El caso es que la presión popular terminó imponiendo su ley marcial y el gobierno cedió y abandonó su apoltronamiento acomodaticio convocando elecciones. Los extremistas arrasaron entre el escaso tres por ciento de la población con derecho a voto que lo ejerció. El cansancio y el hartazgo habían hecho mella en la gente, y el sentimiento de abandono que todo el mundo tenía por parte de la clase política, añadido a la impunidad con la que terminaban haciendo lo que les placía —que no era otra cosa que beneficiarse del cargo con premeditación, alevosía y con un vomitivo nepotismo aparentemente ilustrado que alejaba a los válidos de las esferas de poder—, terminó por provocar una profunda crisis social que se tradujo en una pírrica participación ciudadana en las elecciones. Sin embargo, los vencedores no dudaron en celebrar su victoria a bombo y platillo aireando una victoria cuya legitimidad nadie se atrevió a cuestionar. Los que se hicieron con la mayoría absoluta comenzaron a ejercerla sin ton ni son. No había habido reflexión alguna, nadie se había sentado a analizar la situación y a plantear soluciones racionales, sensatas y viables. El programa electoral, que debía ser el contrato entre los vencedores y el pueblo, se mantuvo como un absurdo batiburrillo de estupideces que sistemáticamente se plagiaban entre los distintos partidos procurando el copista que el nombre del contrincante no apareciese —cosa que no siempre ocurría— y se convirtió en un papel mojado que a nadie interesaba y que nadie se preocupaba de hacer cumplir. Tanto mejor, pensaban muchos y no les faltaba razón. La clase intelectual silenció por acción u omisión. La realidad es que no se atrevían a ejercer su derecho a manifestar opinión por miedo. Tampoco la prensa, acostumbrada a ningunear al contrario y lisonjear al propio, tuvo la valentía de mostrar una opinión reflexiva y sensata. La ideología política se había adueñado del informador que se limitó a arrimarse al vencedor cuanto pudo para asegurar su subsistencia económica. El control que se ejerció sobre los medios de comunicación fue atroz, tremendo, se convirtió en una auténtica máquina de transformación mental y educación para todas las edades pues el nuevo gobierno consiguió crear una red clientelar que abarcaba todos los ámbitos sociales y todas las edades. En eso sí fueron avispados y astutos. En realidad, el mérito no fue otro sino copiar los procedimientos que anteriores gobiernos autoritarios y absolutistas habían llevado a cabo, con magníficos resultados para sus intereses, y que la historia documentaba con precisión. Solo tuvieron que adaptarlos a los nuevos tiempos. Nadie reparó —o tal vez sí— en las consecuencias que ese control de los medios de desinformación —permítanme recurrir al pueril concepto de oposición sustituyendo el término información por el de desinformación— y adoctrinamiento había tenido en épocas anteriores y el desastre social que en generaciones venideras provocaría cuando los hijos preguntaran a sus padres qué habían hecho ellos durante esa aciaga época.
Otra cuestión que tenía bastante clara el nuevo gobierno trascendía las propias fronteras nacionales. Tras la mediática toma de posesión del nuevo presidente y sus ministros. Se produjo una rueda de prensa conjunta en la que se manifestó que se producirían inminentes acciones para resolver el conflicto de Gibraltar. El gobierno sabía muy bien que esa zona estaba incluida en el conjunto de Territorios No Autónomos de las Naciones Unidas desde 1946 según la información suministrada por el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte en virtud del Artículo 73 e de la Carta de las Naciones Unidas. También sabía, aunque no se refirió, que la Declaración sobre la Concesión de Independencia a los Países y Pueblos Coloniales reconocía el derecho de libre determinación de todos los pueblos y afirmaba que el colonialismo debía llegar a su fin rápida e incondicionalmente, evidentemente era la primera parte de esa proposición la que preocupaba al ejecutivo, pues la información que manejaban alejaba de la vinculación a España al pueblo gibraltareño. El nuevo gobierno había tomado la decisión de priorizar la recuperación de esa región tras el primer consejo de ministros. También sabía que el procedimiento con el que pretendían recuperar ese territorio estaba lejos de ser el más apropiado, pero no parecía importarles demasiado. Algunos periodistas —que habían pactado las cuestiones previamente con el gabinete de prensa del presidente— lanzaron varias preguntas relacionadas con la delicada cuestión: si había alguna relación entre esa decisión con lo recientemente acontecido con Marruecos; si el BREXIT y la decisión del Reino Unido de no facilitar el acceso a los turistas británicos a España tenía algo que ver; si la decisión resultaba de carácter estratégico, etc. En fin, cuestiones cuyas respuestas resultaban obvias para alguien con el más mínimo interés en informarse y que fueron respondidas con las mismas obviedades, pero de forma redundante: que ni Ceuta ni Melilla eran Territorios No Autónomos según las Naciones Unidas —intencionadamente olvidaron comentar que el Sáhara Occidental sí lo era, tampoco hicieron referencia alguna acerca de las decisiones que toma sobre estos territorios la Asamblea General de las Naciones Unidas o el espaldarazo que supuso para Marruecos el reconocimiento de su soberanía sobre el Sáhara Occidental que hizo Trump a finales de 2020, por muy interesada que pudiera resultar su acción—; que nada tenían que ver el BREXIT ni las decisiones del gobierno británico y que se trataba de una cuestión de soberanía nacional y de identidad histórica; y que no se trataba tanto de cuestiones estratégicas como de reivindicaciones que el pueblo español llevaba siglos haciendo y que debían ser atendidas. ¿Habrían preguntado a alguien? Antes de finalizar la rueda de prensa un periodista díscolo, cuyo nombre desapareció de los medios inmediatamente después de su intervención, hizo una pregunta relacionada con el Sáhara Occidental que provocó que el nuevo presidente tragara saliva. El jefe de prensa sería destituido fulminantemente con posterioridad, pero el ministro de Asuntos Exteriores de la Nueva España —así se llamaba el Ministerio— respondió con rapidez y astucia, era de los pocos miembros del gobierno con verdadera formación y valía, que el 26 de febrero de 1976 España informó al Secretario General de las Naciones Unidas de que, a partir de aquel instante, el Gobierno español daba por finalizada de forma definitiva su presencia en el Territorio del Sáhara y se desligaba de toda cualquier responsabilidad de carácter internacional con relación a la administración de dicho Territorio, dejando de ejercer su función como Potencia Administradora, además, prosiguió, en 1990, la Asamblea General de las Naciones Unidas reafirmó que la cuestión del Sáhara era un problema de descolonización que debía resolver el pueblo del Sáhara Occidental. Por último, hizo una velada y torticera referencia histórica a la pérdida de las colonias españolas de finales del XIX y cómo el pueblo español había sufrido las consecuencias de dichas acciones bélicas. No dejaba de resultar irónico que obviara las resoluciones que se habían tomado sobre Gibraltar y, sobre todo, que con ese gesto de la España de entonces se entregaba cobardemente y sin remisión—y eso era algo que sabían que el Reino Unido de Gran Bretaña jamás haría con Gibraltar— un territorio como el Sáhara a la voluntad de un gobierno absolutista. Sin embargo, estas declaraciones contundentes y firmes sirvieron para que aflorasen suculentas relaciones económicas entre el Reino de Marruecos y el Reino de España con la intervención directa de la realeza.
Foto de Anna Urlapova en Pexels.
En Mérida a 6 de junio de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
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