España. Historia de una ucronía indeseable (i).





Fue un año aciago. Tal vez fueran dos, puede que tres. Habría que acudir a la numerología historiográfica para concretar las fechas, pero es indiscutible que fue una mala época para España: prescindible para los ciudadanos, olvidable para los políticos con opciones reales al gobierno, e imborrable para la memoria nacional como bien se encargaron de clamar y recordar los populistas de uno y otro bando que colmaban las calles con diatribas, insultos e injurias contra los sucesivos gobiernos que fueron alternándose en el desconcierto generalizado —creado en gran medida por su incompetencia y minusvalía—; todo ello con las instituciones en caída libre en lo que a su crédito ciudadano se refiere. Debo reconocer que lo hicieron bien: me refiero a quienes convirtieron el populismo en su manifiesto permanente lleno de retórica y mala baba. Fueron capaces de convencer a quienes no necesitaban más que oír lo que querían oír y les dijeron precisamente eso olvidando la realidad geopolítica y económica de la nación, dejando atrás el análisis y el estudio para discernir la realidad y tomar las decisiones necesarias que mejorasen la situación de un país que estaba entrando en tromba en un período histórico no muy diferente del de aquellas postrimerías del siglo XIX que tan trágicas consecuencias provocó en una España desafectada y decadente de la que solo se salvó su malograda cultura repudiada por muchos y asesinada por otros; una España dolida con sus dirigentes, perdida e incapaz de levantar cabeza frente a un incipiente mundo cambiante en cuya tutela no cabía un país desestructurado como lo era la España de entonces. La historia estaba repitiéndose, pero agravada por la falta de atención que prestamos a la experiencia de la guerra civil del 36, plagada de odios y rencillas entre iguales en los que el poder agasajaba retroalimentando a quienes lo poseían sin el más mínimo decoro y con el abuso y la venganza como principio fundamental. También habíamos vivido dos terribles y sanguinarias guerras mundiales en las que el exacerbado nacionalismo y el egocentrismo repleto de megalomanía de demasiados dirigentes escondieron los intereses económicos del neocolonialismo que transformó lo que quedaba del siglo XX y los inicios del siglo XXI convirtiendo el mundo en un cúmulo de naciones con deudas desorbitadas debidas a las grandes corporaciones que pasaron a ser los verdaderos adalides de la Tierra. Estas grandes empresas ejercían su poder al amparo y con la connivencia de gobiernos títeres, de cualquier signo, que se proclamaban con el auspicio de democracias fácilmente manipulables gracias a la bien aprendida y practicada desinformación durante la Segunda Guerra Mundial que se ejercía a la perfección gracias a la difusión de los medios de comunicación parapetados en la libertad ofrecida por la red de redes. Poco importaba que esos gobiernos poseyeran ideologías de un sentido u otro —es más resultaba convincente cierta alternancia—, porque terminaban sucumbiendo ante el ímpetu de los verdaderos mandatarios, aquellos que estaban al cargo de esas grandes compañías que, al mismo tiempo, y curiosamente, estaban subyugadas al débil equilibrio estructural que imponía el poder económico del capitalismo libertario, fácilmente “tambaleable” bajo cualquier circunstancia o excusa que facilitara un desequilibrio económico para permitir la acumulación de más riqueza para los ya asquerosamente ricos a costa de un mayor empobrecimiento de los ya tristemente pobres. 


El caso es que algunos países, que a principios del siglo XXI aún no habían sucumbido a la nueva democracia liberal tan publicitada por las grandes corporaciones y conservaban sistemas autoritarios de gobierno —por supuesto consentidos por esas mismas compañías pues en ellos encontraban resquicios para seguir ejerciendo su neocolonialismo mediante la explotación directa, esto es, esclavitud, de sus habitantes—, se permitían ciertos lujos a favor de sus mandatarios, ya fueran reyes o autoproclamados presidentes de repúblicas militarizadas, que respondían más bien a caprichos infantiles o a pataletas pueriles con las que manifestar sus delirios de grandeza. Uno de estos comportamientos absurdos con los que se respondió a una supuesta afrenta del gobierno español frente al marroquí, cuyo origen bien daría para una enciclopedia en la que muchos párrafos criticarían el desgobierno español del siglo XX, pero también el nepotismo marroquí y la ignominiosa actitud europea, fue la apertura de la frontera en la ciudad de Ceuta con el consiguiente y descontrolado flujo migratorio hacia la ciudad incapaz de absorber semejante tropel. Como era previsible, las acciones diplomáticas detuvieron la subrepticia invasión en un plazo relativamente breve de tiempo tras las angustiosas declaraciones de los responsables españoles que pecaron de falta de firmeza por más que se hiciesen numerosísimos actos de presencia con rimbombantes declaraciones llenas de palabrería, pero poco resolutivas. También se hicieron, desde fuentes supuestamente no gubernamentales, declaraciones procedentes de Marruecos que hacían referencia a Ceuta y Melilla como ciudades ocupadas. Resultaba difícil creer que todo fuese el resultado de una pataleta real como respuesta a una supuesta afrenta institucional. Obviamente no fue ese el motivo, aunque sí constituyó la excusa que podía permitirse un rey totalitario para sus intereses geopolíticos coadyuvados por algún que otro país democrático que no veía con buenos ojos ciertas decisiones estratégicas del gobierno español, de las que ni el propio gobierno español era consciente, así funcionaba su servicio de inteligencia, incapaz a todas luces de prever una invasión en toda regla en una frontera insuficientemente militarizada para controlar este tipo de acciones. En definitiva, la mecha estaba prendida. Y de qué manera.   


Las primeras decisiones que se tomaron por parte del resto de partidos políticos de la democracia española constituyeron un gesto desafiante al gobierno vigente cuando no un chantaje directo a su desgobierno. Esto provocó una suerte de decisiones paralelas y simultáneas que granjearon declaraciones con un tono excesivamente maleducado incluso para lo que era habitual en aquellos momentos. La confrontación llegó a un punto excesivo, insoportable para la población que no respondió mostrando su rechazo, como habría sido lo deseable, sino que arropó unas u otras manifestaciones con su apoyo o repulsión activa, esto es, violenta: verbalmente al principio, siguiendo el ejemplo de los dirigentes de los partidos políticos, físicamente poco después cuando aquella situación se descontroló totalmente tras el lanzamiento de piedras que algunos extremistas —en aquel momento pocos ciudadanos no lo eran— hicieron sobre el presidente del gobierno en una rueda de prensa no excesivamente multitudinaria, debido a las restricciones que imponía la pandemia que asolaba el país por aquellas fechas, y que se celebró al aire libre en un parque madrileño tras un acto de inauguración sin muchas pretensiones más allá de las habituales. La llama prendida había provocado el incendio.


Imagen de origen desconocido en la red.


En Mérida a 23 de mayo de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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