Aparco lejos. Tengo que andar un buen trecho. No estoy para caminar, la verdad, pero qué remedio. Según voy acercándome a la farmacia compruebo que mi imagen no aparece reflejada en los escaparates. No sé si puedo soportar tanta ansiedad. Ya veo la farmacia. Allí, cerca. Se me cae la cartera nada más sacarla del bolsillo. Me tiemblan las manos. Me agacho a recogerla y al hacerlo me encuentro frente a un retrovisor de un coche aparcado. No me veo. Sigo sin verme. Una rabia tremenda y descontrolada me invade. Golpeo el espejo con el puño. Al instante noto la sangre chorreando por mis nudillos. El espejo ni se ha inmutado. Tan solo han caído en él unas gotas de mi sangre que chorrea cruzando el cristal de arriba a abajo. Sin embargo, mi gesto no parece haberle gustado demasiado al vehículo porque ha saltado la alarma con un estruendoso pitido arrítimico y las luces ha empezado a encenderse y apagarse. Me incorporo y lanzo al maldito espejo una patada que hace que se retuerza con un crujido plástico y quede colgando como si de un cuerpo inerte se tratase —como si antes no lo fuera—. Mis nervios van a hacer que reviente. Llevo el puño de mi mano sangrante a la boca. Chupo la sangre. Su sabor metálico y caliente me provoca náuseas. No tengo ni un jodido pañuelo para limpiar mi propia sangre. Remango un poco la camiseta y, como puedo, envuelvo la mano en ella. Se mancha. Al menos es negra y disimula levemente el intenso color rojizo de la sangre. Prosigo mi camino hacia la farmacia. Acelero el paso. Lo último que necesito ahora es un policía advertido por el ruido que me pare para hacerme preguntas. Llego a la puerta de la tienda. Como es lógico está cerrada a estas horas. Busco el timbre o cualquier cosa para llamar. Estoy seguro de que estaba de guardia —¿o no?—. Parece que la alarma del coche se ha calmado. O tal vez sencillamente he dejado de oírla. Estoy delante de la puñetera puerta del establecimiento y no me veo. De repente caigo en la cuenta: ¿y si no me ven? Por mi cerebro pasan cientos de ideas, miles de situaciones. Me detengo, necesito un segundo. Oigo una voz metálica que proviene de algún sitio sobre mi cabeza.
—¿Qué desea?... ¿Oiga?, ¿qué desea?
Miro hacia arriba: es un altavoz. Bajo la vista de nuevo y ahí está la dependienta. Es una chica morena, bajita y gorda. Me está mirando. A mí. Estoy seguro. Tiene la cara un tanto contrariada, pero es lógico. Cómo iba a ser de otra forma viendo lo que está viendo. Debo tener un aspecto horrible. Desaliñado con manchas de sangre por todos lados. Los ojos hundidos por la falta de sueño. En fin, debo dar miedo. La buena noticia es que me ve. Sí.
—Ehhhh…, buenas noches digo. —Ya ni me acuerdo qué necesitaba—. Mire, ehhh… —Intento hacer memoria, pero si aún me queda algo no parece que quiera mostrarse—. Pues, verá… —Tengo la mano herida en el bolsillo y noto un papel, entonces todo parece regresar a mi cerebro—. Sí, mire, tengo una prescripción de mi médico de cabecera. Aquí está. —Saco el papel arrugado, pegajoso y manchado de sangre; lo coloco pegado al cristal—.
La chica se asusta. Se echa hacia atrás. Intento tranquilizarla:
—Ha sido un accidente doméstico. —Sonrío como buenamente puedo.
La chica se acerca cuidadosamente a pesar de que entre nosotros existe un cristal de seguridad que no podría romper por muchas patadas que le diera y mira lo que dice la receta.
—Necesito que me la dé —me dice.
Pongo cara de circunstancias y ella me entiende al instante señalando con su índice derecho un tirador metálico de una caja de acero que cuando lo sujeto se gira. Meto ahí el papel y lo empujo para que pueda cogerlo ella. La chica se ha puesto unos guantes de látex. Coge el papel, lo lee. Ni siquiera sé qué pone. Sin decirme nada, se marcha. Al cabo de un instante, regresa. No sé si ha pasado mucho o poco tiempo. Yo lo he pasado intentando mirarme sin conseguirlo. No me veo, joder, no me veo. Cuando la chica vuelve a hablarme por el altavoz, alzo de nuevo la vista sin darme cuenta de que la tengo frente a mí.
—Son trece euros.
—Joder, trece euros —no sé si lo he dicho o lo he pensado… por la cara de la chica, he debido decirlo—. Lo siento —me excuso— pensaba que si el medicamento venía recetado era gratis.
—No. Son trece euros —no parece que tenga muchas ganas de hablar.
Saco la cartera. Rebusco. Parece que voy a tener suerte. Suelto en la caja de acero un billete de diez y todas las monedas que tengo. La chica gira la caja, la abre. Con los guantes recuenta el dinero. Lo saca. Mete el medicamento y gira la caja. «Buenos días», me dice y se va la muy jodida.
—Adiós, joder, adiós —digo medio gritando para asegurarme de que me oye, aunque no las tengo todas conmigo.
Un parque. Necesito un parque. Seguro que allí hay una fuente y puedo tomarme las puñeteras pastillas. ¿Dónde coño hay un parque? Esto es un puto barrio residencial, debe haber algún jodido parque con columpios por algún sitio. Pienso en llamar de nuevo a la farmacia, pero lo descarto. No quiero volver a verle la cara a esa tía. Me echo a correr. No sé por qué lo hago, pero mis pulmones comienzan a arder nada más empezar. Tal vez hace décadas que no corro. Me falta el aire al doblar la esquina y me detengo. Me doblo para recuperar algo de aliento. Tengo ganas de vomitar. Una nausea horrible hace que escupa varias veces. No hay nada más. Parece que mi estómago no quiere hacer ese esfuerzo en este instante. La buena noticia es que allí hay un puñetero parque. Justo frente a mí. El sol comienza a salir con fuerza. Hoy hará calor. Menuda chorrada de pensamiento, me digo. Joder busca la fuente, céntrate. Llevo la caja con las pastillas en la mano herida. Noto como la sangre sigue chorreando. Cruzo la calle y entro en el parque. Ahí está: una fuente. Voy hacia ella. Aprieto el pulsador y sale un ridículo hilillo de agua. Vaya mierda, pienso. Pues tendrá que ser… Abro la caja de las pastillas. Saco tres o cuatro, ni sé cuántas hay y me las meto en la boca. Agacho la cabeza y saco la lengua hasta el caño de la fuente. Aprieto. El agua está fresca. De repente caigo en la cuenta de que debería saber cuántas pastillas tomar. Demasiado tarde. Qué más da, joder, me digo. Intento ahuecar las manos para coger algo de agua y echármela por la nuca. Parece que me sienta bien. Ahí hay un banco. Me dirijo a él. Me siento. Me tumbo. El sueño me vence. Parece que las pastillas funcionan…
Foto de Alexandros Chatzidimos en Pexels
Mérida a 1 de noviembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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