El colegio de los gatos (ii).


Misina llegó a la cama muy temprano, casi no había amanecido. Comenzó a maullar, pero muy bajito. Casi de forma inaudible, aunque lo suficientemente alto como para despertarme. Se subió y se colocó al lado de mi cara. Misina no da lametazos como hacen los perros. Ella se acurruca poco a poco, se acerca y contoneándose se va pegando a ti. De forma disimulada, como sin darle importancia y procurando no llamar la atención. Cuando ha encontrado su sitio, se queda parada y cierra los ojos para dormirse. Sin embargo, esa no era su intención, comenzó a rozarse contra mi brazo y luego siguió hasta llegar a la cara. Consiguió que abriera los ojos. Eso es lo que quería. Hice ademán de levantarme ante su insistencia, pero las sábanas me habían atrapado, volví a cerrar los ojos y me di la vuelta, ignorándola. Es imposible ignorar a un gato. Entonces Misina con su suave patita comenzó a darme golpecitos en la mano. Luego se subió sobre mí y comenzó a caminar sobre mi espalda. Misina —le dije—, déjame por favor. Intenté cogerla para bajarla de la cama, pero no se dejó. Los gatos, por si no lo sabéis, no se dejan atrapar, salvo que ellos quieran y Misina no quería. Quería que la siguiese. Sabía que era inútil resistirse así que me resigné y me puse mis zapatillas de andar por casa sin quitarme los calcetines. Hacía frío. Me envolví en mi manta y seguí a Misina que ronroneaba a mi alrededor restregándose entre mis piernas. ¿Tienes hambre? —le pregunté. Pero ella, erre que erre, seguía dando vueltas a mi alrededor procurando hacerme mover. Anda, dime lo que quieres, por favor que estoy muy cansado. Qué iluso fui pensando que podría volver a la cama. Pensé que quería que le abriese la puerta para permitir que saliese o que tal vez le faltaba comida. Aunque ya sabéis que los gatos hablan, no lo suelen hacer con frecuencia, supongo que por precaución o por falta de costumbre, el caso es que por más que le preguntaba, se negaba a contestarme. Finalmente me llevó al porche, comprobé que la bandeja de comida para gatos tenía suficiente para todos, así que deduje que no era el hambre el motivo por el que Misina me había sacado de la cama. Salió al campo y la seguí. Se dirigió a la cochera y entonces comprendí. Me estaba llevando al cole, al colegio de los gatos. Inmediatamente me puse muy contento y comencé a caminar más ligero intentando seguir el ritmo de Misina que ya me sacaba mucha ventaja. Nunca intentes correr persiguiendo a un gato, son mucho más veloces que tú, pero si el gato quiere que le sigas, entonces podrás hacerlo, aunque te lleve delantera. Misina quería que la siguiese. Entré en la cochera y allí estaba Pelusa justo delante de la gatera, sentado sobre sus patas traseras moviendo ligeramente el rabo, como si estuviese molesto. No me miró ni un instante. Sus ojos se clavaron en Misina y maulló. Misina comenzó a caminar en círculos con las orejas levantadas. Yo sabía que, aunque Pelusa era el director, Misina era quien mandaba. Eso no me lo había dicho nadie, pero son cosas que se saben. Pelusa estaba inquiero porque no debía parecerle buena idea que viese el cole. Pelusa era muy cariñoso conmigo, a veces incluso un poco pesado y tenía un maullar casi chillón que podía resultar molesto en ocasiones. Sin embargo, aquella mañana estaba muy serio. Casi daba miedo. Hasta que, supongo que resignado, consintió y si no fuese porque creo que los gatos no pueden reír, al menos eso creo haber leído en un libro de mininos, diría que sonrió y me miró condescendiente. 


No sé exactamente cómo lo habían hecho, supongo que fue solo Misina por la actitud que tenía Pelusa, pero el caso es que justo enciman de la gatera, había un palé de madera apoyado contra la pared y colocado de modo que sus tablones eran casi como peldaños de una escalera. Misina con gran agilidad fue subiendo y bajando de uno en uno como invitándome a imitarla. Pelusa se había colado ya por el orificio con lo que ya solo estábamos Misina y yo. Me acerqué al palé y comencé a escalarlo. Cuando estuve apoyado en el último tablero comprobé que por encima de la pared había un huequecito en el que apenas me cabía la cabeza. Misina estaba allí y se quitó, entonces asomé la cabeza y miré hacia abajo. Allí estaba toda la clase. Había seis o siete gatitos y Pelusa que caminaba muy elegante entre ellos y de vez en cuando se paraba al lado de uno como para indicarle que estaba haciendo algo mal o para felicitarle cuando lo hacía bien. Todos estaban muy atentos y ninguno se percató de que había un intruso observándolos. Pelusa miró hacia arriba y me pareció que me guiñó un ojo. Tampoco sé, la verdad, si los gatos pueden hacer guiños, de eso creo que no he leído nada, pero, a pesar de que no había mucha luz porque todavía no había amanecido totalmente, me parece que le vi hacerme el gesto. 


Los gatitos estaban aprendiendo el abecedario, el abecedario gatuno, claro está, al menos eso supuse por los gestos de Pelusa. Estaba escrito en la pizarra. Los alumnos, muy aplicados seguían las explicaciones maulladas de Pelusa. Alguno de ellos levantaba la patita cuando tenía alguna duda y Pelusa se acercaba a aclarársela. Todo lo que estaba viendo me recordaba mucho a las clases de mi cole, aunque los gatos eran más silenciosos y eso me gustaba. En mi clase siempre había mucho bullicio y el resto de los niños no paraba de gritar a pesar de las voces, los gritos más bien, del profesor que intentaba inútilmente que nos callásemos para dar sus explicaciones. Entre los gatitos que estaban prestando atención a Pelusa, vi dos que creía haber visto correteando por el campo alrededor de la casa. Les había puesto el nombre de Pantera y Sirope porque el primero era muy negro, como Pelusa, pero con menos pelo y el segundo de color dorado, pero sin brillo, como el sirope o, al menos, como yo creía que era el sirope. Los dos estaban allí, muy dispuestos y atendiendo a las explicaciones de su profesor, Pelusa. No sé cuánto tiempo estuve observándolos, pero cuando me di cuenta ya era de día, el sol había salido y penetraba por algunas rendijas en la clase. De repente, todos los gatitos salieron corriendo y atravesaron la gatera a toda velocidad pasando por debajo del palé al que estaba subido. Pelusa miró hacia arriba y si no me equivoco hizo algo parecido a encoger los hombros. Supongo que quiso decirme algo así como que eso era lo normal cuando finalizaban las clases. Yo sonreí ya bajé. Misina, que estaba encaramada en el muro pendiente de todo, también bajó. Pelusa salió y allí estábamos los tres mirándonos. Yo estaba muy feliz porque ya sabía cómo era el colegio de los gatos. En realidad, aquello fue solo el comienzo de lo que estaba por venir.




Dibujo de Laura Cabecera Valdera.

En Mérida a 16 de mayo de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


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