Pasé la mano y percibí una extraña sensación sedosa en mis dedos. Cuando la retiré y los miré, una fina capa de polvo ensuciaba mis yemas. Me sacudí, pero el polvo no terminó de desaparecer, parecía como si mis manos se hubiesen impregnado con una leve película a consecuencia de la ligera humedad y no pudiera desaparecer. El color gris de esa especie de ceniza fina que los cubría apenas se diferenciaba del color de mi blanquecina piel, pues la penumbra no permitía diferenciar tonalidades, pero yo lo sentía vívidamente. Quise volver a pasar la mano, pero lo pensé mejor y fui a por un trapo para limpiarlos.
Debo reconocer que nunca presté demasiada atención a la excelsa colección de libros que había en mi casa. Siempre estuvieron allí. Jamás tuve la sensación de que cambiasen, de que alguien pudiera incorporar nuevos ejemplares, sin embargo, tenía la certeza, aunque no me paré a comprobarlo, de que el número no menguaba. Hubiera jurado, si alguien me lo hubiese pedido, que los libros se multiplicaban, como en el milagro de los panes y los peces que cuentan los evangelios, a pesar de que toda la biblioteca, que era una mole inmensa de madera con aspecto anticuado y oscuro, permaneció exactamente igual durante toda su vida, esa era, al menos, mi sensación y no podía estar más equivocado.
La lectura nunca fue mi fuerte, y mira que en casa no se hacía otra cosa; a todas horas se leía, siempre había libros en la mesa del salón o en el mueblecito bajo frente al sofá ocupando el espacio que debía estar destinado a la televisión como bien sabía por las casas de mis amigos que visitaba siempre que podía para embarrar mi mente con sesiones maratonianas de programas estúpidos y anodinos, ya que, como buen chaval mediocre y adolescente, era lo que necesitaba. Quería hablar con mis amigos de las cosas que ellos hablaban y para eso necesitaba ver la televisión durante horas y horas, y eso en mi casa no era posible. Mi aya —llevaba cuidándome desde que cumplí cinco años cuando falleció mi madre— me contaba algunas historias que había visto la noche anterior y eso aplacaba algo mi sed de desinformación y truculencia, pero nunca fue suficiente y siempre andaba rogándole a mi padre permiso para visitar casas de compañeros con la excusa de hacer algún trabajo o estudiar cualquier tema. Él, refunfuñando entre sus hojas de papel manuscritas y libros con cientos de papelitos anotados marcando páginas, procuraba mostrar su descontento aludiendo que en «nuestra biblioteca» —así se refería a ella— encontraría todo lo que necesitaba. Al final siempre me permitía salir, y yo, engreído por haberme salido con la mía, aunque no se lo reconociese abiertamente —ya sabe uno cómo se comportan los hijos adolescentes con sus padres—, lo agradecía infinitamente.
El tiempo pasó y yo marché a la universidad. Mi padre, que nunca fue conmigo excesivamente cariñoso, encontró la excusa perfecta en mi huida —eso fue en realidad lo que ocurrió— para sumergirse totalmente en la lectura de sus libros. María, mi aya, a veces me llamaba y me rogaba que viniese algún fin de semana e intentase hablar con mi padre para hacerle entrar en razón: se pasaba días enteros e «incluso noches», según me revelaba escandalizada, dentro de su despacho leyendo y leyendo, escribiendo y escribiendo. A veces se olvidaba comer y la bandeja con aperitivos que le ofrecía, terminaba siendo retirada sin que la hubiese tocado. Yo siempre encontraba alguna excusa que a mí me parecía convincente para no regresar a casa. Incluso en las fechas más señaladas convenía viajes o excursiones que me impedían regresar. Se las ofrecía a mi padre por teléfono como pretexto ante las que asentía escueto en palabras. Luego, mi aya, me abroncaba diciéndome que no podía dejar así al «señor», —con esa palabra se refería a él—. Las pocas veces que volví, debo confesarlo, lo hice por saludar y abrazar a María, a la que quería como creo que se quiere a una madre. Ella se alegraba muchísimo y me preparaba suculentos platos con los que disfrutaba como cuando era niño. Para mí fueron los mejores momentos en mi casa y aún hoy los recuerdo con emoción. María murió. Recibí una nota mi padre, ni siquiera me llamó para decírmelo, me escribió unas palabras que me llegaron por telegrama. Aún guardo el papel entre alguno de mis libros, ese gesto que me pareció inhumano fue el detonante que terminó de romper mi relación con él. Viajé a mi casa lo más rápido que pude. Quería estar en el funeral. Cuando entré encontré a mi padre sentado en su despacho leyendo. Todo parecía seguir igual, solo que la puerta estaba abierta y no cerrada como era su costumbre. Me asomé ligeramente e hice ademán de saludar, pero él ni siquiera levantó la cabeza, así que subí a mi cuarto sin mediar palabra, deshice la maleta, me duché, llamé a un taxi y me dirigí al tanatorio. Mi padre ya estaba allí. Estaba dándole el pésame a la familia de María. Yo no conocía a ninguno, ni siquiera los hubiera podido reconocer si no hubiera sido porque eran los que estaban en los primeros bancos de la iglesia. Le hicieron a mi padre un hueco en la primera fila. Aquello me sorprendió, pero mi rabia era más impetuosa que el desconcierto y no le di mayor importancia al gesto familiar con el que mi padre fue recibido. Al finalizar la celebración —nunca entendí ese nombre para estas ceremonias— quise ofrecerles mi condolencia y me acerqué a ellos, entonces vi que mi padre estaba llorando. Lo hacía de forma contenida, con firmeza, casi con solemnidad, pero no podía —y creo que no quería— disimular las lágrimas. Le ignoré y me dirigí a la familia de María. Luego regresé a casa, no fui al cementerio. Recogí mis cosas, llamé a un amigo y le pregunté si podía pasar la noche en su casa. Me marché. Esa fue la última vez que vi a mi padre.
Foto de Oladimeji Ajegbile en Pexels.
En Mérida a 9 de mayo de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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