí, así, en términos pueriles, pero mejorarlo: la historia ayuda, debe ayudar, a conseguir un futuro mejor para los que vienen de un pasado peor. Pero resulta tan sencillo, y al mismo tiempo aterrador, manipular y tergiversar la historia, que el mero hecho de darle voz a alguien, sin oficio conocido más allá de la sangría política, y que tiene como objetivo, al margen de su propio beneficio, irrumpir en la clase política para convertir un mundo aceptable en un mundo retrógrado resulta inconcebible, pero es y debe ser así. Cercenar su locura supondría atentar contra su libertad y eso históricamente —volvemos al recurso— se termina convirtiendo en acicate y justificación para darle un crédito inmerecido y peligroso. Es tan fácil y está tan al alcance de ciertos personajes que logran, con la manipulación y con discursos populistas, cuotas de representatividad tan altas que es lógico que el miedo comience a asentarse entre algunos, y el temor a situaciones ya vividas, pero, en palabras de ciertos estúpidos, admirables, se instala en nuestro subconsciente.
A finales del siglo XII existió en la Hispania musulmana un gran filósofo y médico, o viceversa. Fue poco tiempo antes de la Batalla de las Navas de Tolosa, 1212, de la que podremos hablar en alguna otra ocasión, aunque sirva como pincelada histórica que sirvió para aunar —interesadamente como no podía ser de otra forma— las fuerzas de los reyes cristianos más poderosos de la península, Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra y “voluntarios” convencidos con promesas de una eterna vida celestial en el paraíso —cuántas semejanzas con la musulmana guerra santa— del Reino de León y de Portugal que pidieron ayuda al Papa Inocencio III, en especial Alfonso VIII que había recibido lo suyo en Alarcos, años antes, 1195, para convertir la guerra contra los musulmanes en cruzada por la cristiandad a cambio de prebendas para con el cristianismo apostólico —nada es gratuito— que, por cierto, venía recibiendo pingües beneficios con la venta de Indulgencias para la redención de los pecados y costear el elevado nivel de vida de la curia romana y análoga.
Esta etapa fue especialmente convulsa en el mundo musulmán de la península a consecuencia del fanatismo integrista proveniente del norte de Marruecos —en todos sitios cuecen habas—. De modo que este magnífico médico, que llegó a ser nombrado cadí de Sevilla, fue desterrado por sus escritos científicos, por su pensar, por haber decidido investigar. Podría estar o no equivocado, pero sus reflexiones suponían, según los absolutistas —aunque este término aún no se estilaba—, un riesgo al totalitarismo, así que mejor quitarlo de en medio. Musiquilla celestial esta de quitar al que molesta, ¿no? El caso es que Averroes, que así se llamaba este señor, fue desagraviado al final de su vida —cosa poco común, la verdad— y se restituyó su honor, aunque la censura ya había hecho lo suyo y la mayor parte de sus escritos filosóficos se habían perdido. Se conservaron por suerte, eso sí, algunas traducciones hebreas, fíjense bien, de su pensar que incluían, a su vez, traducciones e interpretaciones de los escritos, ajústense bien los machos, de Aristóteles que servirían no muchos años después para sustentar la interpretación teológica del cristianismo que ha marcado el devenir de la iglesia durante siglos de la mano de Tomás de Aquino, que consideró un verdadero maestro y autoridad a Averroes. Si esto no es multiculturalismo que venga el dios de la religión que sea y vea. Nos dejamos por el camino, ya lo siento, la influencia en Aquino de Avicena —persa musulmán—, Maimónides —judío sefardí—, Agustín de Hipona —cristiano de origen Numidio— y otros más en los que no abundaremos para no hurgar más en la herida del estercolero multicultural. En resumen, el catolicismo acérrimo de este personaje estúpido que encabeza este artículo —espero que nunca llegue al poder para no verme perseguido por decir de él lo que pienso— proviene en gran medida del pensamiento de un árabe, de un sefardí y de un antiguo maniqueo. Si yo fuera él desaparecería de la esfera pública solo por saber esto, si es que es congruente con su discurso, aunque no creo que lo haga porque dejarían de pagarle por sus servicios políticos.
Fotografía EL ESPAÑOL.
Vídeo con sus declaraciones:
En Mérida a 25 de octubre de 2020.
Francisco Irreverente.
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